Read En Silencio Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (55 page)

BOOK: En Silencio
11.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—También hemos verificado a Kuhn —dijo Bar.

—¿Y?

—Un veterano del sesenta y ocho. Comprometido con las revueltas de los estudiantes, pero más bien como cómplice pasivo. Destacó aquí o allá por sus expresiones sobre la situación del Tercer Mundo, pero nada serio. Las mismas cosas inmaduras que movían al grupo de Baader-Meinhof, pero no existe ningún punto de contacto con el RAF, el Movimiento 2 de Junio, las Células Rojas o como quieras llamarlo. Pasó una noche en el calabozo por haber arrojado la primera piedra de su vida, la cual, por desgracia, le pegó a alguien. Luego se aburguesa. Hace carrera en diferentes editoriales, trabaja algunos años como corresponsal en Estados Unidos, y actualmente es editor jefe de Rowohlt y asesor personal de O'Connor.

—¿Algún activismo político?

—Sólo de forma retrospectiva y teórica. Pero parece tener una mente capaz. Hemos llamado a su editorial, y, por supuesto, no recibió instrucciones de ningún tipo para viajar a ninguna parte.

—Claro. ¿Y tú qué les contaste? Bar hizo un gesto de desdén.

—Nada. Querían saber mil cosas, por supuesto. Lo interesante es que esta Kirsten Wagner—, a la que O'Connor llama Kika, ha sido puesta como perro faldero de O'Connor. Es una asistente de prensa, pero su auténtica misión en este caso es asegurarse de que el físico no se pase demasiado de rosca.

—A mí me parece que el perro faldero se ha dejado poner la correa —dijo Lavallier, con tono de duda.

—A mí también. Kuhn y O'Connor, en cualquier caso, se conocen desde hace un montón de años. No sé lo que los une más allá del trabajo en común, pero supongamos que Clohessy cree (y bastaría con que sólo lo creyera) que O'Connor anda pisándole los talones por encargo del IRA. Se inquieta, por supuesto. Ve de noche a O'Connor y a Wagner delante de su edificio, y Kuhn se le presenta incluso en la casa.

—Hum.

—¿Hay algo que no te gusta, no es cierto?

—Sí —se apresuró a asegurarle Lavallier—. Me gusta mucho. ¿Sabes? De algún modo me gusta demasiado. Eso resolvería muchos de nuestros problemas, de modo que ni siquiera me atrevo a seguir pensando en ello, ya que lo del SMS no me huele muy bien: «Elyak dispara, pieza, espeoj», y todo lo demás. De algún modo, no encaja en esa teoría. Por cierto, ¿encontramos algo en el piso de Clohessy?

—Ningún indicio de lucha. Nada significativo en cuanto a pelusas, cabellos, etc.; ya te dije, parece como si hubiera salido a toda prisa y sólo se hubiera llevado un par de cosas. Puedes contar las piezas del mobiliario con los dedos de una mano. Los de huellas han pillado algunas cosas. Las están examinando al detalle. Hallaron un bloc en el que, al parecer, Clohessy escribió algo y luego arrancó la hoja, pero la letra se marcó en la página de abajo. Eso, quizá, nos dé alguna pista.

—Está bien. Entremos de nuevo.

—… invito a comer —le decía en ese instante Mahder a Wagner, justo en el momento en el que los dos policías entraban al despacho.

—Con mucho gusto, pero de todos modos tenemos…

—… hay una receta obligatoria para el
stew
irlandés —oyeron decir a O'Connor, que estaba hablando con Pecek—. Existe una sospecha de que el
irish stew
fue un invento de los alemanes, como la pizza, que fue tomada por los italianos del sur a finales de los años sesenta, y…

—Ah. Pues yo, en realidad, pensé siempre que…

Lavallier hizo un gesto negativo con la cabeza, envió a Mahder, a O'Connor y a Wagner a su despacho, en compañía de Bar, y habló unos minutos a solas con Josef Pecek. El técnico supo decirle muy poco acerca de Ryan O'Dea. Habían trabajado juntos en la Terminal 2 y unas dos o tres veces en los hangares. Según su experiencia, O'Dea era un hombre al que no le gustaba hablar de su pasado.

