—Pero lo es —dijo e hizo una pausa—. En fin, para que ustedes estén al corriente, involucraré en esto a la Europol y, en caso de necesidad, también a la Interpol. De ustedes necesito todas las informaciones disponibles sobre Clohessy y sobre Kuhn. Y también sus datos personales, por supuesto. Y algo más: debo pedirles, en primer lugar, que se mantengan a nuestra disposición. Eso puede significar, estarlo durante las próximas horas o los próximos días.
Wagner lo miró con gesto desdichado.
—Lo siento muchísimo —añadió el hombre.
O'Connor parpadeó. Por primera vez Lavallier se daba cuenta que, tras su fachada controlada, el irlandés se esforzaba para no perder el dominio. Entonces dijo:
—Permítanme preguntarles una cosa: ¿Cuan en serio se toman este asunto?
—En serio.
—Hum.
—Nos lo tomaríamos en serio aunque no hubiera en Colonia una cumbre de jefes de Estado. ¿Le basta eso?
O'Connor parecía indeciso. Entonces acercó una silla y tomó asiento delante de Lavallier.
—Conozco a Paddy Clohessy —dijo con tono apremiante—. Quiero decir que, aunque no hayamos tenido ningún otro contacto desde que estudiábamos en el Trinity College, la gente no cambia. Lo que cambia es la manera en que los demás lo ven. No entienda esto como si se tratara de una intromisión o una arrogancia de mi parte, pero me parece que en este juego hay otros peces más gordos que Paddy. —¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que no corresponde a su estilo el emprender una cosa de envergadura en solitario. —O'Connor se encogió de hombros—. Paddy siempre estuvo abierto para determinados ideales en parte ridículos. Necesita una idea a la que poder aferrarse; y sobre todo necesita a alguien que represente esa idea.
—¿Y en qué cosa grande ha estado pensando usted? O'Connor enarcó las cejas como si aquélla fuera una pregunta sumamente estúpida.
—En un atentado, por supuesto. ¿Qué otra cosa iba a ser? Un atentado contra este aeropuerto, o contra alguien que tiene planes de aterrizar aquí. ¿Es tan difícil de entenderlo?
Lavallier lo observó con mirada reflexiva. Volvió a marcar el número de Bar y le pidió que enviara a alguien al piso de O'Dea con la opción de, en caso necesario, abrirse paso a la fuerza. Luego hizo una profunda inspiración.
—Mister O'Connor (¿Puedo llamarle mister, no?); tal vez tenga que contarle algo sobre la problemática de los saboteadores internos. —Lavallier vio que un temblor recorría los rasgos de O'Connor—. Los aeropuertos son zonas de alta seguridad, independientemente de que haya una cumbre o no en Colonia. Hacemos todo lo posible para evitar cualquier incidente. Hemos desarrollado escenarios que están más allá de su capacidad imaginativa. Y todo para que el único problema del señor Yeltsin sea no caerse del avión. Pero también para que gente como usted no tenga que temer ser gaseada, tiroteada, quemada o volada pollos aires. ¿He olvidado algo?
—Sí, ahogada.
—Me parece que hacemos muy bien nuestro trabajo —continuó Lavallier, impasible—. Sólo hay una cosa que nos depara grandes dolores de cabeza. Que alguien pueda aceptar dinero. ¿Me entiende? El soborno. O que de pronto a alguien le dé la neura. Que alguno de los más de mil trabajadores de este aeropuerto encuentre una razón para convertirse en un traidor. La más mínima sospecha sobre un atentado de un colaborador interno puede disparar nuestras alarmas. Frente a la pista principal de aterrizaje hay un bosquecillo. Le podemos garantizar que nadie se cuela por debajo de la valla ni se entierra allí durante tres semanas para disparar hoy por la noche con un lanzagranadas. Pero nosotros no podemos ver en las cabezas de la gente. Ése es nuestro problema. No podemos mirar qué tiene en mente Ryan O'Dea, y en menos de diez horas aterrizará aquí el presidente de Estados Unidos. —Lavallier dejó que sus palabras hicieran su efecto por un instante y luego se inclinó hacia adelante con gesto belicoso—. ¿Qué cree usted que estoy haciendo yo aquí? ¿En qué estoy pensando? ¿Qué temores puedo sentir?
O'Connor le devolvió la mirada con el ceño fruncido.
—Usted tiene razón, he sido poco objetivo y ofensivo. Pero eso no importa. Borrón y cuenta nueva.
Lavallier lo miraba fijamente.
—Usted…
—Espere. —Wagner se frotó los ojos y le puso delante un papelito encima de la mesa—. Éste es el mensaje que recibí. Lo he transcrito.
Lavallier hizo ademán de empezar a hablar de nuevo, pero luego se lo pensó mejor y estudió el texto.
AUXILIO — PISO DE PADY — ELYAK — ¿ELYAG? — DISPARA — TIENEN PROBLEMA — PIEZA DEL ESPEOJ — OBJETI V.
—Supongo que, exceptuando los errores de ortografía, es exactamente esto lo que Kuhn le envió, ¿no es así?
Wagner asintió.
