—Es un hombre huraño —dijo—. Pero no es malo.
—Lo sé —dijo O'Connor sonriendo todavía—. Muchísimas gracias. ¿Están todos muy atareados aquí, no es cierto? Mañana llega el presidente de Estados Unidos.
—Desde principios de junio acuden todos, como palomas. Blair, Chirac, Guterres, Simitis, D'Alema, Ahtisaari. Sólo peces gordos. Uno se acostumbra a ello. Que todo sea para bien. Y ahora, con su permiso…
El hombre asintió y se marchó. Wagner lo siguió con la mirada y esperó a que no pudiera escucharla.
—¿A qué ha venido ese numerito? —preguntó Kika. —¿Ése? —O'Connor la miró como si le hubiese preguntado dónde salían los trenes allí—. Ése era Paddy Clohessy.
—De modo que ahora Paddy Clohessy se llama Ryan O'Dea —corroboró Wagner mientras viajaban de regreso—. Eso no puede haberlo arreglado ni aunque se casara.
—Lo dudo.
—¿Y qué vas a hacer ahora? Aparte de que a las seis tienes una conferencia a la que asistirás… Y me anticiparé a cualquier gamberrada tuya.
O'Connor miró su reloj de pulsera. Tenía un aspecto sencillo y a la vez caro.
—Son las cuatro y cuarto —constató el físico.
—Le prometimos a los de la librería que estarías allí media hora antes. No lo olvides.
—¿Y eso por qué?
—Para que firmes un montón de libros.
—Ya firmé un montón de libros ayer.
—Ésos ya se han vendido.
—¡Por favor, Kika, un poco de compasión! Mi autógrafo ha degenerado hasta convertirse en un gusanillo de tinta. Sin ningún rasgo característico significativo. No puedo comprender por qué la gente anhela tanto tener un garabato como ése.
—Pues es muy sencillo. Sucumben a la ilusión de ser algo especial cuando poseen algo especial.
—¿Lo ves? Ésa es justamente la razón por la que me gusta tanto escaquearme de esas cosas.
Wagner le lanzó una mirada de advertencia.
—¡Atrévete!
—No te preocupes —dijo O'Connor, risueño—. Raras veces suelo fallar dos noches seguidas. Nada sería peor que la gente empiece a tenerme por predecible.
—¿Crees que Paddy volverá a dar señales de vida?
—No me dio esa impresión.
—Lo protegiste.
—Intenté mostrarme sorprendido —dijo O'Connor tras un tiempo de silencio—. Pero no funcionó. Ya en el Departamento de Personal vi con claridad lo que sucedía. Para serte franco, cuando Paddy desapareció de Dublín, corrieron rumores de que lo habían matado a tiros. Algunos reaccionaron con pena; otros consideraron que se tenía merecido estar un poco muerto. Pero en realidad nadie se sorprendió. Todos nosotros teníamos claro que, de un modo u otro, su evolución sería fatal. Más tarde se dijo que había sido visto en el Ulster y estaba vivito y coleando, pero a partir de entonces se perdió todo rastro de él. Fuera cual fuese el curso de su vida desde esa época, debió de llevarlo hasta un punto en el que fue necesario cambiar de nombre y abandonar el país.
—Eso suena a caminos bastante retorcidos.
—No puedo juzgar si Paddy tiene algo de qué arrepentirse. Claro que pude desenmascararlo, pero ¿para qué? Es posible que por fin haya encontrado un modo de vivir en paz. —O'Connor negó con la cabeza—. No, Paddy continúa desaparecido. Y no tenemos nada que ver con el señor O'Dea.
