En Silencio (81 page)

Read En Silencio Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
3.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—La situación es que el presidente estadounidense y el canciller federal alemán han sido informados. La noticia se la dio el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán al director del Servicio Secreto y a los tres jefes de sección, es decir, a Nesbit, a Drake y a mí, así como al jefe de policía, el señor Granitzka. No se mencionaron los detalles.

El otro comisario de la policía alemana carraspeó la garganta.

—La policía federal se ha atrevido a hacer un análisis relámpago de la situación en colaboración con el Servicio Secreto —dijo—. Meras suposiciones, se entiende. Antes de que me adentre más en el asunto, debo decir que Lavallier ha hecho un trabajo impecable, de modo que, ¿podemos entendernos a partir de aquí?

—De eso no cabe la menor duda —dijo Bar.

Lex asintió.

—¿Ya habéis…? —comenzó diciendo Lavallier.

—Sí, claro. La investigación del espejo desmontado ha dado como resultado que estamos ante una excepcional acción de alta tecnología. Los motivos posibles de un Martin Mahder o de un Josef Pecek podemos dejarlas de lado; en nuestra opinión, fueron comprados, pero sí nos parece notable el hecho de que en todo esto estuviera involucrado un técnico de origen serbio. Si la historia de Pecek es cierta, él creció en Alemania, pero la mitad de su familia vive en Uzice.

—La historia de Clohessy, sin embargo, tampoco coincidía —dijo Brauer.

—Como hemos dicho ya, sólo estamos en los comienzos. Por lo visto, se trata de un intento de atentado con láser. Conocemos poco sobre los experimentos realizados con esto. Los proyectos militares se encuentran en Estados Unidos, donde se trabaja en armamento láser desde que apareció
La guerra de las galaxias,
y actualmente se trabaja en algo llamado… —El hombre se detuvo, cogió un fax impreso y leyó el término—…
US Air Force Airbome…


US Air Force Airbome Láser Theater Ballistic Missile Defense System
—completó Lex—. Defensa con láseres.

—Correcto, así se denomina. Está destinado a la defensa antimisiles. También está en Israel el proyecto Nautilus, concebido también para la defensa antimisiles, y que se ha visto relanzado en la actualidad con el nombre de Thel. Asimismo, en Alemania, desde hace algunos años, se están realizando trabajos de investigación y desarrollo de armas con láser de energía media. —Hizo una pausa—. Y el cuarto innovador en el ámbito de la investigación de usos militares del láser es Rusia.

Lavallier juntó las yemas de los dedos y miró al suelo. En ese lugar, sólo era una persona de confianza y un oyente. Su papel había terminado. No obstante, dijo:

—Si tenemos como posibles sospechosos a Rusia, Estados Unidos, Alemania o Israel y, por otra parte, tenemos a un sospechoso alemán, uno irlandés y uno serbio, ¿qué conclusiones saca la policía federal de todo eso? ¿O el Servicio Secreto? —añadió dirigiendo una mirada a Lex.

—Lo mismo que infiere usted —dijo el hombre del Servicio Secreto—. Estamos actuando como los alumnos de una escuela al calcular números fraccionarios. Vamos decantando. Hubo una guerra contra Serbia que no les gustó a los rusos. Estados Unidos es visto en todo esto como un enemigo de los intereses rusos y serbios. Israel y Estados Unidos son aliados, y considerar a Alemania sería ridículo. Y nosotros aquí —dijo, poniendo cierto énfasis—, estamos ante un caso de terrorismo internacional.

—¿Cómo ha llegado a esa conclusión? —preguntó Brauer.

—El terrorismo de alta tecnología es siempre el resultado de enormes recursos financieros y científicos —explicó Lex—. El numerito del láser huele a Rusia.

—¿Terrorismo de Estado? —dijo Brauer, jadeando—. ¿Está usted loco? ¿Por qué querrían matar los rusos a Bill Clinton?

—¡No han sido los rusos! Los rusos sólo suministraron el aparato, pero los serbios son los que lo han utilizado.