—Tenía cierta expresión de acoso —dijo Pecek—. Podía leerlo en sus ojos. Y en una ocasión dijo una cosa con la que me quedé, porque resultaba demasiado rara. Dijo que este trabajo aquí y esta vida eran su última oportunidad. Creo que no deseaba otra cosa salvo que lo dejaran en paz.

—¿Y usted no le preguntó qué quería decir con eso?

—Como ya le dije, él sólo quería que lo dejaran en paz. Yo soy una persona sencilla, señor comisario. Si alguien me dice que quiere que lo dejen en paz, lo dejo en paz.

Lavallier reflexionó sobre esa última frase. Luego le dijo a Pecek que regresara a su trabajo, estudió la lista de trabajos que Mahder le había traído y pidió que lo comunicaran con Stankowski.

—Los hombres de Brauer y los de Tecnología andan arrastrándose desde hace una hora por todos los sitios que Clohessy ha tocado alguna vez —dijo el jefe de Tráfico—. No encuentran nada. Ni siquiera un rasguño. —Hizo una pausa—. Lavallier, en serio, no pretendo restarle importancia a nada, pero ayer tuvimos una detallada conversación con el mayor Nader. Se ha revisado todo detenidamente. ¿Está usted seguro que la historia de Clohessy podría tener algo que ver con nuestros aterrizajes? «Podría. Lo tendría. Quién sabe.»

Lavallier suspiró. Sabía que el USDAO, Stankowski y Knott habían pasado tres horas el día anterior en la reunión final del G-8. El SE, el Ministerio de Asuntos Exteriores, los bomberos, el Departamento de Control del Espacio Aéreo, los militares, todos habían asistido para volver a hablar de las mismas cosas de las que habían hablado miles de veces. El mayor Nader, por su parte, había llevado consigo a dos representantes del
Air Force One.
La Dirección de Tráfico había ofrecido garantías absolutas de que todo transcurriría como lo habían planeado.

—No —respondió Lavallier—. No estoy seguro.

—Eric. —Cada vez que había algún tema realmente serio que tratar, Stankowski lo llamaba por su nombre de pila—. Haga lo que tenga que hacer. Sabe bien que nadie ejercerá ninguna influencia sobre usted. Pero piense que haríamos el ridículo más absoluto. El USDAO no tiene ningún problema con que les planteemos alguna sospecha seria. La seguridad de su presidente les importa más que cualquier otra cosa. Pero sí que tendrían un problema si les hemos estado diciendo durante semanas que todo está en orden, y luego, en el último minuto, se revela que no hemos sido capaces ni siquiera de verificar de un modo razonable a nuestra propia gente. ¡El asunto de O'Dea es vergonzoso! ¡Es penoso! ¡Nos quedaríamos con el culo al aire!

—Sí, lo sé. Pero eso no sucederá.

—¿Me lo promete?

—Yo no puedo prometerle nada. —Lavallier torció los ojos—. Dios mío, ¿cree usted que todo esto me divierte?

Stankowski guardó silencio durante un momento.

—Claro que no —dijo—. Lo siento. No me gustaría nada estar en su pellejo.

—Ni a mí mismo me gustaría estarlo.

—Sé que hará las cosas bien.

Lavallier colgó y se quedó durante un rato allí, inmóvil.

«Hará las cosas bien.» Apenas había nadie esa mañana que no le hubiese asegurado que haría las cosas bien.

Era como para volverse loco. Nada sería más liberador que la confirmación de que Bar tenía razón con su versión del asunto. Pero, aun así, el caso de O'Dea amenazaba con paralizar todo el transcurso del día, precisamente hoy, cuando había que ultimar miles de preparativos. Ni siquiera había podido ocuparse del aterrizaje del avión de los rusos, el
Iljuschin.
Pollo menos recibiría personalmente a los canadienses esa tarde.

¿Acaso no había oído cómo Mahder invitaba a comer a Wagner y a O'Connor?

