Wagner reprimió un bostezo y tuvo la esperanza de que Liam por fin se comportara como es debido. Apenas podía pasarse por alto que estaba intentando eclipsar al policía. Ella ya tenía claro que eso no tenía nada que ver con el propio Lavallier. Formaba parte de su naturaleza el provocar problemas. No podía ni quería evitarlo.
«Pero ¿por qué? —se preguntaba Kika—. ¿Por qué no puede ser atractivo, carismático, inteligente y amable?»
—¿Hasta dónde pretende llegar usted realmente, doctor O'Connor? —preguntó Lavallier con amabilidad.
—Paddy es técnico del aeropuerto, monsieur… Le pido disculpas, señor comisario principal.
Monsieur le Commissaire!
Por lo menos lo ha sido hasta hoy. Estaba pensando que habría que averiguar en qué tareas ha estado ocupado ese técnico. Lavallier miró su escritorio y ordenó un fajo de folios.
—Me alegra que quiera usted hacer mi trabajo —dijo—. ¿Le gustaría ocuparse también de las otras cosas que tengo que hacer hoy? A las once aterriza un avión ruso cargado de material, hacia las cuatro y media llega una delegación de canadienses. Entretanto tenemos que preparar el aterrizaje del avión con la prensa estadounidense y del
Air Force One.
Ah, y todavía hay que recibir a algunos japoneses. Sushi para los nervios. Los nipones son adorables, pero dan mucho que hacer. ¿Qué opina? ¿Le quedan ganas de asumir mi trabajo?
O'Connor refunfuñó algo para sus adentros. Lavallier levantó la vista.
—Escúcheme, O'Connor, si realmente desea ayudar, piense un poco sobre ese SMS.
—Es lo que he estado haciendo todo el tiempo.
—¿Y bien? ¿Sigue convencido de que le dice algo?
O'Connor extendió las manos.
—Es algo tan obvio que, por lo visto, se me escapa. ¿Conoce usted el relato de Poe en el que alguien busca una carta? La carta está todo el tiempo en un soporte de tarjetas postales delante de las narices del personaje, pero él prefiere buscarla debajo del sofá y vaciar el armario.
—Entiendo.
—En la comisura de los labios de Lavallier se dibujó una sonrisa irónica. Luego volvió a ponerse serio. Su mirada se posó entonces en Wagner.
—De modo que cuando usted habló anoche con Kuhn él se mostró raro.
La mujer asintió.
—¿Qué fue exactamente lo raro? ¿Sus maneras?
—No era el Kuhn que yo conozco. Parecía agobiado.
—Agobiado —repitió Lavallier pausadamente—. ¿Sólo se mostró raro o también dijo alguna cosa rara?
En la mente de Wagner, dos letárgicos funcionarios se levantaron rápidamente de sus sillas y se dirigieron a un gran portón. Con mucho esfuerzo, se apostaron allí, donde los esperaba la pregunta de Lavallier, que intentaba llegar al cerebro.
Kika reflexionó. «¿Había dicho Kuhn alguna cosa rara?»
Tenía una vaga idea de que sí.
¿Qué otra cosa le había asombrado la noche anterior? ¿Lo del viaje repentino ordenado por la editorial? Eso también. Pero había algo más.
—No lo recuerdo muy bien —dijo Kika.
Lavallier hizo un gesto afirmativo.
—Les haré una propuesta a los dos —dijo el policía—. En pocos minutos tendrá lugar al otro lado una reunión extraordinaria. Les dejaré solos durante todo el tiempo que dure. Pueden desayunar en el Holiday Inn, que está sólo a unos pasos de aquí, detrás del edificio de la administración. Si me lo preguntan, les diría que un par de huevos con bacon les sentarían muy bien. Y un café fuerte. Antes, una señora muy amable les tomará sus datos personales en el despacho de al lado. Me dejarán el número de teléfono de la editorial, y así averiguaremos si realmente hablaron con Kuhn ayer. O bien me reuniré con ustedes más tarde en el hotel o nos veremos de nuevo aquí, ¿de acuerdo? Tómense su tiempo. Mediten mientras desayunan. Cualquier detalle puede ser importante, aun cuando a ustedes les parezca del todo insignificante —dijo y sonrió—. Ya conocen seguramente esa frase de la televisión.
—Preferiría una cama —dijo Wagner, con un gemido.
Entonces Kika recordó que a las cuatro y media la esperaban en la redacción del canal WDR. Y luego en RTL.
Lo que faltaba.
Por otra parte, todavía faltaba muchísimo para las cuatro y media, de modo que los dos canales de televisión se hundieron de nuevo en el olvido.
—Y un detalle más —dijo Lavallier mientras salía—. No intenten localizar más a Kuhn a través de su móvil. A partir de ahora lo haremos nosotros. ¿Todo claro?
Wagner hundió la cabeza a modo de afirmación. O'Connor le acarició la nuca. Sin embargo —cosa excepcional—, no dijo nada.