Cuando llegaron al hotel Maritim, Wagner, inesperadamente, sintió un curioso distanciamiento respecto a O'Connor. Éste venía no tanto de lo vivido hasta ese momento como de lo que no se había dicho, el miedo a que algo se rompiera entre ellos y todo volviera a la noche anterior. Con la diferencia de que ahora le faltaba algo que antes no había echado de menos. Por mucho que sintiera deseos de seguirlo a su habitación y hacer realidad lo que habían declarado como verdadero en medio del sopor del
uisge beath
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, el momento le parecía totalmente inapropiado. Ella lo acompañó hasta la puerta de la habitación y se quedó a su lado, indecisa, mientras él abría.
«Mantente relajada —pensó Kika—. No es nada. No hemos llegado a ningún acuerdo. Nada que tenga que consumarse.»
Sin embargo, de repente se sintió tensa. La alegría que todavía dominaba su pensamiento esa mañana desapareció, dando lugar a la misma sensación de vacío que le queda a uno cuando desaparecen los sueños al despertar. Al momento, ya estaba sobria de nuevo, y la presión de la cabeza había desaparecido. La debilidad se apoderó de ella. Las últimas veinticuatro horas se lúeron alejando hacia el ámbito de la irrealidad. En ese momento no hacía más que esperar, al lado de un hombre extremadamente atractivo, a que este último abriera la puerta y se despidiera con un «Pues, hasta luego, señora Wagner», y no le hubiese asombrado para nada que al decirlo volviera a tratarla de usted. Todo parecía estar demasiado lejos. La noche. El exceso de bebida, los abrazos, los besos. Las historias compartidas en el lecho de O'Connor, el aplazamiento, la lujuriosa renuncia. Pero el libro había sido cerrado de nuevo, y su capítulo en común había sido tachado. Si se acostaba con él esa tarde, destruiría el sueño. Lo previsible era insípido. Ahora venía en el guión la secuencia en la que harían el amor. Disponían apenas de una hora, ninguno de los dos tenía otros planes, salvo el de matar ese tiempo. Ya no había que buscar a ningún Paddy ni había borracheras imprevistas en las que pudieran verse involucrados. Ya no había cabeza que perder. Ya nada era imprevisto. En ello radicaba el problema, en el carácter lógico de la situación, en su repentina condición de predecible. Eso le quitaba todo aliciente al instante.
La noche había creado un maravilloso quizá. Y ahora era forzoso decir un sí o un no.
Ella lo contempló de perfil y sintió un pinchazo en su interior. Su aspecto era fantástico. Por un lado, cuánto le hubiese gustado seguirlo. A esa habitación, a Dublín, a Shannonbridge, ¡al próximo universo! Pero cuan imposible le parecía eso ahora. ¿Estaba loca? ¿Qué debía hacer? Si no se acostaba con él, corría el riesgo de que todo siguiera siendo un sueño, que ambos se fueran separando a partir de ese momento, incapaces de dejarse llevar una vez más. Y eso era lo último que deseaba. Pero en el otro extremo de la escala acechaba el miedo a que precisamente esa magia, que había generado la negación de todas las reglas, terminara en mero sudor y sábanas revueltas sin que ello significara la felicidad.
No le gustaban ninguna de las dos posibilidades, y lo que menos le gustaba era el plomizo desamparo que se había apoderado de ella. Kika se miró de pies a cabeza y se sintió como su mayor enemiga.
«Hay otra cosa más en juego —pensó—. Algo que me confieso sólo de mala gana. El miedo a no ser esa tarde la mujer más hermosa del mundo.»
Mientras amanecía lo había sido. Pero ¿qué pasaría si él sintiera lo mismo que ella?
Su vacilación sería destructiva. Ni siquiera le hubiese gustado saber por qué dudaba. Ella ya no sería la mujer más hermosa del mundo. Y ésa también sería la consecuencia, daba igual lo que decidieran al final.
¡Esta maldita hora lo estropeaba todo!
O'Connor parecía intuir que algo no andaba bien. Se mantuvo en la misma posición mientras la puerta de su habitación se abría lentamente y revelaba a sus miradas el lecho sobre el que habían pasado varias horas flotando. Sólo faltaban los cámaras, los reflectores y el director.
