Drake había pasado los últimos minutos esperando y escuchando con los párpados semicerrados. Pero en ese instante se puso derecho como una vela.
—
Da!
—le dijo el ruso en el oído.
Drake se introdujo mejor el pinganillo en el pabellón de la oreja. Los demás hombres lo miraron con atención.
—Los tenemos —dijo en voz baja.
—Estoy aquí —respondió la voz de Jana en italiano—. Ábrame.
—¿Todo en orden? —quiso saber Graschkov.
—No. Traigo visita.
—¿Qué? ¿A quién?
—Al hombre que lo ha estropeado todo. No hay tiempo para explicaciones. Ábrame.
Drake se quedó perplejo. La conexión se interrumpió.
—Por lo visto, tiene a O'Connor —dijo.
—¿Eso qué significa? —preguntó uno de los hombres del Servicio Secreto—. ¿Qué hacemos con él?
—Él es uno de los buenos —dijo Drake en tono reflexivo—. Al igual que Kuhn. Da lo mismo. Todo está funcionando como acordamos. Ocupaos de Jana. Tenemos el factor sorpresa de nuestra parte. Cuando la hayamos liquidado, todo lo demás será un juego de niños. Primero ella, luego Gruschkov, y por último Mahder, por orden de peligrosidad. Espero que esto quede resuelto en tres segundos, y procurad que los rehenes no se enteren de nada.
—Todo claro.
Drake apretó el pinganillo en su oreja.
—Más tarde —dijo— tendremos que hacer todavía un par de cosas más.
Comprobó la posición de la sobaquera con los dos Colt-1911 bajo las axilas e hizo un gesto de asentimiento, dirigiéndose a los demás hombres.
—Andando.
Mientras el portón se movía hacia un lado, ella empujó al negro gordo delante de ella. O'Connor y la mujer no se movieron. Miraban fijamente a Jana como si se tratara de un fantasma.
En cierto sentido, lo era. Debió de parecerles como si aquella mujer hubiese caído del cielo de repente.
Para bien o para mal, ahora tenían un par de rehenes más. A través del rabillo del ojo, Jana examinó la calle, pero no había ni una sola persona ni vehículo alguno en todo alrededor. Si alguien venía ahora, todo habría acabado. Podría abrirse paso a tiros, pero ¿y luego qué? ¿A cuánta gente más tendría que matar?
Estaba harta.
Con una ligera sacudida, el portón de la cancela se detuvo. Jana dejó caer la RANA en su blusón e indicó con el arma que debían entrar en la empresa de transportes.
—Ahí dentro —dijo—. Rápido. O'Connor la miró fijamente.
—No puede secuestrarnos ahora —dijo el físico—. Tenemos que ducharnos urgentemente, tenemos hambre y…
—Voy a disparar —dijo ella serenamente. La frase tuvo el efecto esperado. Los tres entraron en el patio. Jana los siguió. Oyó cómo se cerraba a sus espaldas el portón de la entrada y se abría la puerta de la nave; entonces apareció Gruschkov. Llevaba en su diestra una Glock, como la que ella misma portaba.
—¿Tres? —dijo el ruso en italiano—. ¿No podía evitarse esto?
—No.
Jana les hizo una señal a O'Connor, a Wagner y al negro para que entraran en la nave. Gruschkov se apartó a un lado y los dejó pasar. Jana sondeó la situación. El YAG estaba dentro, aunque un buen tramo separado de su sitio original. La estructura de prueba continuaba allí. Kuhn yacía inmóvil en el suelo. Y desde el centro de la nave les salió al paso Mahder.
—¡Jana! —gritó—. ¡Por fin!
Al ver al editor, Wagner se olvidó de toda precaución y corrió hacia donde estaba el hombre. Él volvió la cabeza hacia ella y dejó escapar un gemido. O'Connor dedicó a Jana una mirada en la cual se reflejaba cierta intención de lanzársele al cuello de un momento a otro, pero Gruschkov levantó su arma en un gesto amenazante. Jana lo contuvo. Con el cañón de la pistola, le hizo señas para que se dirigiera hacia la pared donde Wagner permanecía arrodillada al lado de Kuhn.
—Todos hacia allí —dijo la mujer.
—Jana —dijo Mahder en tono suplicante—. Por favor, déme mi dinero. Tengo que largarme, no puedo permanecer aquí ni un segundo más.
Jana no le prestó la más mínima atención.
—¿Por qué ha tenido que traer a toda esta panda? —le preguntó Gruschkov en un susurro—. Aquí todo se saldrá de control si no desaparecemos ya.
—Pues porque toda esa panda estaba pisándonos los talones —respondió ella en voz baja—. En cinco minutos hubiésemos tenido aquí a toda la policía de Colonia, y tampoco me resultaba tan fácil matarlos en plena calle.
—¡Entonces mátelos ahora!
—¡Jana!
Mahder se plantó delante de ella. Parecía nervioso y agresivo. Sobre sus dientes postizos se erizaba el bigote rubio.
—Cierre la boca —dijo Jana.