Por regla general, los secuestradores les cortaban a sus víctimas una oreja o el dedo meñique y se los enviaban a sus familiares por correo certificado. La mutilación de partes del cuerpo parecía ser el recurso más eficaz para convencer a las personas de la necesidad de soltar una suma grande de dinero. De ese modo, algunas personas secuestradas, como Paul Getty hijo, por ejemplo, conseguían ser liberados, aunque salieran incompletos.
Cuando Kuhn vio a la mujer acercarse a él, con una silla firmemente agarrada en su mano izquierda, temió, más que a la muerte, a la posibilidad de que le cortara algo con un movimiento rápido de su diestra, que lo pinchara o lo mutilara. Se pegó contra la pared delante de la cual llevaba horas sentado y trató de ganar distancia. La ridiculez de su propósito sólo le trajo un repentino dolor en la muñeca, cuando la cadena de las esposas se tensó, provocando que la anilla de acero se clavara en su carne. Kuhn emitió un gemido y sacudió la cabeza.
Ella se mantuvo de pie delante de él y lo miró de arriba abajo.
—No pareces ser un tipo particularmente valiente —le dijo.
Kuhn se estremeció. Aquél era otro indicio de que se aproximaba su fin. Durante la noche, lo había tratado todavía de «usted», con cierta cortesía. Es cierto que ella y el eslavo lo habían atosigado con sus preguntas, pero ni lo habían maltratado ni le habían gritado en ningún momento. Después de la llamada de Kika, le habían quitado de nuevo el móvil y lo habían apagado.
Eso había sido todo.
Por último, el eslavo abandonó la nave, a raíz de lo cual la mujer también desapareció en la habitación contigua. Kuhn suponía que allí trabajaba o descansaba. En el transcurso de las horas siguientes no volvió a oírla ni a verla. También era posible, por supuesto, que lo estuviera observando. Bajo el brillo mortecino de las luces de neón, la mirada de Kuhn había recorrido ya toda la nave, y había podido distinguir, muy pegado al techo, algo del tamaño de una cámara. Al observar aquel objeto más detenidamente, le pareció que se trataba más bien de un telescopio o un teleobjetivo pequeño, con una lámina de cristal transparente fijada directamente delante de la lente. No tenía ni la más remota idea de para qué podía servir aquel artefacto, y tampoco quería saberlo. Profundamente deprimido, se había deslizado hasta sentarse y había intentado anestesiar su miedo con unas pocas horas de sueño.
Pero tan sólo le sirvió para una modorra nerviosa, atravesada por pesadillas. Más tarde sintió un vago dolor de cabeza y un ligero mareo. Sabía que el mareo era un resultado del miedo. Como siempre, sabía un montón de cosas, pero no sabía cómo dar marcha atrás al tiempo hasta la hora en la que todavía permanecía sentado en el bar del Maritim, debatiéndose entre la idea de visitar a Paddy Clohessy o irse a la cama.
La mujer colocó la silla al revés delante de Kuhn. Luego se sentó, cruzó los brazos sobre el respaldo de la silla y examinó al editor. Sólo entonces a este último le llamaron la atención sus oscuros ojos, de una belleza muy singular.
—Por lo que parece, tu situación no ha mejorado demasiado —le dijo en voz baja.
Kuhn se dio cuenta de que la mujer sostenía algo en la mano. Durante un momento se le formó un nudo en la garganta, pero luego vio que no se trataba de una pistola ni de un instrumento de tortura, sino de un teléfono móvil muy pequeño y extraplano.
Poco a poco, fue soltando el aire.
—Ya le he dicho todo. —Su voz sonó como si no hubiera dicho una palabra en varios meses. La mujer lo miró fijamente.
—Tus amigos han entrado hace unos minutos en la comisaría de policía del aeropuerto —le dijo.
«El mensaje —pensó entusiasmado Kuhn—. ¡Han recibido el mensaje!».
¿O sólo estarían allí por Paddy?
—Puede que pienses que para ti sería bueno que involucren en esto a la policía —continuó la mujer—. Pero no te hagas ilusiones. Es todo lo contrario; sin embargo, pensé que tú podrías revelarme qué están haciendo allí.
—¿Yo? —Su voz sonó demasiado estridente. ¡Maldito tonto! La hacía suponer que le había ocultado algo—. ¿Por qué yo?
—Anoche prefirieron meterse juntos entre unos matorrales.
«Esta mujer no puede enterarse de lo del SMS —pensó Kuhn—. ¡No le digas nada! Te matará al instante.»
—Dime, ¿qué sucede? —indagó la mujer—. ¿No tienes idea?
—Querían ver a Clohessy a toda costa —se apresuró a decir Kuhn. «Sí, ésa era una buena respuesta, además, era cierta»—. Si no lo hacían anoche, pensaban hacerlo esta mañana. Pensaron que si no lo encontraban en casa, podrían verlo en el aeropuerto.
—Eso está bien, pero ¿por qué lo buscan en la policía?
—Quizá porque… —Kuhn se cortó. Luego dijo—: O'Connor era de la opinión que Paddy podía estar involucrado en algo grande. Ya desde anoche quería ir a la policía. Por otra parte, quería darle una oportunidad a Paddy, porque son viejos amigos.
