—Dayton.
—Exacto. Entonces quedó claro hasta para el más tonto que volvería a haber guerra en Kosovo, sólo porque los serbios habían perdido allí una batalla hacía más de seiscientos años. Pero ¿qué digo? ¡Eso ya estaba claro desde el año 1989, cuando Milosevic suprimió la autonomía de Kosovo! Miríadas de expertos, periodistas y activistas de Derechos Humanos habían predicho lo que ahora ha sucedido. También los servicios secretos occidentales lo sabían. Paseaban por todas partes sus conocimientos teóricos, pero al mismo tiempo cayeron en la trampa de su propia mentalidad. ¿Quiere saber lo que pasó en Dayton? Allí compareció un hombre de mundo, cordial y dispuesto a hacer concesiones. Un estadista racional que nada tenía en común con los auspiciadores de las milicias, como Karadzic o Mladic: Slobodan Milosevic. De inmediato encajó en el modelo de político de nuestras democracias occidentales. ¡Se había descubierto al hombre razonable entre el montón de fundamentalistas! ¡Estaban orgullosos de ello! Con ese hombre se podía hablar, era un hombre civilizado. ¿Sabe una cosa? Especialmente nosotros, los americanos, consideramos fundamentalista a todo aquel que vive de los Balcanes en adelante, fanáticos rabiosos con barbas negras, ojos incandescentes, con un Kaláshnikov en alto y un rudimento de sano juicio obnubilado por la religión o el nacionalismo. Pero este hombre era diferente. Por eso lo cortejamos. Porque se había disfrazado de estadista occidental. Milosevic era su propio Caballo de Troya, y nosotros lo paseamos por todos los escenarios diplomáticos, en lugar de propinarle a tiempo un par de tortas, impidiéndole llegar tan lejos. Estúpido Occidente. Estúpida psicología.
O'Connor sonrió. La caracterización realizada por Silberman era de su gusto. El corresponsal tenía razón. Pero al mismo tiempo no la tenía.
—¿No cree usted que ya no se trata tanto de que Clinton quisiera o no la guerra? —dijo—. Amia veces me parece como si Occidente hubiera pasado décadas construyendo una imagen pública de sí mismo, y ahí aparece el presidente de Estados Unidos. Quiero decir: matar al POTUS es un buen acto para quien quiere propinarle un golpe a Occidente, ¿no cree?
Silberman movió su bourbon.
—Por desgracia, en eso tiene usted razón. Pero de ello tiene la culpa el propio Occidente. Quien hoy se queja porque Estados Unidos impulsara la intervención de la OTAN, debería recordar el modo lamentable en el que la Unión Europea fracasó en Bosnia. —Silberman hizo una pausa—. Tiene usted razón, y tal vez yo, sencillamente, no quiera darme cuenta. Pero si esta vez no hemos perdido el oremus y el aeropuerto de Colonia-Bonn realmente corre peligro de ser el escenario de un atentado terrorista, ese golpe va dirigido, con cierta seguridad, a Clinton. —El periodista miró el reloj e hizo una mueca—. Y eso sucederá dentro de casi dos horas y media exactamente.
—Ni siquiera faltan dos horas y media —le dijo Gruschkov a Jana—. Un poco menos.
Acababa de llegar a la empresa de transportes, estaba fresco y relajado. Vio al editor encadenado. Torció el rostro y se llevó aparte a Jana.
—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó.
—No tenemos que matarlo —respondió Jana—. No tenemos por qué matar a todos a la primera de cambio.
—Con el mendigo de hace cuatro meses no tuvo tantos miramientos. ¿De dónde salen esos escrúpulos repentinos?
—Lo del mendigo tuvo que ser así. Necesitábamos una prueba.
Jana miró al editor. Tenía un aspecto cansado y deprimido. Desde lejos parecía como si dormitara, pero ella sabía que no se perdía detalle de lo que ocurría alrededor.
—No es ningún estúpido —dijo ella—. Pensé que era un cobarde, pero en realidad sólo tiene miedo de su propio coraje. Además, debemos ser listos. No sé si todavía podemos necesitarlo.
Gruschkov torció la comisura de los labios.
—Usted sabe muy bien que no lo necesitaremos. Usted no quiere matarlo, eso es todo. Muy bien. Usted es la jefa. Pongámonos a trabajar.
El ruso dirigió un mando a distancia hacia un lateral de la nave que daba al patio. Un ruido metálico sonó cuando las dos mitades del enorme portón se pusieron en movimiento y se fueron separando. La luz del día entró e inundó aquella atmósfera fría y triste creada por las luces de neón. Un viento ligero penetró en el interior. En el cielo azul, de tarjeta postal, brillaba el cálido sol de junio. Con esa vista al exterior, ahora se veía también que los rieles sobre los que reposaba el YAG se adentraban hasta lo más profundo del patio y terminaban poco antes del muro.
Gruschkov, muy satisfecho, hizo un gesto de asentimiento.
—No podía ser mejor. —Salió a la luz del sol y miró al cielo entornando los ojos. Entonces se dio la vuelta hacia donde estaba Jana.
