En Silencio (34 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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¿Por qué razón el hombre iba a ser más importante que la hormiga? ¿Qué arrogancia llevaba a un borracho hincha del fútbol, de inteligencia rudimentaria y constante disposición a la violencia, alguien que jamás había realizado en su vida nada razonable, a considerarse más importante que una ballena azul, una marta o un saltamontes?

Wagner se pasó el dedo índice a lo largo del delgado puente de su nariz. Recordó algo que O'Connor había dicho esa tarde, un comentario sobre su relación con Paddy Clohessy en sus tiempos de estudiantes en Dublín:

«No hubiese podido decidirme a considerarlo una persona tan importante.»

Interesante. ¿Qué pasaría cuando O'Connor considerara importante a alguien?

Liam O'Connor no era un misántropo, eso ella lo había intuido claramente. Al hacer todo el esfuerzo posible por caerle mal a todo el mundo, a Wagner le parecía más bien que intentaba individualizarse. No tenía muy claro con qué propósito. Su suficiencia le reportaba sin duda el interés de la opinión pública. Él era su bufón de la corte, su ídolo, el objeto de su rechazo y de su deseo. Todos se preguntaban cómo un hombre de aspecto tan deslumbrante podía escribir con un tono tan malicioso. O'Connor no hacía nada por responder a esa pregunta, ni a la gente ni a sí mismo. Cualquier comentario agudo, ingenioso, suficiente o elegante que hacía, sólo conseguía arrojar un nuevo velo sobre su esencia. Pero ¿qué pasaría si de pronto revelase su humanidad, sus afectos y sus debilidades? ¿Si bajara de su pedestal y le obsequiara su corazón a alguien, si es que en realidad podía hacer algo semejante? La gente se decepcionaría.

Porque, en realidad, nadie quería una respuesta. Lo querían tal como era, del mismo modo que querían al actor Klaus Kinski, que solía insultar a su público a los cuatro vientos; del mismo modo que necesitaban a un David Letterman, que se mofaba de ellos; o a un Harald Schmidt, que los despreciaba; o a un Stefan Raab, que les tomaba el pelo
[7]
.

Así era.

Todos querían al O'Connor que estaba sentado allí arriba, en el estrado, contándoles historias sobre las hormigas, sobre ácidos, venenos y muerte. Aquella atmósfera de ligero entretenimiento anunciaba algo que apenas nadie del público percibía; algo que para Wagner estuvo absolutamente claro en esos minutos: que todos querían lamerle el culo.

De repente Kika anheló estar con él, así como la certeza de que su historia no tendría un final feliz.

Durante un momento se sintió profundamente triste. Por otra parte, ¿por qué su historia iba a tener un final? ¿Acaso «un final feliz» no indicaba, en las películas que ya no había nada más que contar? Todo se detenía. La aventura había pasado. A partir de ese momento, todo era aburrido y apacible, y uno llegaba a conocer su futuro hasta el último momento. ¡Qué aburrimiento!

¿Qué importancia tenía si su historia duraba dos días, dos años o toda la vida? Lo principal era que ocurriese. «Miserable teórica —pensó Kika—. Deja que pase.» Arriba, en el estrado, O'Connor había llegado al final de su conferencia. Se formaron colas delante de su estrado, ya que el propio autor había prometido firmar autógrafos al final. Wagner fue hasta el bar situado al lado, que habían instalado estratégicamente entre el paisaje de mesas y estanterías con libros. Pidió una cerveza. Eran las ocho pasadas. Para las ocho y media habían reservado una mesa en la
trattoria
Mario, un restaurante italiano situado en el Barrio Belga de Colonia, con un hermoso jardín en la entrada, muy famoso por su excelente pasta. Estaban invitados el equipo de la librería que había organizado la conferencia, así como dos periodistas, representantes del grupo Neven—DuMont. El panorama periodístico de Colonia era un monopolio. Los tres diarios más importantes salían del mismo establo, y no había a la vista ninguna competencia seria. Tal vez por eso todos publicaban una sección cultural más o menos correcta y bien presentada, ya que los creadores sólo tenían a un juez por cuyos favores se veían obligados a competir. Kika buscaba en su bolso un espejo de maquillaje, cuando notó la presencia de alguien a su espalda por el rabillo del ojo. Pero en ese mismo instante la figura desapareció en la multitud de gente que esperaba o se marchaba. Todo lo que quedó fue la vaga impresión de que era Paddy Clohessy.

Wagner se quedó perpleja. Su mirada examinó a todas las personas que estaban alrededor. ¿Había visto realmente a Paddy Clohessy?

Kika salió del bar y caminó lentamente entre la multitud, mirando detenidamente a su alrededor. Luego salió a la calle.

Tenía que haberse equivocado. Su cerebro había almacenado aquella nariz respingona y su pelo revuelto. Alguien con rasgos faciales similares le había tomado el pelo a su memoria.