Eso estaba bien. Era la mejor idea en mucho tiempo. Así los tendría cerca y, al mismo tiempo, se los sacaría de encima.

ZONA DEL AEROPUERTO

La cantina estaba en la vieja terminal. La oficina de Martin Mahder estaba en el edificio de la administración, situado —como la propia comisaría de policía y el hotel Holiday Inn— a medio kilómetro del aeropuerto. Mahder vivía no muy lejos de la zona del aeropuerto, en Porz. Normalmente, iba a comer a casa. Por deferencia con Wagner y O'Connor, hizo una excepción y se declaró dispuesto a llevarlos hasta el aparcamiento central que rodeaba la herradura de la vieja terminal.

Cuando ya habían dejado atrás la comisaría de policía y cruzado por debajo de una calle elevada, la mirada de Wagner se posó en una pequeña dehesa.

—¡Caballos! —gritó la mujer, asombrada.

Mahder se rió.

—Sí, ¿es romántico, no le parece? Pertenecen a la policía. A algunos estadistas y personalidades se los recibe con la caballería.

Wagner volvió la cabeza hacia atrás. La dehesa se fue haciendo rápidamente más pequeña. La vista de aquellos tres caballos en un trozo de pradera, situado en medio de distintas vías de varios carriles, tenía un aspecto casi surrealista. Continuaron avanzando en dirección a la terminal. A mano izquierda, a su lado y por encima de ellos, se ramificaban las vías de acceso; a la derecha, por su parte, se extendía una superficie inmensa de grava y escombros de las que salían los esqueletos de nuevas vías elevadas. A Wagner le parecía como si un poseído, en un ataque de locura constructiva, hubiese iniciado esa maraña de carreteras y vías elevadas y a ras de suelo para luego perder todo el interés. Cierto aspecto apocalíptico era inherente a aquel escenario, como si ninguna de esas obras estuviera en pleno proceso de creación, sino que fueran los testimonios de un pasado civilizado antes de que una gran tormenta lo barriera todo: aviones, tecnología, progreso y seres humanos, a fin de dejar sitio de nuevo a los árboles, los caballos y los abismos del instinto.

Mahder señaló hacia la cinta de la vieja calle de acceso, que subía en espiral hacia el nivel de salidas, apoyada en imponentes columnas.

—Todo eso lo van a demoler —dijo—. El problema con las antiguas vías de acceso sería que se meterían en medio del nuevo aeropuerto y lo partirían por la mitad. La nueva distribución de las calles es exterior.

—¿Dónde está la famosa Terminal 2? —preguntó Wagner.

Mahder volvió a reír. Su bigote rubio se dobló hacia arriba y dejó a la vista una hilera de dientes artificiales mal hechos.

—Bien escondida.

—La estuve buscando ayer —dijo ella, y señaló hacia la ancha fachada cubierta con tela metálica y al acceso en espiral más allá de la vía de acceso—. Eso, posiblemente, sea el aparcamiento.

—Sí, el más grande de Europa. ¿Es genial, no le parece? Es nuestro nuevo P-2. Está muy bien. La nueva terminal empieza justo detrás. Se debe a la nueva distribución de las vías el que no puedan verla ustedes bien. —Mahder condujo el coche por debajo de la vía de acceso, que en ese momento describía una curva y luego doblaba hacia arriba, en dirección al nivel de salidas. Les señaló un lugar situado detrás del aparcamiento—. Presten atención ahora… entre la subida hacia el aparcamiento y la antigua terminal… ¿Ven esa construcción de cristal?

Wagner siguió la mano extendida. Más allá del P2, algo sobresalía hacia lo alto; algo que, a primera vista, parecía un invernadero gigantesco. La estructura era ligera y afiligranada, a pesar de sus dimensiones colosales. Wagner sólo veía una parte. Resultaba difícil decir qué tamaño tendría en total, pero parecía ser lo bastante grande.

—Cuando lo hayamos terminado, tendremos el aeropuerto más moderno de Europa —dijo Mahder—. Ninguna otra terminal del mundo tiene pasarelas de cristal para los pasajeros. Está llena de elementos refinados.