—Todo en orden —gritó—. Mueva el chisme hasta aquí. Jana se acercó a la consola de mando. La superficie se la repartían un grueso botón verde y otro rojo del mismo grosor. Ella apretó el botón verde y dirigió la vista hacia el YAG.
Un generador arrancó emitiendo un zumbido. A continuación, con un tirón apenas perceptible, se puso en movimiento aquella estructura de doce metros de largo y casi tantos metros de profundidad, fabricada a partir de plataformas de camiones soldadas entre sí, con una inmensa caja encima y dos generadores de alta tensión. Las ruedas, colocadas en posición transversal, despedían un brillo negro a causa del aceite. Rodaron por los rieles casi en silencio. Sin estremecimientos de ninguna índole, la monstruosa estructura se deslizó desde el interior de la nave hacia el aire libre y fue acercándose al muro. Los reflejos de la luz del sol pasaron a toda velocidad por la estructura del YAG y cegaron a Jana.
Gruschkov, que corría delante del vehículo, levantó la mano.
—Un poco más… Ahora. ¡Pare!
Jana apretó el botón rojo. El zumbido del generador se acalló. La estructura aminoró su velocidad y pasó más allá de un mecanismo situado en los rieles. Unos ganchos saltaron y aprisionaron las ruedas, arrastraron la estructura unos pocos centímetros más y la hicieron detenerse en un punto calculado con precisión. Unas anillas de hierro hicieron presión sobre las ruedas por ambos lados y las bloquearon.
El YAG había llegado a su posición. Para poder moverlo ahora de su sitio, aunque fuera unos milímetros, sería necesario un terremoto de mediana intensidad.
Gruschkov fue corriendo hasta otra estructura de madera de unos tres metros de altura y aproximadamente dos metros cuadrados de superficie. Tras una observación fugaz, cualquiera hubiera tomado aquello por la caseta de un retrete. El ruso se puso a trastear las esquinas y soltó varios cierres. Una tras otra, fue cogiendo las paredes de madera y dejándolas caer al suelo con cuidado. Al final quedaron cuatro vigas y en el centro un trípode plateado como el que había en la nave. En la punta, a cuatro metros de distancia, centelleaba con colores azulados una superficie redonda y espejeante de unos treinta y tres centímetros de diámetro. Estaba apoyada sobre una carcasa de metal de unos dos palmos de ancho, girada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, de modo que reflejaba el cielo o la abertura de la caja, según fuera el lado del que se mirara.
Jana salió de la nave con paso lento, caminó hacia Gruschkov y se situó entre el trípode y la plataforma del YAG.
—¿Cuándo encendemos los generadores? —preguntó la mujer.
—Dentro de cinco minutos —dijo Gruschkov serenamente—. Eso basta. Tendremos suficiente potencia.
Jana se acercó bastante al agujero situado en la estructura del YAG. Estaba casi a la altura de su cabeza. Con una curiosa sensación, miró hacia dentro y percibió en la oscuridad el ojo centelleante del telescopio de espejos. Su diámetro era sólo un poco más pequeño que el del espejo situado en el trípode. Jana recordó al mendigo.
—Voy a ajustar ahora mismo los pies de la estructura —dijo Gruschkov—. Posiblemente nos falten aún uno o dos milímetros de altura. Es cierto que se trata de una minucia de nada, pero no queremos hacer una chapuza a última hora. —El ruso la miró—. ¿Y bien? ¿Tiene miedo escénico?
—No sé qué es eso. ¿Cuándo comprobaremos la cámara?
—Ahora. Venga. Vamos a entrar de nuevo. Caminaron a lo largo de los rieles y regresaron a la nave. Ahora que el YAG ya no estaba dentro, ésta parecía desproporcionadamente grande. El editor encadenado al tubo parecía haberse encogido hasta adoptar el tamaño de un insecto. Había dirigido la mirada en dirección al exterior, pasando por alto a Gruschkov y a Jana. Esta última podía ver la fascinación en sus ojos, la cual se añadía al miedo y a la sensación de derrota.
En otras circunstancias, hubiese sentido lástima de él. Sonja se hubiese dejado llevar por la compasión.
Entraron en la sala de ordenadores. Cada vez que entraba, a Jana le parecía que había nuevas calculadoras y monitores sobre las mesas. En las estanterías se apilaban las carpetas y los cartapacios de folios impresos apilados con orden. Por todas partes se veían artefactos técnicos. Jana se acercó a una de las mesas de trabajo y cogió la Nikon con la que ya había apuntado al mendigo.
Gruschkov encendió una serie de aparatos. Jana apuntó la cámara hacia él y miró a través del visor.
—Perfecto —dijo.
No podía verse nada de Gruschkov en el visor. En realidad, la Nikon no le mostraba nada de la habitación en la que se encontraban. En lugar de ello, veía un fragmento de la nave, un pedazo de pared y una parte del techo. Sus dedos rodearon el anillo delantero del teleobjetivo y lo giraron lentamente.