¡Kika y Liam! ¡Acción!
—Bueno —dijo ella.
Liam torció el rostro.
—Es demasiado estúpido, Kika. Me encantaría invitarte a entrar para tomar un trago, pero las cosas no son así.
Ella se quedó perpleja.
—No lo había pensa… Quiero decir…
—En Dublín esperan una llamada mía. Prometí que les haría algunos cálculos para un experimento que quieren llevar a cabo en el instituto, y tengo que hacerlo, para bien o para mal.
—Pero —dijo ella con cierto tono de desamparo—. ¿Habrás terminado para la hora de la conferencia, no?
—Lo prometo —dijo O'Connor, al tiempo que la miraba—. Estaré trasteando con mi portátil durante media hora y luego me pasaré la otra media hora al teléfono. Pero a más tardar, a las cinco y media, estaré listo. —Vaciló—. ¿Estás enfadada?
Wagner hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No. No hay ningún problema.
—Bien. Antes de que te vayas, ¿te sobra alguno de esos maravillosos besos? —O'Connor sonrió como el gato que se ha comido al ruiseñor—. El de esta mañana ya se me ha acabado.
Su mirada la mantuvo cautiva. La atrajo hacia sí y la soltó de nuevo rápidamente. Wagner sintió que su rigidez se aflojaba y fluía como el agua derretida. Sólo entonces se dio cuenta de que toda su musculatura se había tensado sin notarlo. Sonrió, se agachó hacia él y cerró los ojos.
Ahí estaba otra vez. Esa sensación de frío y calor a la vez.
—¿Te tendré esta noche una horita para mí? —le preguntó en un susurro.
—¿Qué te parecería una breve eternidad? —respondió él.
—Eso también estaría bien.
Él le acarició el cabello.
—¡Qué lástima! —dijo Liam—. Pero ahora tengo que trabajar. Lo más probable es que haga muy mal los cálculos. Escribiré que Pi es igual a 1,87 y buscaré las ondas de luz en el espectro de lo rojo y lo rubio.
—Hasta pronto —dijo ella.
Con cada paso que Kika daba de vuelta hacia los ascensores, sentía que su corazón se alegraba de nuevo.
¡El no tenía tiempo!
Tenía que trabajar. No había nada que decidir. ¡Tenía cosas que hacer!
Kika decidió ir por las escaleras en lugar de coger el ascensor. De repente, todo volvía a su sitio, las palpitaciones, la excitación. Y sólo la circunstancia de que no hubiera pasamanos le impidió deslizarse por ellos y aterrizar en el vestíbulo del hotel con una fulminante caída sobre el trasero.
El mundo estaba otra vez de su parte.
Moléculas de un olor: ¡peligro!
«Unas patitas diminutas palpan el suelo con pasos comedidos. La primera hormiga emite una compleja serie de olores a las otras: un mensaje en el que les advierte que una planta depredadora acecha a los insectos desprevenidos a pocos pasos de allí, a fin de hacerlos desaparecer entre sus mandíbulas y transformarlos en mero efluvio.
»El intercambio es agitado. Una de las espías propone abandonar el camino preestablecido y explorar el terreno desconocido situado a la derecha. Moverse en una formación serpenteante sería la mejor manera de hacer frente a cualquier peligro. Varias espías se anticiparían a la columna de las hormigas, a fin de olfatear el suelo y sondear el firmamento, con lo cual enviarían noticias a la comitiva, que las analizaría. Mediante ese principio, la caravana mantendría siempre una nariz hipersensible que le permitiría avanzar con rapidez y seguridad.
»La propuesta es aceptada, y unas tres mil hormigas rojas se disponen a acabar con la paciencia de los habitantes de una granja.»