Durante un rato reinó el silencio en la carpa.

—Se trata entonces de un atentado serbio —dijo Lavallier finalmente.

Lex sonrió e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No se trata de un atentado.

—¿Cómo?

—No ha habido ningún atentado. Ya dije antes que el canciller federal y el presidente han sido puestos al corriente, aunque no en detalle. Los dos han estado de acuerdo…

—¡Un momento! —dijo Lavallier, alzando las manos—. Sólo para que lo entienda bien: usted pretende afirmar ahora que los serbios…

—Lavallier, da exactamente igual si fueron los serbios —dijo de un modo categórico el hombre del Servicio Secreto—. Y también da igual que hayan disparado con un láser o con una pistola de agua. El hecho es que la OTAN ha ganado una guerra y ha podido demostrar su fuerza. El hecho es también que ningún mamón de los Balcanes puede poner en peligro al presidente de Estados Unidos. Y el hecho es que Alemania tiene poco interés en dejarse reprochar sus deficiencias en la seguridad personal de sus huéspedes de alto nivel.

—¡Hemos hecho que fracasara el maldito atentado!

—Aquí, además, se está construyendo un aeropuerto que podría ocupar en Europa una posición puntera. La solicitud ha partido del ayuntamiento de la ciudad, y los jefes de gobierno han estado de acuerdo.

—Esos dos no han tenido tiempo para mostrarse de acuerdo en nada.

—Esas cosas suceden de forma rápida. Lavallier miró fijamente a Lex.

—Yo sólo soy el portador de la noticia —dijo Lex.

—Es una estupidez —dijo Lavallier, resollando—. Si ellos consideran oportuno que mantengamos el asunto en secreto, a mí me da igual. Es algo prácticamente irrealizable. ¿Qué se les va a decir a los francotiradores? Una gran cantidad de personas se han visto involucradas en esto: nuestros hombres, O'Connor, su agente de prensa, Silberman, toda la administración del aeropuerto, y todavía tenemos retenida a la prensa ahí fuera. Clinton sale de su avión y vuelve a meterse dentro de inmediato, y usted me viene ahora con que lo disimulemos.

—No pasó absolutamente nada —dijo el hombre del Servicio Secreto—. La vorágine de seguridad hizo que Clinton entrara de nuevo cuando todavía ni siquiera había salido del todo. Pareció como si el presidente entrara espontáneamente, quizá, porque había olvidado algo o quería decirle algo a alguien.

—¿Entonces estamos jugando a James Bond o qué?

—Por favor, Eric. —Bar levantó las manos con cara de insatisfacción. Por lo visto, todo eso le parecía lamentable—. Nadie aquí está poniendo en duda tu trabajo.

—Aunque se haya equivocado —añadió el hombre del Servicio Secreto.

—¿Equivocado?

—Usted sólo le siguió la pista a un indicio —dijo Lex—. O'Connor también se equivocó. Hemos tenido un problema con el IRA en el aeropuerto que nos ha puesto un poco nerviosos por un tiempo. Actuando del modo correcto, hemos ordenado al presidente que entrase de nuevo y hemos derribado algunas cámaras de vigilancia inofensivas. Ése es el primer boceto, quizá de aquí a mañana se nos ocurra algo mejor. En caso de que alguien pregunte, lo desmentiremos todo. En algún momento, hasta el propio O'Connor llegará a la conclusión de que vio fantasmas.

Lavallier se había quedado sin habla. Miró hacia donde estaba Brauer, pero el jefe del SE sólo supo encogerse de hombros.

—¿Que yo me he equivocado?

Lex se inclinó hacia adelante.

—Lavallier, se lo debemos todo a usted. Nadie olvidará lo que ha hecho. Pero, por otra parte, nadie quiere que el asunto salga a la luz. ¡Entienda eso! No habría nada peor que darle a un enemigo desmoralizado algo a lo que pueda agarrarse y levantarse de nuevo. Si Occidente se muestra vulnerable, eso sería una mala señal. Para Irán, para Irak, para los halcones rusos, para Libia, para Corea del Norte y para cualquier otro país. Hemos ganado una guerra, tenemos la justicia de nuestra parte.