Con gesto reflexivo, regresó a la sala donde estaba O'Connor, que en ese instante era monopolizado por Kuhn. El editor estaba ocupado en presentarle a personas que le tendían su libro para que se lo firmara como si de una ofrenda se tratase. Les hablaba y alababa la obra más reciente de O'Connor de un modo que sonaba como si la hubiese escrito él mismo. Wagner intentó ignorar el hecho de que llevaba una corbata de color beis sobre una camisa de pana de color azul metálico.

—Doctor O'Connor —dijo una mujer bastante atractiva, de unos cuarenta y cinco años—. ¿Cómo consigue usted que sus personajes me conmuevan tanto? Esa joven granjera sobre la que ha leído usted hoy en voz alta, y que emprende la lucha contra esos horribles bichos que se arrastran, es tan… tan humana… tan cálida… casi como…

—¿Sí? —dijo O'Connor, al acecho.

—¡Como yo! —dijo la mujer, radiante—. ¡Sí, me he reconocido totalmente en ella! ¡Es como si usted hubiera escrito sobre mí!

—Me alegra —dijo O'Connor—. A esa mujer la devoran.

La mujer guardó silencio. Cogió su libro y contempló con veneración la firma garabateada con desgana por O'Connor.

—Ya ves, Kika —dijo O'Connor, sonriendo discretamente.

—Ya veo —respondió ella.

Entre ambos se produjo una corriente de entendimiento.

—Ok. —Kuhn alzó la nariz en postura arrogante y se colocó dando la espalda al público, con el propósito de cubrir a O'Connor. Por lo visto, había decidido que ya era suficiente.

—Tengo hambre. ¿Nos vamos a cenar? Nuestros invitados ya están escarbando el suelo con los pies. Están ansiosos porque les paguemos sus macarrones.

—Repita eso —dijo O'Connor sonriendo irónicamente—. Repítalo de modo que ellos lo oigan. Me quedaría sin cena pero me hartaría a champán.

—Si se trata de una prueba de valor…

—Es una tontería —dijo Wagner—. Además, no le perdonarían la mala educación. Ya sabe que Liam es un perverso.

—No tenía intenciones de dejarme llevar por ese impulso —dijo el editor con voz entrecortada.

—Bien. Tengo que decirle algo a Liam.

Kuhn la miró enfadado.

—En privado, supongo. Nos vemos fuera.

Con toda tranquilidad, Kuhn se metió la camisa dentro del pantalón, que se le había ido saliendo en el transcurso de esas dos horas que había pasado estirándose; luego se acercó a una de las libreras y comenzó a hablarle.

—¿Qué pasa? —preguntó O'Connor.

—Liam, yo…

Un joven se interpuso entre ellos y le puso un libro abierto a O'Connor delante de las narices.

—¿Podría escribir «Para Gisela, en su cumpleaños»?

O'Connor lo miró fijamente.

—No.

—Pero…

—Aprenda a llamar primero. Eso también funciona cuando no hay puertas.

Liam apartó al hombre a un lado, se colgó del brazo de Wagner y la alejó un trecho del estrado. El joven los siguió con la mirada como si el escritor no hubiese cumplido con su maldito deber. Luego arrojó el libro sobre una pila de enciclopedias y salió con paso enérgico.

—Esta gente se muestra sumisa o desvergonzada —suspiró O'Connor—. Cuando maltrato a los desvergonzados, los sumisos se muestran entonces más sumisos aún. Es aburrido tener láns, Kika. ¿Querías decirme acaso que lo hagamos aquí y ahora? Estoy de acuerdo. ¿Algo más?

—Liam, ¿es posible que Paddy Clohessy haya estado aquí? —¿Cómo se te ocurre eso?

—No podría jurarlo, pero me pareció haberlo visto. O'Connor frunció el ceño. —¿Cuándo?

—Ahora mismo. Es posible que me equivoque. Pero alguien pasó por mi lado, y pensé que era él. Lo seguí, pero desapareció.

—¿Y lo viste bien?

—No. —Kika vaciló—. Para ser sincera, todo fue como en un fugaz
déjá—vu.
Pero da igual. Probablemente me haya equivocado.

—Paddy fue siempre bastante impredecible —dijo O'Connor—. Eso encajaría con su personalidad. Pero ¿para qué rayos iba a venir hasta aquí y luego desaparecer sin decir nada?

—¡Santo cielo! ¿Y me lo preguntas a mí?

O Connor dejó transcurrir un breve silencio. Entonces dijo: Si así fuera, Kika, a quien habrías visto sería al señor Ryan O'Dea. Es un hombre que trabaja en el aeropuerto y que no nos resultó particularmente simpático a ninguno de los dos. No lo conocemos. Yo no lo conozco. Y puesto que no queremos conocer a una persona como él, sigamos por una vez los dictados del estómago de Franz Maria Kuhn y vayamos a cenar.

Hacia las 22.30 horas regresaron al hotel Maritim. O'Connor había conseguido convencer a Wagner para que se tomara una
grappa,
pero después de la primera, ella había hecho un gesto negativo. Dos noches seguidas de borrachera eran demasiado. Sin embargo, hasta el propio O'Connor puso de manifiesto esa noche una asombrosa moderación. Wagner consideró que lo hacía para tener cierta consideración con su misión al servicio de la editorial. Pero estaba segura de que su intención original, al ver que iba a ser su niñera, había consistido en someterla a una agotadora prueba de fuerza y machacarla hasta hacerla puré. Sin embargo, desde la noche anterior habían cambiado algunas cosas. Eran aliados, y a un aliado no se le atacaba por la espalda.

