—No me interesa cómo te llames —dijo Wagner con obstinación, aunque, en realidad, tenía otras palabras en la punta de la lengua.
Jana se encogió de hombros.
—Puede ser —dijo al salir—. Pero a mí sí.
Huir.
Claro que podía poner pies en polvorosa, así, sin más. Estaba incómodo en el techo, era algo idiota.
Pero ¿huir? ¿Con qué resultado? ¿Largarse a pesar de que las únicas personas que podían ser peligrosas para él se encontraban en esa nave y, probablemente, estuvieran confundidas y desmoralizadas?
Los norteamericanos lo perseguirían. Lo declararían el delincuente más buscado de Estados Unidos. Si lo desenmascaraban, se convertiría de inmediato en un riesgo insostenible incluso para el Caballo de Troya. Aunque no lo capturaran ni la CIA ni la Interpol, los hombres del viejo recibirían órdenes de matarlo. Podía haber un par de rincones en el mundo donde podría vivir seguro. Pero ¿qué iba a hacer él en Groenlandia, en Ecuador o en Senegal sin un solo céntimo?
Eran unas perspectivas sobrecogedoras.
En ese momento, de la nave le llegaron algunas voces y ruidos apagados. Era imposible determinar lo que estaba sucediendo allí dentro. El cielo se había oscurecido. Por el sitio donde el sol se había puesto, se repartía todavía una luz lechosa. Habían pasado varios helicópteros sobrevolando muy cerca la zona. Hasta ese momento no lo habían descubierto, pero el círculo se estaba cerrando. Cada segundo que pasaba se reducían sus oportunidades de resolver el problema. No podía seguir esperando más tiempo.
Una y otra vez, pensaba en la mejor manera de entrar sin que Jana lo liquidara inmediatamente. De nada había servido. Tendría que irrumpir en el interior de la nave y disparar a todo el que se le pusiera en medio. Era algo vergonzoso, burdo, poco elegante. Sobre todo, porque al final tendría que disparar con su arma a los rehenes. Pero, en fin, eso también podía corregirse luego. Sería un poco trabajoso borrar sus huellas del arma y poner las de Jana. El experto en balística descubriría que se trataba de su arma, pero él podía declarar que la había perdido durante el tiroteo y que Jana se había apoderado de ella. Ya se le ocurriría algo que sonara plausible. Al final, todos estarían contentos de que él hubiera encontrado el láser y hubiese neutralizado el comando.
Quizá el presidente se lo agradecería. En persona.
Sería divertido.
En medio de sus cavilaciones, sonó un disparo en la nave.
Mirko contuvo el aliento.
Allí abajo estaba pasando algo.
Era mejor aguardar todavía unos minutos. Su impulso lo apremiaba a entrar. Pero… Dejaría correr otros cinco minutos para ver lo que estaba aconteciendo dentro de la nave, fuera lo que fuese.
Tumbado sobre el tejado, con los ojos cerrados, esperó.
No habían pasado aún ni tres minutos cuando sonaron otros dos disparos. Excitado, levantó la vista. ¿Quiénes estarían disparándose ahí dentro?
¿Sus hombres?
Pero sus hombres estaban muertos. Dos de ellos, por lo menos. El tercero estaba gravemente herido, por lo que pudo ver a toda prisa. Yacía al lado del YAG, gritando, y luego había comenzado a arrastrarse hasta la puerta con el brazo chorreando sangre.
Abajo, alguien estaba haciendo algo en la entrada, cuando, de repente, sonó un gran barullo.
—¡Drake!
Mirko se quedó de piedra. Era Francis. La voz del hombre que había caído debajo del YAG.
—Drake, ¿dónde estás? ¡Ayúdame!
Como un reptil, Mirko se arrastró por el borde del tejado. Sacó una de sus armas y miró cautelosamente hacia abajo. El patio estaba vacío. Allí donde estuvo en otro momento la entrada dinamitada, un alargado rectángulo de luz caía sobre el asfalto.
—¡Drake! —La voz del agente sonaba directamente debajo de él—. Maldita sea, no puedes dejarme solo aquí. He liquidado a ese pedazo de mierda. ¿Dónde estás?
Los disparos.
¿Habría matado Francis a Jana?
—Sal —gritó Mirko.
—Yo… Yo no puedo, no puedo más. ¡Drake! Mi mano. ¡Estoy… herido!
¿Podía ser cierto?
Mirko se levantó y corrió por el techo hacia la parte trasera de la nave. En el último tercio saltó hacia abajo. Cuatro o cinco metros no eran un problema cuando uno había aprendido a saltar bien. Cayó de golpe, hizo una flexión de rodillas y volvió a levantarse con ligereza. Muy pegado a la pared, corrió hacia la esquina delantera.
—¡Drake!