Lavallier asintió pausadamente.

—La justicia —dijo—. Sí, por supuesto.

Lex sonrió.

—Sabía que lo entendería.

JANA

—¿Es usted fotógrafa? —le preguntó el taxista turco.

Ella asintió.

—Lo noté por cámara —dijo el hombre—. ¿Hacer fotos para periódico?

—Mm.

—Presidente americano está aquí.

—Lo sé.

El taxista enfiló el coche hasta la plaza de aparcamiento de taxis situada frente al Crowne Plaza y apagó el taxímetro.

—Todo lleno de policía —dijo de malhumor—. Exageración, la ciudad. Calles por todas partes bloqueadas.

—Es un hombre importante —dijo Jana.

—Sí, pero aquí no problema. Colonia es distinta. En otras ciudades, mucha criminalidad. Francfort, me dice un colega, muy malo. Dusseldorf también. ¿Pero Colonia? Trece marcos, por favor.

—Cobre quince —dijo Jana y le entregó al conductor un billete de veinte marcos.

El hombre hurgó en su monedero y le dio las vueltas, todo en monedas de un marco.

—Está en el Hyatt esta noche —dijo—. Si quiere hacer una foto.

—¿Quién? ¿Clinton?

—Sí.

—Gracias. —Jana abrió la puerta y bajó del coche—. Me lo pensaré.

Con paso moderado, caminó hasta el hueco del ascensor que conducía hasta el nivel de los aparcamientos. En las áreas verdes situadas delante del hotel, holgazaneaban media docena de
punkies
con perros desgreñados. Bebían cerveza y charlaban ruidosamente. Uno de ellos orinó en la acera. Jana entró en el ascensor y bajó al segundo nivel, donde estaba aparcado su Audi. Metió las cámaras en el maletero, arrancó el motor y sacó el coche del aparcamiento. Tras haber recorrido unos pocos metros, se detuvo delante de un semáforo en rojo, cogió la RANA y llamó al número de Gruschkov.


Da
—dijo la voz del ruso.

—Negativo —dijo Jana sin énfasis.

—Lo sé. ¿Dónde está usted?

—En camino. Al salir no hubo ningún problema. ¿Algo sospechoso allí donde está usted?

—MM está aquí y quiere su dinero.

—¿Algo más a lo que tenga que prestarle atención?

—Nada. Nadie ha descubierto nuestra pista. —Gruschkov vaciló, luego añadió—: Nuestro huésped no está muy bien. Me temo que le he roto un par de costillas. O alguna otra cosa.

Jana suspiró.

Había confiado en que Gruschkov no volviera a perder los nervios. Le había echado una mano con la condición de que se mantuviera bajo control.

Pero, por otro lado, ¿eso qué cambiaba ahora?

—No le rompa nada más —dijo Jana—. Estoy allí en diez minutos, si es que no surge ningún imprevisto.

—Yo… lo siento.

—Está bien.

Jana cortó la conexión y dobló hacia la Hahnenstrafie. Mientras conducía con la mano izquierda, su diestra se extendió hasta la guantera y la abrió. Su mirada se posó en la sobaquera con la pistola Glock 17 y en la pequeña Walther PP. La vista de ambas armas la tranquilizó. Con un ligero empujón dejó caer de nuevo la tapa de la guantera y repasó los próximos pasos a dar.

Ir a la empresa de transportes. Volver a convertirse en Laura. Resolver dos problemas: Mahder y Kuhn.

Regresar al Hoppers por una noche.

Partir a la mañana siguiente. Ella hubiese preferido levantar la tienda en ese mismo instante, pero la policía le seguiría la pista a cualquier irregularidad. Investigarían en todos los hoteles para averiguar quién había partido abruptamente esa noche.