El restaurante Mario había estado excelente, como era habitual. Wagner le lanzó varias miradas a O'Connor a través del
vitello tonnato,
los
tagliatelle
con
scampi
y el sorbete de limón; miradas que él devolvía con respuestas inequívocas. Esas respuestas llegaban a Wagner por debajo de la mesa, sin que los demás se dieran cuenta de nada, y Kika disfrutó de ese diálogo de caricias, más encantada que nunca de haber sido bendecida con un par de piernas infinitamente largas.

O'Connor, en todo ese tiempo, se mostró como la atención personificada. Mientras los dedos de sus pies recorrían las pantorrillas de ella y tomaba posesión, para la patria irlandesa, del blando territorio situado en la parte interior de sus muslos, lanzaba piropos a los periodistas y libreros sentados frente a él, a tal extremo que Kuhn le echaba de vez en cuando alguna mirada de preocupación, como si quisiera cerciorarse de que no habían traído con ellos, por equivocación, a un doble del físico, mientras el verdadero O'Connor avanzaba en ese mismo instante hacia el lugar donde daría su próximo escándalo. Era demasiado hermoso para ser cierto. Poco antes de las diez, Wagner puso fin a la velada con el comentario de que O'Connor había tenido ese día un programa bastante apretado y le quedaban todavía más cosas por hacer al día siguiente. Al físico no se le escapó en ningún modo el doble sentido de aquellas palabras, y los otros aceptaron interrumpir la velada. Wagner respiró aliviada. Apenas hubiese podido explicarles a esas personas que, después de acariciarse profusamente con los pies, ahora la responsable de prensa y el autor sentían el deseo de involucrar otras extremidades de su cuerpo en diálogo privado, y que a tal fin se proponían visitar cierta suite del hotel Maritim. Por consideración con Kuhn, decidieron coronar esa noche con un trago compartido en el bar del hotel, lo que el editor aceptó con satisfacción. A Wagner le daba un poco de lástima por haberlo dejado tan obviamente al margen de todo durante su breve excursión al aeropuerto. Por eso, durante el viaje de regreso desde el restaurante, ella le propuso a O'Connor dejarlo entrar de nuevo en el juego y contarle lo de la doble existencia de Paddy.

—¿Estás loca? —dijo O'Connor—. Comenzará a imaginarse cosas hasta el final de sus días. Wagner se encogió de hombros.

—Bueno, ¿y qué? De todos modos, él va a atosigarme preguntándome qué nos traemos entre manos. Démosle una alegría. Así, por lo menos, podremos estar en paz.

—Como tú digas, eres la jefa.

—¿Por qué esa reacción? Es tan sólo una historia.

—Es una historia estúpida que no le importa a nadie. Pero está bien, ya que la conoces tú, también puede conocerla Kuhn. Mucho peor es que, probablemente, después de nuestro relato nos dicte toda una conferencia sobre la prehistoria de la resistencia irlandesa.

—En ese caso, la evitaremos escapándonos. De todos modos pretendíamos hacerlo. ¿Qué tal Shannonbridge?

—¡Kika, me dejas de piedra! ¡Tú tienes una misión que cumplir en la que no entra lo de Shannonbridge! ¡Tienes que cuidar de mí!

—¡No tengas miedo! Decidiré el momento de volver.

—Kika rió con satisfacción; luego dijo—: ¿Qué piensas realmente acerca de Kuhn? Creo que lo conoces hace mucho más tiempo que yo. ¿Te cae bien?

—Buena pregunta. ¿Te cae bien a ti?

—No tengo ni idea.

O'Connor reflexionó.

—Claro que sí, me cae bastante bien. Eso creo. Del mismo modo que a los veteranos del sesenta y ocho les gusta su vídeo de Woodstock. Le dedicas una noche que incluya la ingestión de bebidas alcohólicas y ya te sientes bien servido para todo un año.

¿Te parece también que es como un hippy trasnochado?

—No existen los hippies trasnochados. Sólo existen estremecedores casos de trastornos mentales. Como tampoco existen las vacas después de haber hecho hamburguesas con ellas. Kuhn me ha enseñado algunas fotos. Fue el primer año que nos conocimos. Estuvo realmente en Woodstock, ¿lo sabías?

—No.

—Con una esterilla y poca ropa. Todo ese folclore. Pero no estuvo revolcándose en el lodo. Seguramente sabía que su futuro jefe también vería el vídeo.

—Dice que esa época fue muy política. No la suya en principio, quiero decir… Y que nosotros ya no tenemos una época política.

—¿En serio?

—Sí; según él, nosotros somos superficiales y usamos ropa de Chanel.

O'Connor torció burlonamente las comisuras de los labios.

—No le hagas caso. Eso dicen todos los que no expresan abiertamente su envidia por la juventud.

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