—En el taxi intentamos hallarle un sentido. —Su dedo fue señalando una tras otra las palabras—. Hasta aquí yo diría que Kuhn estaba en el piso de Paddy y que se vio en peligro. Probablemente haya intentado llamarme antes.
—¿Dónde tenía usted su móvil?
—En el asiento trasero de mi coche.
—¿Y dónde estaba usted cuando él intentaba localizarla?
Kika inclinó la cabeza y arrugó la nariz. Entre sus cejas apareció una pequeña arruga. La pregunta parecía superarla.
—Estábamos estudiando la oscuridad —dijo lentamente.
—La oscuridad. ¿Durante dos horas y media?
—Sí. ¿Usted nunca lo ha hecho?
—Claro que sí. Ése es mi oficio. Su respuesta, por ejemplo, es muy oscura, y por eso me veo obligado a pedirle que sea más concreta.
—Habíamos salido a dar un paseo —dijo O'Connor en un tono que parecía que hubiera caído el telón—. En el Volksgarten.
—A las tres de la mañana.
—Pues sí.
Lavallier hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Tenía la sensación de que conocía qué tipo de paseo habían dado.
—«Elyak» —continuó leyendo—. «Elyak, dispara.»
—A partir de ahí se vuelve críptico el mensaje. El policía frunció el ceño.
—No necesariamente. Por lo menos existe una circunstancia que nos revela que estaba escuchando a alguien: las dos formas de escribir lo mismo y el signo de interrogación.
O'Connor guardó silencio. En sus ojos brilló algo parecido a un gesto de reconocimiento. Así funcionaban las cosas con él.
—No estaba seguro de cómo debía escribir el nombre —continuó diciendo Lavallier—. Alguien dispara, y ese alguien suena parecido a Elyak. Por lo menos eso es lo más probable. Veamos qué dice luego. Tienen problema. Tienen problema… Es también una historia que admite dos interpretaciones. ¿Quién tiene el problema? ¿Kuhn?
—También podía estar refiriéndose a todos nosotros. Eso quiere decir que teníamos un problema. Él, Kika y yo. Y yo diría que usted también. Todos en Colonia. La humanidad, qué sé yo. Houston, tenemos un problema. Lavallier se rascó el mentón.
—También cabe otra posibilidad —dijo—. La gente a las que él ha estado espiando tiene un problema. Sin embargo, lo que viene después no lo entiendo en absoluto.
—¿La «pieza del espeoj»? —O'Connor apoyó la barbilla en las manos—. Desgraciadamente, esta mañana no he podido activar todavía determinadas funciones cerebrales. Pero algo rne lo dice.
—¿Te dice qué? —repitió Wagner asombrada, como en un eco.
—No estoy seguro —dijo O'Connor, al tiempo que negaba con la cabeza—. Por un lado pienso que está claro para mí. Pero luego me parece otra vez un galimatías. Por cierto, ¿qué le parece que significa la última palabra? A mí me parece bastante claro.
—Objetivo —murmuró Lavallier.
«Un objetivo es un blanco —pensó. Elyak dispara y dispara con una arma de precisión. Ve a través de un teleobjetivo. ¿Un objetivo con espejo? "Espeoj". ¿Un objetivo reflejado?»
Durante un momento tuvo la sospecha de que todo aquello no era más que una acción de sus colegas para tomarle el pelo el día del aterrizaje de Clinton. También era posible que sus dos interlocutores se revelaran como una pareja de presentadores de un programa de humor con cámara oculta. Vaya representación más miserable, pero ojalá todo fuera teatro. Miró a Wagner a través del rabillo del ojo, mientras, al mismo tiempo, contemplaba el papel. Sin embargo, la mujer estaba demasiado decaída para estar haciendo bromas.
—¿Está usted seguro que esto le recuerda algo? —le preguntó Lavallier a O'Connor.
El escritor asintió.
—Muy bien —Lavallier suspiró— Espero que tenga claro que, con ello, usted se acaba de convertir en la persona más importante de esta habitación.
—¿Qué quiere decir «se acaba de convertir»? —preguntó O'Connor con un asombro evidente.
Lavallier se mordió el labio inferior.
—Espere un momento —dijo por fin—. Regresaré en seguida. No se vayan.
El policía salió al pasillo. Otros policías le salieron al paso, algunos de ellos venían con todo el equipo puesto, incluido el chaleco antibalas. Pertenecían al Departamento de Servicios Especiales, y su tarea consistía en asegurar el entorno de los políticos de alto rango y sus caravanas de coches. Más adelante había una comisaria charlando con un agente del Servicio Secreto. El edificio de una sola planta de la comisaría de policía del aeropuerto era en esos días como un panal de abejas. Al pasar, Lavallier echó un vistazo a las oficinas abiertas, hasta que encontró un despacho vacío; cerró la puerta a sus espaldas y se dejó caer detrás del escritorio en un sillón de cuero desvencijado.
Marcó el número de móvil de Bar.
—Por lo que parece me estás echando de menos hoy —dijo Bar al cogerle el teléfono—. ¿Cabe esa posibilidad?
—¿Dónde estás?