Se plantó delante de la entrada y apuntó hacia dentro, mientras su cerebro procesaba sincronizadamente todos los datos recibidos, juzgaba y sacaba de ello sus conclusiones. Francis estaba agachado junto a la mesa con la que habían bloqueado la puerta. Por lo visto, había conseguido quitarla de en medio y voltearla. Le faltaba la mano derecha, y en la izquierda sostenía una pistola bien agarrada. Su traje estaba lleno de sangre. Por todas partes en la nave yacían cuerpos inmóviles.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—No puedo más, Drake, por favor…
—Todo está bien, Francis —dijo Mirko en un tono tranquilizador—. No tengas miedo, te sacaré de aquí. ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está Jana?
—Ahí detrás —El agente jadeó y se incorporó—. Ella… mató a O'Connor, el negro ya estaba muerto; por lo visto le… dimos un tiro. Jana… ella pensaba que yo… que yo también había muerto… Pero me hice el muerto… Ella caminó hacia atrás… a cambiarse.
—¿Y tú le acertaste cuando se estaba cambiando?
—Cuando… salió. Liquidada. —A Francis parecía costarle mucho esfuerzo concentrarse para hablar. Probablemente sintiera unos dolores terribles. Con los dientes apretados, se alzó todo lo que pudo y dejó caer la pistola. Ésta golpeó contra el suelo. Mirko atravesó lentamente el umbral de la puerta. A izquierda y derecha estaban los cadáveres de sus hombres. Delante del YAG podía ver a Gruschkov y, en medio del recinto, a Mahder. Cerca de la pared había otros dos cuerpos. Kuhn y, extendido sobre él, O'Connor.
Con paso rápido se acercó a Francis, lo agarró con el brazo libre bajo las axilas y lo arrastró hacia él. El agente le serviría de escudo si lo atacaban desde el fondo de la nave. De todos modos, tendría que matar a Francis. Con el arma de Jana, para que el cuadro coincidiera en todos sus detalles.
—Ven —dijo—. Vayamos a comprobar.
—No… puedo más —susurró el agente.
—Has estado muy bien, Francis. Has actuado estupendamente. De verdad. Mantente erguido, pronto lo habremos superado.
Empujó al agente herido delante de él, mientras su mirada examinaba la parte trasera de la nave. Tumbado en diagonal al YAG, podía verse el torso de Jana. Llevaba de nuevo el blazer oscuro de Laura Firidolfi y la peluca de pelo largo de Laura. Sabía que ella había tenido que deshacerse de su cabello auténtico para meterse en el papel de Cordula Malik. Estaba tumbada de costado y le mostraba la espalda. Del negro sólo veía las piernas extendidas, un trecho más adelante.
—¿Está muerto? —preguntó—. ¿Estás seguro?
Francis asintió de un modo casi imperceptible.
Mirko disparó tres veces seguidas contra el cuerpo yaciente de Jana. Los disparos impactaron sin que ella se estremeciera.
Estaba muerta.
—Resiste, Francis —le dijo Mirko, como alguien que arrastra por la selva a su mejor hombre amenazado de muerte—. Vamos a seguir.
No funcionaría.
Antes, cuando Liam había vuelto a entrar a la sala de monitores y ordenadores, donde ella estaba, había sentido confianza. Nunca en su vida había sostenido una arma en sus manos, pero era una buena fotógrafa, con un buen ojo, y la Nikon no era difícil de manejar.
Se habían abrazado durante unos pocos segundos. Apenas había dicho nada. Ningún comentario ingenioso, ninguna falsa frase de ánimo. Sólo unas pocas palabras.
—Shannonbridge. Cuando todo esto haya acabado.
Beber whisky en una tienda de víveres, entre productos para la limpieza de baños y salchichas. ¡Qué cosas tan raras le daban fuerzas a un ser humano!
Luego él había dicho lo que ella estaba deseando oír.
En ese mismo instante tuvo claro que no hubiese podido soportar su declaración de amor ni un momento antes. Estaba enamorada, pero eso la hubiera ahuyentado. Era como una sobredosis de la sustancia que ella consumía en cantidades frugales. Hasta hacía una hora, a pesar de la incertidumbre sobre lo que podía sucederle a Kuhn y lo que estaba sucediendo en el aeropuerto, había estado subordinando cualquier pensamiento de futuro a un código interno, en cuya primera página destacaba, en letras poco atractivas, la palabra «normalidad». Se hubiera puesto de inmediato a cavilar sobre cómo sería la vida al lado de un hombre que bebía incesantemente y que no sacrificaría su vida disipada por una relación; se había atrincherado detrás de miles de pros y de contras, y había dado prioridad a la razón, capaz de estropearle el ahora a cualquiera, ya que siempre sacaba a colación un mañana y un pasado mañana difíciles.
Pero ese «sí» venía como anillo al dedo en ese instante. No se le podía decir sí al futuro, sino únicamente a una idea del futuro. El tiempo era una secuencia de instantes. El futuro sólo surgía de lo que le permitiera la mente.