La mujer apoyó el mentón en las manos.
—¿O'Connor cree también que la presencia de Paddy en el aeropuerto pueda tener algo que ver con la cumbre?
Kuhn asintió. Eso mismo le había preguntado ella por lo menos en tres ocasiones. Ella y el eslavo, siempre de forma alternada.
Kuhn sintió cómo el mareo se volvía una especie de papilla en su garganta.
—Por favor…
—¿Sí?
—Déjeme vivir. Haré todo por ayudarles, pero no me maten. —Una vez más sentía que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Con un arduo esfuerzo, consiguió contenerlas, pero no logró controlar el temblor de su voz—. Yo… yo no quiero morir. Yo a usted no le he hecho nada.
La mujer había cerrado los ojos, mirando en su interior. Entonces se levantó y negó con la cabeza lentamente.
—Quien se mueve por debajo de la superficie, lo hace por su cuenta y riesgo. En el amor es así, y en este caso no va a ser distinto. Si hay algo que yo deba saber…
Sin mirarlo otra vez, se marchó atravesando la nave.
La Administración del aeropuerto albergaba, además del Departamento de Recursos Humanos, la dirección de Tecnología y la Gerencia. Mientras se dirigía al salón de conferencias, Lavallier se cruzó con Heinz Gombel, el director comercial del aeropuerto de Colonia-Bonn. También la rutina diaria de Gombel estaba marcada por las ampliaciones que en ese momento convertían el aeropuerto en un auténtico caos. El imponente proyecto daba empleo a ejércitos de empleados, técnicos, proveedores y especialistas autónomos, así como a la logística de marketing, que también tenía su sede en el edificio de la administración. Desde los comienzos de las labores de construcción, la atmósfera oscilaba entre la euforia y el tímido optimismo. A todo esto se añadían ahora las tensiones relacionadas con la cumbre, por lo que Lavallier, por un breve instante, deseó que se lo tragara la tierra cuando vio al director. Todavía no quería informarle acerca de la nueva situación. Al menos hasta que pudiera mostrarle algunos resultados concretos.
—Vaya, señor Lavallier. —Gombel se acercó al policía y le estrechó la mano—. ¿En qué andan los terroristas? ¿Ya se han presentado los primeros?
Era un hombre amable y jovial de correcta apariencia. Con su corona de pelo y sus gafas de armadura de oro, tenía la pinta de ser un ejecutivo de un banco. Lavallier sonrió y confió en que no se le notara en la nariz lo alarmado que estaba.
—Entran y salen constantemente —dijo el policía, respondiendo a la broma del director.
—Eso está bien. ¿Adónde va?
—A la tercera planta. He convocado una reunión con el Departamento Técnico y el de Seguridad —dijo Lavallier.
Gombel, que ya se disponía a continuar, se detuvo.
—¿No será nada serio, no? En este momento, no necesitamos nada serio.
—Por ahora sólo necesito algunas informaciones.
—Hum. Bueno, está bien. Hágame saber si surge algún problema.
—Como siempre.
Gombel sonrió fugazmente y pasó al siguiente bloque de edificios, atravesando el patio. Lavallier lo siguió con la mirada; al mismo tiempo, abrigaba la esperanza de que los problemas se resolvieran cuanto antes. Sin embargo, no lo parecía.
Fue hasta la tercera planta, entró a la sala de reuniones e hizo un gesto de asentimiento a todos los presentes. Para la reunión había prescindido de todas las formalidades. No había agenda y, por lo que parecía, tampoco café. Pit Brauer, el director del Departamento de Seguridad, cuya sigla era SE, ya había llegado. Era un hombre notoriamente preocupado, con una barba tupida y una calvicie incipiente. No parecía precisamente feliz, pero eso se correspondía más bien con su estado de ánimo habitual y no con aquella situación especial.
Para Lavallier, Brauer era una de las personas más importantes en toda el área del aeropuerto. La seguridad de una terminal aérea se subordinaba a la empresa de la misma, y formaba, en conjunto con la policía, un segundo flanco en cuestiones de seguridad. Según el párrafo diecinueve de la Ley Administrativa de los estados alemanes, las empresas aeroportuarias estaban obligadas a tomar medidas de seguridad para disminuir los peligros de un ataque. Desde hacía varios años, la SE tenía su central de mando y sus otras dependencias en la sección A de la antigua terminal, y allí tenía una tecnología muy sofisticada que incluía tarjetas de seguridad, cámaras y vigilancia por radio. Las patrullas de a pie y los vehículos de vigilancia que patrullaban día y noche los amplios terrenos del aeropuerto se aseguraban de que nadie merodeara por las explanadas y de que todos los empleados de la terminal estuvieran en el lugar que les correspondía.
En el salón también estaba Heribert Fuchs, el director técnico del aeropuerto. Era el extremo opuesto de Brauer, un tipo práctico que siempre estaba de buen humor, de figura esbelta y ágil. Sus huestes se distribuían en los sótanos de la terminal y abarcaban algunos centenares de hombres, así como algunos técnicos autónomos que eran contratados por días para ciertas labores especiales.