—Gracias —dijo O'Connor.
Todos se estrecharon las manos y tomaron asiento.
—Ya sabe usted que estamos de vacaciones —dijo Wagner—. Aunque no sean voluntarias.
—Sí, lo sé —dijo Lavallier, sonriente—. Disfruten del buen tiempo. No tenemos mucho en Colonia. Oh, antes de que lo olvide… —Lavallier metió la mano en la bolsa colocada junto a su silla y sacó una botella—. Me dijeron que le gusta esto, doctor. Espero que se corresponda con el nivel de autodestrucción que usted se gasta.
O'Connor tomó la botella y miró la etiqueta con las cejas enarcadas.
—¡Glenfardas! —exclamó, sonriendo con sarcasmo—. ¡Es
usted un experto, monsieur le commissaire
! Jamás lo hubiese sospechado.
—No lo soy en lo absoluto. El vendedor de la licorería me dijo lo que debía comprar. Pensé que, como en el futuro inmediato no tendrá que temer ningún vuelo ni ninguna caída…
Pidieron café y sandwiches. O'Connor insistió en someter sin dilaciones de ningún tipo a examen el contenido de la botella, pero Lavallier estaba de servicio, por eso siguió con el café.
—La vaciaremos pensando en usted —dijo O'Connor con cordialidad.
En fin.
Todo comenzaba de nuevo.
—Cuéntenos cómo le va —dijo Wagner—. ¿Ha estado muy ocupado por culpa de… esa historia?
Lavallier se encogió de hombros.
—No, en realidad no. El caso ya no es mío.
—¿Por qué razón? ¿Hizo usted ciertas preguntas equivocadas?
El policía rió.
—No me han suspendido, si es eso lo que quiere decir. No, se trata simplemente de una cuestión de competencias. Mi jurisdicción es el aeropuerto. El asunto ha pasado a otro nivel, más allá de las fronteras del país, eso quiere decir que son los chicos de la policía federal los que se ocupan del caso, la Europol, la Interpol, los estadounidenses. Ahora Bar dirige las investigaciones, y otras personas por encima de él. Pero yo no me siento infeliz por eso. —El policía dejó transcurrir un momento de silencio—. Lo siento mucho por su amigo. Quería decírselo.
Wagner asintió. De repente sintió de nuevo esa tristeza. Por Kuhn. Y por el hecho de no poder sentir una tristeza auténtica.
—Le agradezco que haya venido.
Lavallier vaciló un momento.
—Bueno —dijo—, creo que sólo he venido por eso.
O'Connor lo observó con atención.
—¿Alguna novedad?
—Sí y no. Las investigaciones marchan viento en popa.
—¿YJana?
—Ni rastro. Para ser sincero, no creo que la encuentren nunca.
—¿Por qué es tan pesimista?
—No lo soy. Sencillamente, lo veo muy improbable. Quiero decir que, incluso, quizá ya la hayamos encontrado.
Wagner levantó la vista. Un cierto malestar se apoderó de ella.
—Entonces.
—Eso parece. Se alojó en un hotel del centro de la ciudad. Lo averiguamos a través de Gruschkov. El calvo, como recordarán, el que murió durante el tiroteo. En la recepción lo identificaron de un modo inequívoco como la persona en cuya compañía ella había llegado dos semanas antes.
—Eso suena bien —dijo O'Connor.
—Sólo eso, suena bien. —Lavallier bebió un sorbo de su café—. Se había alojado con otro nombre. Una mujer de negocios con una empresa en el Piamonte. Por cierto, tuvo hasta el descaro de, tras su huida, pagar la cuenta de la habitación y recoger su equipaje. Las autoridades italianas han confirmado su identidad. Tenía una empresa del todo solvente, no tenía ningún motivo para querer liquidarla.
—¿Y eso sucedió?
—Hace tres días. Su director financiero ha desaparecido también, él había preparado la liquidación.
—¿Y Mirko?
—Eso es aún más enrevesado.
O'Connor frunció el ceño.
—¿Acaso Bar no le ha contado mi pequeña teoría?
—¿Pequeña teoría? Ah, sí, el trasfondo norteamericano de todo este asunto. Sí, me la contó. Oí decir que habían exprimido al último agente como si fuese un limón, pero éste tampoco lo sabía todo. Los norteamericanos están sumamente preocupados. No les hace precisamente felices que uno de sus funcionarios de mayor rango esté involucrado en esta historia, y para colmo se trata del hombre que se ocupaba de la seguridad de Clinton en el hotel Hyatt.
—¿Qué? ¿Ese hombre era Mirko?
Lavallier hizo como si no hubiese oído correctamente.
—¿A qué se refiere? —preguntó.
—Usted acaba de decir…
—Yo no he dicho nada.
O'Connor le dio vueltas a su sandwich una y otra vez y volvió a colocarlo sobre el plato.
—Ese tipo casi nos mata —dijo de malhumor—. Me gustaría saber realmente quién era ese hijo de puta.