En la nave, se movió el objetivo situado bajo el techo y transmitió unas informaciones digitales a la cámara. Jana siguió girando el anillo y vio aparecer al editor en el visor.
Hizo un zoom. El editor aumentó de tamaño, hasta que su sien ocupó todo el espacio del visor.
Jana dejó la cámara encima de una mesa. A modo de ensayo, apretó la pequeña palanca que abría el compartimiento para las baterías. En el modelo estándar, ésta se podía empujar hacia la derecha, y la tapa de las baterías se abría. Pero la versión transformada ofrecía otra variante. Jana movió la palanca ligeramente hacia la izquierda. Desde la parte inferior de la cámara se elevó una delgada placa del tamaño de medio sello de correos y cayó al suelo.
—Todo como debe ser —dijo Gruschkov.
Esa plaquita era un chip. Una vez instalado en el interior de la cámara, bloqueaba las funciones normales de la misma y la transformaba en una unidad de control remoto que tenía tanto que ver con una cámara como una arma de precisión con un tiovivo. Con ayuda del chip, la Nikon podía teledirigir un objetivo móvil instalado en otra parte como el que estaba en la nave. Y más aún. Todo lo que viera ese objetivo, estuviera donde estuviese, aparecía en el visor. Una vez que el mando a distancia enfocara al objetivo, Jana sólo tenía que apretar el obturador.
Luego, inmediatamente después del atentado, ella accionaría la pequeña palanca de las baterías hacia la izquierda, el chip caería al suelo y ella lo pisaría, con lo cual la Nikon volvería a ser una cámara común y corriente. Ningún examen daría otro resultado.
—Es una obra maestra —dijo Jana en tono de reconocimiento.
Gruschkov se encogió de hombros. Se acarició la calva e intentó causar una impresión lo más indiferente posible, pero era obvio que estaba a punto de reventar de orgullo.
—Haga usted una buena foto —dijo el ruso.
O'Connor apoyó la cabeza en la palma de la mano y fue borrando uno tras otro los nombres que Silberman le había escrito en una hoja de papel.
Sistemáticamente, repasaron una vez más todos los participantes en la reunión del G-8. Schróder ni siquiera pisaría el aeropuerto. Jacques Chirac corría peligro en un principio, pero estaba más bien en la lista de ejecuciones de los musulmanes radicales. Aun cuando los Abu Nidal de este mundo estuvieran a toda hora al acecho, un ataque terrorista a estas alturas no era muy probable. Los acontecimientos actuales giraban en torno a los Balcanes.
Ante ese trasfondo, Tony Blair era el segundo jefe de Estado que corría un peligro más extremo después de Clinton. Más que todos los demás, él había defendido la línea dura en este conflicto. Si por él hubiese sido, no hubiese existido ningún tira y afloja en torno a la guerra en tierra. Gran Bretaña odia a Serbia y recela de Rusia.
Matar a D'Alema podía interesarles en todo caso a los neo-marxistas. Sobre Obuchi y Chrétien no era posible hacer afirmación alguna, salvo, quizá, que no tenía sentido asesinar en Alemania a un estadista japonés o canadiense.
—Si se produjera un atentado de esa índole —le explicó Süberman, que, entretanto se había pasado al oporto que bebía O'Connor—, habría que valorarlo como algo estrictamente simbólico. Por lo demás, no existe ninguna otra razón plausible para afrontar las dificultades que entraña. Clinton, por ejemplo, está en principio muy bien protegido; no obstante, cuando hace
jogging
detrás de la Casa Blanca podrían eliminarlo con mucha mayor facilidad que aquí.
—De manera que se trata de una demostración de poder.
—Por supuesto. El terrorismo siempre busca demostrar su poder mediante actos de violencia, y lo demuestra gracias a los medios de comunicación. El poder surge de la publicidad y el reconocimiento. Si quiere usted averiguar lo que planea un comando terrorista y cómo piensa materializar sus planes, sólo tiene que pensar, sencillamente, en las franjas horarias de más audiencia en televisión. Los terroristas adoran la presencia de los medios. Harán lo que más efecto tenga, y los medios están demasiado dispuestos a hacerles caso. Se acuerda de la toma del cuartel general de la OPED en Viena y el secuestro del ministro del petróleo, fue en 1975, ¿lo recuerda? Los terroristas huyeron del edificio con sus rehenes de un modo muy teatral, pero sólo cuando vieron que se habían reunido allí suficientes equipos de televisión.
—Sería una versión libre de la consigna: «No dispares ahora, Abdul, no estamos todavía en el horario estelar.» ¿Es así?
—Exactamente. Eso hay que saberlo si se quiere entender por qué tales comandos escogen situaciones tan difíciles. Asesinar a Clinton esta noche es casi imposible. Pero conseguirlo significaría dejar en evidencia todo el aparato de seguridad occidental, y hacerlo delante de las cámaras. Quedaríamos como unos incompetentes.
Los dos hombres continuaron con su análisis. O'Connor llenaba de vez en cuando los vasos, hasta que Süberman le hizo un gesto de rechazo.