—De camino. Voy con dos hombres. En un cuarto de hora estaremos con vosotros. Manda hacer café. ¡Grandes cantidades!
—Peter —dijo Lavallier—. Tenemos que hablar sobre esos dos pájaros que tengo en mi oficina.
—Las pesquisas ya están en marcha, pero no puedo meterle prisas a la gente.
—Ya lo sé.
—Pues entonces. Además, de Clohessy se ocupará la Europol. Estamos en contacto con Dublín y hemos enviado un coche a la Rolandstrafie. Deben de estar a punto de comunicarse conmigo. De la verificación de O'Dea se encargan los chicos de la PKK. ¿Satisfecho?
—No, pero da igual. Inicia otra línea de investigación.
—¿A quién?
—Si lo supiera… Tal vez lo encontréis en los archivos de la Secreta, o quizás en la CIA, pero no les digas a ésos por qué necesitamos la información. Diles que es por otros motivos. —¿La CIA? Dios mío, ¿qué sucede?
—Por lo que me parece, estamos buscando a un asesino a sueldo. Si es que existe en realidad. Pero da igual. Averiguad si en alguna parte del mundo aparece en los expedientes un terrorista cuyo nombre de pila, apellido o pseudónimo sea «Elyak». Puede ser hombre o mujer. No tengo ni idea.
—Así de sencillo. ¿Y eso debemos averiguarlo nosotros?
Lavallier se encogió de hombros.
—No tengo nada más para ti. Ni siquiera sé si se llama así realmente. Puede ser también «Elyag». Con «ge» o con «ka» al final.
—Lavallier vaciló—. Dime una cosa, ese tal doctor Liam O'Connor, ¿has leído alguna cosa de él? Últimamente sus libros están por todas partes.
—En realidad no es escritor —dijo Bar—. En el periódico dice que es físico. Es un candidato seguro al Premio Nobel.
Lo que faltaba.
—¿Qué? ¿Está haciendo de las suyas? ¿O quizá la mujer?
—No directamente —bramó Lavallier—. Huelen como si hubiesen pasado la noche en una fábrica de aguardiente. La mujer apenas puede mirar en línea recta, y O'Connor se comporta a veces como un tonto y otras como un desvergonzado —dijo y reflexionó—. Todo en esa historia que me cuentan suena como si fuese una película. Sólo que O'Dea, realmente, ha desaparecido. En este instante no tengo más opción que tomarlos en serio.
—Pues felicidades —dijo Bar—. Por cierto, en el periódico decían otra cosa más.
—¿Qué cosa?
—Que el año pasado, O'Connor hizo reventar un congreso de Física. Afirmó haber recibido una llamada según la cual en el edificio había una bomba. —¿Por qué lo hizo?
—Sencillamente, porque quería comprobar cómo trescientos científicos se atrepellaban unos a otros. También suele escribirles curiosas cartas a los políticos, en las cuales se presenta como un multimillonario que pretende dejarles todas sus riquezas si en su próximo discurso público intercalan ciertas palabras.
—¿En serio? ¡Dios mío! ¿Y dice también qué palabras son ésas?
—Consiguió que uno enriqueciera el debate sobre los presupuestos con… Espera un momento, déjame pensar… Con una máscara de látex y unas pantuflas con animalitos. A ése le gusta putear a la gente.
—Sí —dijo Lavallier con tono sombrío—. A mí también me lo parece.
—Tal vez te putee también a ti. Quizás el propio O'Connor haya matado a ese O'Dea o Clohessy, y también lo haya hecho con Kuhn. Y ahora te están contando cualquier bobada.
—Tonterías.
Bar se rió. El sentido del humor de Lavallier estaba bajo mínimos.
—El nombre es «e—1», y después algo con «yak» —dijo—. En mis oídos suena como una palabra eslava o rusa. Tal vez deberías fijar tu atención en los países del este. Los serbios han desarrollado en las últimas semanas una relación muy especial con nosotros. O mejor dicho: nosotros con ellos. El siguiente candidato interesante sería el IRA. Podéis hacerlo.
Lavallier colgó y regresó a su despacho. Un vistazo al reloj le hizo saber que faltaban pocos minutos para las diez.
¿Qué pasaba si Bar tenía razón?
El día había comenzado tan bien… En el horizonte de sus esperanzas se había mostrado, con un brillo radiante, la perspectiva de poder estrechar la mano a Bill Clinton. No era que Lavallier estuviera realmente chiflado por hacerlo. Pero estrechar la mano de Clinton significaba tener ante sí a un presidente de buen humor, alguien a quien no le faltaba nada. Como la vida, por ejemplo.
Pero ahora todo era distinto.
Bien. Las cosas eran así.
Con un encogimiento de hombros, entró a su despacho, donde se encontraban aquellas visitas tan indeseadas.
—¡Lavallier! ¿Qué labores realiza un técnico?
O'Connor disparó la pregunta en cuanto Lavallier entró en la habitación. El comisario principal fue hasta su escritorio.
—No me lo estará preguntando en serio —dijo.
—¿Por qué no?
—He oído decir que ha sido usted nominado al Premio Nobel.
—Me nominaron por pensar, y no estoy haciendo otra cosa en este momento.