—Posiblemente era un sicario de la extrema derecha de Estados Unidos. De los de mayor calibre. Anteayer oí decir que era un americano de origen serbio. Pero, quizá, ni siquiera eso fuera cierto. No saben de dónde es oriundo ni cómo se llama. —Lavallier hizo una pausa—. Ni siquiera saben cuáles eran sus objetivos.
Wagner observó al comisario principal. El hombre le caía bien. Lavallier era un tipo simpático, y estaba intentando decirles algunas cosas. Quizá les contaría algo más si ellos se mostraban más sinceros con él.
Kika recordó el momento en el que todos rodearon el cadáver de Mirko.
Recordó la preocupación por Kuhn. A Silberman junto al editor. La alarma al no sentir su pulso.
Ella en brazos de O'Connor.
Sus ojos posados en Jana. Por un instante se vio de nuevo dentro de aquella nave. Vio cómo la terrorista le quitaba la peluca al agente enmascarado y caminaba hacia la puerta. La vio detenerse allí y darse la vuelta una vez más. Nadie le prestó atención durante esos segundos.
Las dos mujeres se miraron a los ojos.
Había sido la parte más rara de toda aquella experiencia.
Fue extraño sentir aquel deseo de que la mujer escapara.
¿Se debía sólo a una cuestión sentimental?
«La vida es un libro en el que puedes leer pasados muchos años —pensó—. Deja que todo repose. La comprensión tiene que madurar.»
—¿Qué cree usted? —le preguntó Kika al policía en un tono desenfadado—. ¿Cuánto tiempo más cree usted que tendremos que estar a disposición de la policía?
Lavallier levantó las manos sonriendo.
—Eso no lo sé. Realmente no lo sé —dijo y miró el reloj—. En fin, es una pena, pero tengo que dejarlos. El programa continúa. Aterrizajes, despegues, la rutina de siempre.
—Mañana habrá acabado todo —comentó O'Connor—. Creo que para entonces ya lo habremos superado.
Lavallier se puso de pie.
—Bar les ha dicho que no debían hablar con nadie, ¿no es cierto?
Wagner asintió.
—No lo hagan. Él les dirá otras cosas. Con esto queda sellado mi papel como fuente de información. —Lavallier sonrió de nuevo, sin que esa sonrisa le diera un aspecto más feliz—. ¿Saben una cosa? Tal vez lo mejor sería que un día se levanten por la mañana y lleguen a la conclusión de que lo han soñado todo. Los sueños se borran. Es una cosa muy práctica. Los míos se borran también.
—¿Se supone que todo esto ha sido un sueño? —preguntó Wagner, incrédula.
—¿Y por qué no?
Kika hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí? —le preguntó O'Connor otra vez, de un modo más insistente en esta ocasión.
Lavallier lo miró.
—Intenten verlo todo como ha hecho Bar —dijo el policía—. Y todos los que están por encima de él. Convénzalo a él.
—¿De qué? —exclamó O'Connor.
Lavallier no respondió. Miró a través de la fachada de cristal en dirección al Rin.
Sobre el río pendía un insecto enorme. Era un helicóptero. Los cristales de sus ventanillas reflejaban la luz del sol.
Durante un rato, se mantuvo flotando por encima del agua.
Luego desapareció de su campo visual.
El anciano contemplaba fijamente las siluetas de las montañas situadas más allá de la colina cubierta de árboles, con las manos apoyadas en el pretil de piedra y la cabeza encogida entre los hombros. Temblaba de frío, aunque hacía calor. A diferencia de lo que había sentido hacía medio año. Entonces eran otros los que sentían escalofríos cuando él hablaba con entusiasmo de sus visiones.
Le habían pagado once millones de dólares a esa mujer. ¡Para nada!
¿Cómo había dejado convencerse para confiar en esa estupidez? ¡Armas con láser! Sólo el YAG había costado tres millones. Otro gasto, aunque irrisorio, había sido luego el traslado desde el Instituto de Estudios con Láser de Alta Energía de Redondo Beach, en California, a través de Moscú, para que Mirko pudiera ir dejando sus pistas falsas. Y luego esa mujer a la que nunca le vio la cara. ¡Era ridículo! Tampoco Mirko había cumplido lo que habían esperado de él.
¡Eso era! En eso, justamente, radicaba el problema. Ese presidente estaba creando unos Estados Unidos en el que ya ni siquiera los canallas servían para nada.
El anciano se dio la vuelta y miró fijamente la inscripción colocada en el portal de la antigua iglesia del monasterio.
«In God we trust
[16]
»
«Eres un bufón viejo y sentimental -pensó-. No deberías venir más hasta aquí.» Adoraba desde siempre la iglesia de este monasterio situado en los montes Apalaches, era un lugar de recogimiento apartado de las oficinas, los edificios y las máquinas tragaperras. Ahora todo le parecía extraño. Todo estaba corrompido. El Caballo de Troya se había partido en dos mitades. Los otros estaban de mal humor, pues consideraban que él lo había echado todo a perder.
Él. ¡Precisamente él! El anciano resopló.
Sin dedicar ni una sola mirada a las montañas de Tennessee, pasó al interior, donde lo esperaban sus hombres.