En ese momento, la gente en el auditorio comenzó a rascarse. El nuevo libro escrito por O'Connor trataba de las hormigas. Era un
thriller
científico en el que los seres humanos salían bastante mal parados. Todas las localidades para la lectura en la librería habían sido vendidas. Trescientas personas querían escuchar cómo se enfrentaban los hombres y los insectos. No a la manera de esos peliculones habituales sobre monstruos, sino a partir de los nuevos conocimientos en biogenética. El horror de la historia que contaba el libro provenía de su propia verosimilitud. Como todas las publicaciones literarias de O'Connor, la investigación sobre la que se basaba el libro era excelente, y como todos sus libros, en general, la obra proporcionaba una visión de la perspectiva distanciada de O'Connor.
Wagner estaba apoyada hacia atrás, escuchando su voz sonora sin prestar atención. Ella conocía el libro. Como siempre, O'Connor intentaba contemplar la humanidad desde la mayor altura posible. Para él, el hombre era también una especie, como las hormigas, con sus reinas, sus ciudades y sus castas. En principio no tomaba partido, pero Wagner sabía algo más de él. O'Connor adoraba considerar a los hombres como unos seres poco interesantes y transmitírselo así a su público. Con cínica complacencia, hacía que el
Homo sapiens
pareciera un ser envejecido ante la fría lógica de una razón colectiva que se desplazaba sobre infinidad de patas. Los seres humanos eran estúpidos; las hormigas, en cambio, eran inteligentes. Las excepciones confirmaban la regla, pero, por lo demás, el rechazo de O'Connor por la inmensa mayoría de las criaturas de su especie predominaba sobre cualquier sentimiento. Por lo menos así parecía.
Kika se preguntaba qué le atraía tanto a O'Connor de su papel como persona que sentía desprecio por los seres humanos. La historia de la literatura estaba llena de grandes misántropos. La mayoría de ellos se destacaba por una inteligencia enorme y por despreciar el horizonte limitado de la masa, su aspecto bruto y vago les repugnaba. Otros no habían sido auténticos enemigos del hombre, sino investigadores y analistas cuyo espíritu les permitía identificar estructuras y contextos generales más amplios. Quien se atrevía a explicar el universo, perdía forzosamente de vista al individuo. Cuanto más grande se hacía el cosmos conocido, más complejas eran las teorías sobre los universos en expansión, en colisión o inflacionarios, hasta el punto de pensar que toda esa estructura inabarcable sólo era una entre otras muchas, en una suerte de espuma cósmica, y menos sentido tenía entonces la idea de un dios que sentía simpatía por los habitantes del tercer planeta de un insignificante sistema solar, un pueblucho de una galaxia de tamaño medio. Cuanto más aumentaban los conocimientos y las intuiciones humanas, más insignificantes parecían quienes estaban en condiciones de pensar todas esas cosas: los seres humanos. ¿Por qué Dios —si existía realmente—, iba a amar a un montón de genes mal educados que se echaban la bronca constantemente y, de paso, destrozaban su planeta? ¿Por qué razón iban a resultarles tan importantes al creador de todos los universos existentes? La estrella más próxima a la Tierra, Próxima Centauri, estaba a veintitrés billones de millas, cuatro años luz, y era solamente una estrella entre otros cientos de miles de millones, las cuales, en su conjunto, conformaban lo que los hombres denominaban Vía Láctea y que, a su vez, formaba la parte más diminuta de una estructura de galaxias que colgaban como gotas de rocío sobre una red virtual, tejida alrededor de espacios negros llenos de enigmática e invisible materia. Las personas que, como O'Connor, habían comenzado a recorrer esas regiones o las de los universos de la nanotecnología, es decir, las moléculas y los átomos, las ondas de luz y los fotones, podían creer en la idea de un Creador, pero no en que éste diera una importancia especial a la especie humana; más bien creían que Dios, mientras realizaba su gran experimento, no se había dado cuenta de cómo esa especie había dado de repente, como el moho, un ínfimo salto y cobrado conciencia de sí.