Ella y Gruschkov partirían como debía ser. Después del desayuno. Pagarían la cuenta y saldrían. Cruzarían la frontera con Suiza. Y desde allí seguirían por otros caminos más intrincados. Gruschkov tomaría su rumbo. Jana, el suyo.

«No —pensó—, Jana no viajará a ninguna parte. Jana ya no existirá más.»

¿Cómo debería llamarse?

¿Quién debería ser?

¿Quién podría ser?

WAGNER

Kika llevó a Silberman en su coche, de lo contrario el periodista hubiese tenido que esperar al próximo autobús. Wagner condujo el Golf a través del aeropuerto de carga en dirección al punto de control que separaba la parte interna de la Heinrich-Steinmann-StraBe de la zona que podía transitarse. Los policías del punto de control ya habían sido informados. Echaron un breve vistazo al número de la matrícula y dejaron pasar el coche.

Detrás comenzaba la maraña de calles de la inmensa obra en construcción. Mientras Wagner intentaba no equivocarse, O'Connor le ponía al corriente, a grandes rasgos, de los acontecimientos acaecidos en las últimas horas.

Silberman lo escuchaba con la sonrisa del que ya está informado. No decía nada.

—Bar y ese imbécil del Servicio Secreto me han obligado a cerrar la boca —concluyó O'Connor—. Y eso vale también para vosotros. Como en las películas policíacas.

—No es como en ellas. Estamos dentro de una película policíaca —comentó Wagner.

—Bueno, en realidad ya estamos casi fuera. —O'Connor suspiró—. El pobre Kuhn. Ésa es ahora nuestra película policíaca.

—Si el atentado ha fracasado, a lo mejor lo dejan en libertad —dijo Silberman.

—Si ha fracasado —dijo O'Connor. —¿Qué quiere decir eso?

—Podría haber en Colonia un segundo sistema de espejos. Mientras no encuentren el punto más alto, no existe ningún motivo para bajar la guardia. Bar tiene que encontrar el láser para poder cerrar el caso.

—Tú eres el experto —dijo Wagner—. No será la última vez que te llamen para pedirte ayuda.

Él la fulminó con la mirada y frunció la nariz.

—Espero, señora Wagner, que no sea la última vez que me llamen para pedirme ayuda.

Ella rió bajito. El coche se acercaba en ese momento al acceso a la autovía.

—¿Y cómo te sientes? —le preguntó Kika—. ¿Tienes dolores?

—Casi ninguno. —O'Connor se miró la mano vendada y la contempló casi con orgullo—. Caído por la patria. Si son los alemanes los que dirigen en Estados Unidos las películas patrióticas, un irlandés puede salvarle alguna vez la vida al presidente de Estados Unidos de América. Sí, hubiese podido ser una gran diversión si Kuhn no… —Se detuvo y miró a través de la ventana—. Está bien, no ha sido nada divertido. Olvidémoslo. Ya que todos tenemos que cerrar la boca, no llegaremos ni siquiera a las primeras planas con nuestra historia, de modo que podemos continuar mi gira. Todavía me quedan un par de trajes limpios.

—Eso, si te dejan.

—Habladurías. Voy a donde quiera ir.

Wagner guardó silencio. Ahí estaba de nuevo, ese sentimiento de… No, no era de distanciamiento. Era miedo de que él pudiera desaparecer de su vida así, sin más. Un tren en marcha del que la lanzaban a una mientras avanzaba a toda velocidad. Al mismo tiempo, era el miedo de seguir a bordo. Un amor con O'Connor sería el paraíso, pero ¿sería una vida? O'Connor pareció adivinar sus pensamientos.

Other books

Killer Commute by Marlys Millhiser
Fields of Fire by James Webb
Blindsided by Kate Watterson
Thrill! by Jackie Collins
Amethyst by Heather Bowhay
Living in Syn by Bobby Draughon
She Wakes by Jack Ketchum
Can't Stop Won't Stop by Jeff Chang
Fancy Gap by C. David Gelly
The Missing Ink by Olson, Karen E.