—Cerraré la boca en cuanto tenga mi dinero. Usted lo ha echado todo a perder, maldita estúpida.
—Le he dicho que se calle.
—No quiero permanecer aquí ni un minuto más del necesario, ¿me oye?
—Usted estará aquí todo el tiempo que yo considere adecuado.
—¡Mierda! —gritó Mahder—. ¿Y cree que lo haré? ¡Y una mierda! Tengo miedo, ¿no lo entiende? ¡Dios mío, esa gente me está buscando! ¡Quiero salir de aquí!
—¡Mahder!
—¡Que le den! Acabe de darme lo que me corresponde.
—Pues tendrá lo que le corresponde —dijo Jana.
Con un rápido movimiento, apuntó con la pistola hacia el jefe de departamento y disparó. El disparo le acertó a Mahder en medio de los ojos. Su cuerpo fue lanzado hacia atrás, golpeó contra el suelo y permaneció inmóvil.
Jana se quedó mirando fijamente el cadáver por un momento. Sintió una rara indiferencia.
Luego dirigió su arma hacia el grupo pegado a la pared.
En ese momento, predominaban los claroscuros crepusculares.
Los cuatro hombres se acercaron a la empresa de transportes desde la calle situada al fondo. Corrieron a lo largo del muro hasta que Drake, con un gesto de la mano, les indicó que se detuvieran.
—Aquí —dijo en voz baja.
En su mente se proyectó el plano del área. Conocía esas instalaciones hasta en sus detalles mínimos. La superficie de la empresa de transportes era aproximadamente cuadrada y medía alrededor de cuarenta por cuarenta metros; la nave estaba situada a la derecha, vista desde la entrada, de modo que estaba de cara a ellos, y había sido adosada al muro que rodeaba el terreno; la parte trasera y la pared longitudinal derecha formaban al mismo tiempo el límite con la calle y con el terreno contiguo. La mayor parte de la sección que daba al patio podía abrirse por medio de unas puertas rodantes; en la parte delantera había una puerta, y la única ventana estaba en la sección trasera, de cara al muro. Formaba parte de uno de los tres recintos divididos por la nave. Antes había allí una oficina, pero ahora guardaba catres de campaña, máquinas de café, enseres de cocina, una nevera y otros objetos diversos que Jana necesitaba para sus metamorfosis. En la segunda habitación estaba la sala de Gruschkov; detrás, los servicios.
Drake se permitió esbozar una leve sonrisa. Se sorprenderían de lo lindo. Pero, posiblemente, ni siquiera tendrían tiempo para ello. Todo ocurriría a la velocidad del rayo.
Drake miró hacia lo alto del muro. Aproximadamente unos tres metros de altura. Un juego de niños. Claro que también podrían irrumpir por la entrada principal. Drake poseía un mando a distancia para la puerta rodante, pero Jana hubiese oído el ruido.
De modo que entrarían por detrás, saltando el muro.
—Resumamos todo una vez más —dijo—. Cuando estemos al otro lado, ¡sin hacer ruido!, vosotros avanzaréis hacia la puerta delantera. Colocamos el explosivo, encendemos la mecha, entramos y disparamos. En el peor de los casos, O'Connor puede estar atravesado en el camino, pero en un principio no debéis disparar a ninguno de los dos. Cuando hayamos liquidado a los otros —Drake hizo una pausa para degustar un poco más la genialidad del plan—, haremos el resto.
Ponerse los guantes. Quitarle a Jana el arma de sus manos rígidas.
Matar a O'Connor y a Kuhn.
Pedir refuerzos. Servicio Secreto, policía alemana.
Perfecto.
—Vamos a entrar —dijo.
En la televisión, todo, de algún modo, se veía más espectacular, pensó Wagner. La gente moría de un modo mucho más espectacular, y sonaba muy distinto cuando alguien disparaba. El arma de la mujer había emitido un estampido seco, y el hombre rubio se había desplomado al suelo. Ningún grito. Nada; todo sucedió simplemente así, sin más. Él le había gritado, ella le había apuntado con su pistola y él había dejado de gritar.
Wagner tenía la vista clavada en la terrorista, con la cabeza de Kuhn apoyada en su regazo. Como en un trance, registró que el arma le apuntaba ahora a ella. Silberman, que estaba a su lado, tomó aire. Sus labios temblaban. La mujer se le acercó con pasos rápidos, con el arma en ristre, seguida del calvo. O'Connor se interpuso en su camino y levantó las manos en un gesto apaciguador.
—Está bien —dijo—. Todo está bien, ¿de acuerdo? Haremos lo que nos mande.
Wagner sintió unos deseos incontrolados de gritar. Al mismo tiempo, era como si unas pinzas de hierro le sacaran del cuerpo su último aliento. De repente, veía con claridad lo que había sucedido. Su mirada se posó en la curiosa estructura situada al otro lado de la nave. El aparato reposaba sobre unos rieles y era enorme; como un vagón de mercancías no muy elevado, con ruedas, y de pronto comprendió lo que era en realidad.
Habían encontrado el láser.
Morirían todos.
La mujer la examinó con expresión tenebrosa.