—Usted parece estar orgulloso de ello —comentó O'Connor.

—Sí, por supuesto —dijo Mahder, enarcando las cejas—. ¿Por qué no iba a estarlo?

—¿Y podrán compaginar todo eso, la remodelación completa y el aterrizaje de algunas decenas de jefes de Estado?

—Pues mire, ¿sabe una cosa? El aeropuerto ha cobrado importancia tanto por una cosa como por la otra. Por lo demás, los aterrizajes afectan muy pocas veces a la remodelación. Más atrás, junto a las pistas de aterrizaje y los hangares, paramos el trabajo por espacio de una hora cuando llega alguien importante. Todo se paraliza, la personalidad hace sus saludos, sube a su limusina y nosotros comenzamos a currar de nuevo como si nada hubiese ocurrido.

—No suena como algo particularmente impresionante.

—Ni siquiera nos enteramos —dijo Mahder—. Sólo que en algunos días todo parece como en las películas de James Bond. Hay agentes por cualquier parte, francotiradores, policía. —Mahder se encogió de hombros—. Lavallier arma un torbellino en toda regla. No sé, quizá esté obligado a hacerlo, pero de todos modos… Lo han registrado todo y a todos, han puesto todo patas arriba; para mí es un enigma lo que va a suceder. Bueno, qué va a pasar. No soy un experto en estas cosas.

—¿Trabajó Paddy también en la construcción de la nueva terminal?

—¿Paddy? —repitió Mahder, como en un eco.

—Clohessy. Perdone, había olvidado su mala memoria pai~a los nombres. Es desde hace poco el nombre de O'Dea.

—Sí que trabajó. Yo lo tenía reservado para otras labores, pero ya sabe usted cómo funcionan estas cosas. Nosotros trabajamos con ejércitos enteros de empresas de servicios. Es un fiasco.

Mahder hizo bajar la ventanilla y sostuvo su identificación frente a un lector electrónico. Una barrera se abrió.

—No sé si habrá construido usted una casa alguna vez —dijo mientras se dirigían a un amplio aparcamiento—. Mi pequeña y modesta casa está muy cerca de aquí. Tiene planta baja, un primer piso, una buhardilla y un garaje. Es muy bonita. De todos modos, no volvería a construirla. ¡Fue un infierno! Aun cuando esté usted en varios lugares al mismo tiempo, siempre habrá por lo menos tres personas que harán algo mal, si es que aparecen, y no están tomándose un descanso para tomar café o en alguna otra parte. Te despachan cosas que jamás has pedido y te toman el pelo con las facturas. Ahora eleve todo eso a la máxima potencia y aplíquelo a una obra como la Terminal 2, así sabrá por qué nuestros hombres siempre tenían que intervenir constantemente. Bueno, hemos llegado.

Mahder aparcó muy cerca de la vieja terminal. Bajaron del coche y lo siguieron dentro del edificio. Había sido allí, más o menos, donde habían esperado a Paddy el día anterior.

—Espero que les guste —dijo Mahder, mientras subían hasta la cantina, situada en la quinta planta—. Aquí a veces cocinan bien; otras, más o menos, pero en el Holiday Inn todo lo que hacen es una porquería. O'Connor sonrió.

—¿Qué solían decir los reyes cuando gorreaban la comida de sus subditos? «No dejes que te guste demasiado. Cuando nos gusta, intentan envenenarnos.»

Encontraron una mesa cerca del mostrador. Había albóndigas y ensalada de zanahorias. Estaba claro que lo que comieron no era una muestra de gran arte culinario, pero estaba muy bien para ser el comedor de una gran empresa.

BOOK: En Silencio
11.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ritual by Graham Masterton
Wasted by Nicola Morgan
Necromancer by Jonathan Green - (ebook by Undead)
In Arrears by Morgan Hawke
If All Else Fails by Craig Strete
Helsinki Sunrise by Marion Ueckermann
The Family Jewels by John Prados