En silencio
toca una serie de temas que impregnan nuestro mundo actual: terrorismo, nacionalismo, guerra, derechos humanos, cultura mediática, ciencia y otros más.
Alguno de ustedes se habrá hecho ciertas preguntas a lo largo de la lectura de estas páginas. Está claro que el libro no pretende dar una respuesta exhaustiva a cada una de esas preguntas. Se trata de una novela y no de un ensayo de divulgación.
He escrito estos apéndices para todos aquellos que quieran saber algo más sobre la guerra de Kosovo, sobre el terrorismo, sobre las estructuras mañosas existentes en Rusia, sobre Estados Unidos, sobre los estudios para detener la luz y sobre el whisky. En estos apéndices se ahonda un poco más en dichos aspectos, en aras de facilitar la comprensión y proporcionar alguna respuesta.
SOBRE EL CONFLICTO DE KOSOVO
La historia de Kosovo es extremadamente compleja. Para los serbios, Kosovo es la Tierra Sagrada. La consideran la cuna de la nación serbia, aunque el primer Imperio serbio surgió en el siglo ix en Raszien, en la actual Sandzak. En realidad, Kosovo perteneció hasta el siglo xn al Imperio bizantino, y sólo después pasó a formar parte del Imperio serbio, durante casi doscientos años.
Muchas personas habrán oído hablar alguna vez de la batalla en el llamado Campo del Mirlo, el
Kosovo Polje.
Con ella comenzó lo que acabó provisionalmente en el año 1999: la lucha constante por un pedazo de tierra que, como ninguna otra dentro de Europa, ha sido convertida en un mito. El 28 de junio de 1389, día de San Vito, el príncipe serbio Lazar sufrió en ese mismo Campo del Mirlo, en Kosovo, una derrota frente a los ejércitos del sultán turco Murad I; en el ejército de Lazar, por cierto, había también albaneses, húngaros, croatas y búlgaros.
La derrota afectó tanto a los serbios porque, en el siglo Xiv, Kosovo era el centro civil y religioso del Imperio serbio, el granero de la nación, región de pastos y ganados, y a la vez vinícola, rica en recursos naturales. Prizren era la capital del Gran Reino de Serbia, y en Pee residía el patriarca. Con la derrota de Lazar, no sólo se perdió una batalla, sino todo el Estado feudal serbio. El final de toda una era quedó sellado entonces.
La mitología serbia no tardó demasiado en transfigurar la derrota en una victoria, o, mejor dicho, en una promesa de victoria. Lazar había caído luchando por el Occidente cristiano, y la batalla cultural la había ganado, había vencido en su lucha por la fe y los ideales cristianos. Llegaría el día en el que el triunfo y la resurrección sustituirían a la derrota y la muerte. ¡Y eso tardaría siglos!
Fue precisamente esa promesa la que invocó Milosevic en el año 1989, cuando se celebraba el seiscientos aniversario de la batalla en el Campo del Mirlo. Esa visión suya sólo quedaba enturbiada por la circunstancia de que, en esa época, la región de Kosovo estaba habitada por un noventa por ciento de habitantes de origen albanés.
Pero vayamos por orden.
A mediados del siglo xv, la región de Kosovo se encontraba otra vez bajo la dominación otomana. Cincuenta años después, esa dominación otomana abarcaba también todas las regiones de Albania. Si bien durante los años del Gran Imperio Serbio los albaneses no habían jugado un papel histórico muy destacado y habitaban sobre todo en las montañas, mientras los serbios explotaban económicamente las mesetas, en el siglo xv la mayoría de los albaneses se convirtió al islamismo y trabajaba en los feudos otomanos de Kosovo. Y comenzaron a poblar la región.
En 1690, la historia registra el Gran Éxodo de los serbios, que abandonaron Kosovo y se trasladaron a Hungría, lo que, dicho más exactamente, equivalió al traslado de más de treinta mil familias serbias. Con ello, los serbios perdieron definitivamente la región.
A principios del siglo xix, los serbios se sublevaron contra los otomanos y se produjeron alzamientos. En 1830 se proclamó el Principado de Serbia, y medio siglo después se formó la Liga de Prizren, el movimiento nacionalista albanés de Kosovo.
En 1912 se desató la Primera Guerra de los Balcanes. La alianza formada por Bulgaria, Serbia, Grecia y Montenegro echó definitivamente a los otomanos de la región de los Balcanes. Los serbios conquistaron «de nuevo» la región de Kosovo y asesinaron a los albaneses por millares. Pocos años después, Kosovo pasó a formar parte del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos -cuyas siglas en alfabeto cirílico eran SHS-, pero las luchas no acabaron. Hasta bien entrados los años veinte del pasado siglo, los
chetnücs
serbios y los
kacaks
albaneses mantuvieron confrontaciones sangrientas. En el año 1929, el SHS se convirtió en el Reino de Yugoslavia, hasta que Hitler invadió el país y repartió el territorio yugoslavo entre alemanes e italianos. Surgió así, bajo la dominación de las dos potencias ocupantes, una Gran Albania que incluía a la región de Kosovo.