—No os mováis —les dijo entre dientes—. Ninguno de vosotros.
Le dijo algo al calvo. Este último asintió e hizo un gesto inequívoco de cortarles el cuello, mientras mantenía la pistola apuntando hacia ellos.
—Kika —gimió Kuhn. El editor abrió los ojos y tosió. Wagner comprobó que despedía un olor penetrante. Orín, sangre, secreciones del miedo. Eso lo hacía todo mucho más terrible.
Esperó oír otros disparos secos; esperó ver a O'Connor caer de espaldas también, y a Silberman, y esperó el momento en el que el proyectil volara hacia ella misma. Pero no sucedió nada semejante. Vio que la mujer bajaba el arma y pasaba junto a ella con la mirada clavada en Kuhn. Una rara tristeza marcaba de repente sus facciones. Los ojos de Kuhn se salieron de sus órbitas. Levantó la cabeza con esfuerzo y torció la boca en una desfigurada sonrisa sarcástica.
—Qué agradable volver a verte, Jana —dijo.
La mujer lo observó.
—No quise que las cosas fueran así —le dijo ella—. Créeme.
Kuhn soltó una risita entre dientes.
—¿Te has enterado por lo menos de lo que querías?
Jana vaciló. Luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la parte trasera de la nave.
En ese mismo momento, la puerta explotó.
El transcurrir del tiempo se hizo más lento.
En el relámpago provocado por la detonación, Jana, Gruschkov, Silberman, O'Connor y Kuhn parecieron los personajes de una foto. El estampido había resonado en la cabeza de Wagner, luego había bajado la frecuencia, transformándose en un retumbo hueco y seco. Los fragmentos de la puerta no cayeron en el interior del recinto sin más, sino que salieron disparados hacia dentro y aparecieron luego arrastrándose en medio de unas esculturas de un humo impetuoso, negras y alargadas.
Todo se detuvo por espacio de una centésima de segundo.
Quietud absoluta.
Luego la capacidad perceptiva de Wagner recuperó el sentido de la realidad, y a partir de entonces los acontecimientos se sucedieron de un modo mucho más vertiginoso. Hubo estruendos, astillas, estampidas. Kuhn se incorporó y se arrastró hacia donde estaba Kika. Confusión de voces que gritaban; algunos fragmentos de la puerta chocaron contra el suelo. De un instante a otro, se desató un infierno.
Con los ojos fuera de sus órbitas, Kika miró a los hombres que aparecieron en medio del humo e irrumpieron en la nave con las armas en alto.
«Nos liberarán —pensó—, nos sacarán de aquí.»
Kika se puso de pie de un salto.
El intruso más adelantado tuvo la imagen de O'Connor delante de los ojos. Vio cómo el doctor los miraba fijamente y su software interno lo excluyó sin dilaciones, al igual que al hombre encadenado que yacía en el suelo. El agente sabía que podía disparar a cualquier otra persona, ya que cualquier otra persona sólo podía ser Jana, Gruschkov o Mahder.
Puso el arma en posición de disparo.
Pero entonces se detuvo.
La confusión se apoderó de él. El recinto estaba lleno de gente. Había una mujer que parecía caída del cielo. O'Connor estaba a su lado, y junto al físico había otro hombre, un negro, que dio un paso atrás, horrorizado.
En algún lugar, al fondo, estaban Gruschkov y Jana.
Los largos años de formación en el Servicio Secreto, años de entrenamientos implacables en los cuales se adiestraron, además de sus capacidades físicas e intelectuales, su capacidad de percepción y de reacción, lo capacitaban para realizar un análisis relámpago mientras seguía corriendo en medio de las columnas de humo. Las personas desconocidas podían ser rehenes. Lo que sí estaba seguro era que no pertenecían al comando de Jana. Fueran quienes fuesen, no podía acertarles de ningún modo, pero eso sucedería inevitablemente si disparaba ahora, ya que le obstruían la visión.
Por un instante se sintió desamparado; sus capacidades habían sido superadas; pero entonces se apartó a un lado para tener una mejor visibilidad.
Ese instante apenas cuantificable de vacilación sellaría su destino.
Jana se dio la vuelta a toda prisa mientras las esquirlas de la detonación volaban todavía por todas partes. Vio aparecer al agente por el lado de O'Connor, con el brazo extendido, mientras Silberman pasaba corriendo junto a ella presa del pánico; entonces disparó rápidamente varias veces.
El agente, con el pecho destrozado, se dobló hacia atrás y cayó en medio de las columnas de humo. Aparecieron otros dos hombres que entraron corriendo a la nave. El estampido de sus armas era devuelto por las paredes, que lo amplificaban convirtiéndolo en un eco retumbante, interrumpido por los silbidos de los impactos, semejantes a los de la metralla.
Jana consiguió dar un salto. Sin dejar de disparar, corrió hacia la torre de mandos situada en medio de la nave y oprimió con la palma de la mano el botón verde.
Desde la pared situada enfrente, resonó un rugido sordo. Lentamente, la pesada base del YAG se puso en movimiento.