Una canción de la cantante islandesa Bjórk decía: «Por la mañana, cuando te vayas, mi corazón se detendrá, y el demonio, con una sonrisa sarcástica, enrollará nuestro amor como un ovillo de hilo inmenso y no lo soltará más. Por eso tenemos que reinventarlo cada noche.»
La cuestión ahora era si vivirían una noche más.
Después de las breves instrucciones de Jana, se había sentido fuerte y segura. Lista para asumir aquella terrible misión. El YAG estaba de nuevo en su lugar, los transformadores habían sido cargados. El sistema estaba intacto, ya que Jana y Gruschkov no habían cambiado la estructura de prueba, y porque, además, existía una segunda cámara. Por lo que parecía, Jana poseía una imaginación extraordinariamente pérfida, pero lo que en realidad sorprendía a Wagner era que no se quedara solamente en la fantasía. Cuando miró a través del visor de la Nikon y vio a la gente en la nave, a sabiendas de que una ligera presión de su dedo índice sobre el obturador bastaría para segar una vida, había sentido de repente la embriaguez que afloraba cuando alguien tenía en su poder un instrumento tan potente como el YAG. Kika no había intentado luchar contra esa fascinación, aunque, en realidad, aquello le revolvía las entrañas.
«Giras el objetivo hasta que tengas el blanco en la mirilla —le había dicho la terrorista—. Luego aprietas. Imagínate, sencillamente, que es un videojuego.»
En realidad, aquello tenía más de videojuego que de arma.
Apuntar, disparar, y a jugar.
Ahora que Wagner veía a Mirko por el visor de la Nikon, oculta tras la puerta cerrada de la sala de ordenadores, sintió de pronto un miedo terrible. Intentó enfocarlo en el visor, pero el serbio se ocultaba detrás del agente. Cada vez que la retícula lo enfocaba, él cambiaba de posición, y ella llegaba a temer acertarle al hombre equivocado.
Entonces Mirko disparó sin que Kika pudiera ver a qué o a quién.
Sintió mareos a causa del estupor. ¿Había matado a alguien? ¿O había caído en la trampa tendida por Jana? Mirko seguía sosteniendo al agente. «Vamos —pensó Kika—, suéltalo.»
No quería dispararle al agente. Pero no tenía otra opción. La horrorizaba pensar de esa manera, pero quizá la muerte repentina del otro podría crear la confusión necesaria.
Sacrificar a alguien por un objetivo. Así funcionaban esas cosas.
Entonces vio que las facciones de Mirko experimentaban un cambio.
Algo muy raro. Había un montón de cosas raras, aunque todo parecía ser cierto. Jana estaba muerta. Todos estaban muertos menos él y Francis, y quizá, Kuhn, que estaba inmóvil bajo el cuerpo extendido de O'Connor.
Su mirada se posó en el brazo mutilado del agente. Algo colgaba de la manga empapada en sangre, se salía hacia fuera, meciéndose.
¿Qué era? ¿Una corbata?
El brazo había sido vendado. ¿Cómo Francis podía tener el brazo vendado, si había estado haciéndose el muerto? Le habían tomado el pelo.
Tras esa certeza repentina, miró fijamente el cadáver de Jana. Su conocida larga cabellera. La chaqueta. Los hombros, que si se miraban más detenidamente eran demasiado anchos, de modo que probablemente no fuera Jana la que yaciera allí, sino…
Mirko apartó a Francis de un empujón y saltó hacia atrás.
Wagner apretó el obturador.
No tenía ni idea de lo que pasaría. Tal vez el láser sólo abriera un agujero en su cuerpo. O éste reventaría como una fruta demasiado madura. Pero sobre todo le horrorizaba pensar lo desagradable que sería, y ella tendría que verlo, de lo contrario no podía apuntar.
Sin embargo, no sucedió nada.
Hasta ese instante había tenido a Mirko en el visor, desprotegido, pero ahora había desaparecido.
¡Había fallado!
Wagner soltó un improperio.
Con una prisa provocada por el pánico, intentó enfocarlo de nuevo.
Mirko oyó el estruendo de los generadores en el momento en que se descargaron. Sabía que el salto hacia atrás le había salvado la vida. Pero sabía también que los generadores permitían un segundo disparo. Jana tenía que estar en la oficina o en la sala de ordenadores.
¡Maldita Jana, qué lista era!
Pero no lo suficientemente lista para enfrentarse a Mirko. No se dejaría tomar el pelo por ese pedazo de mierda.
En el instante en el que sus pies tocaron el suelo, se dio la vuelta rápidamente y apuntó al objetivo situado bajo el techo. Vio cómo éste giraba, buscándolo, vio centellear el espejo y disparó.
El mecanismo saltó en un estruendo.
Mirko no pudo reprimir una exclamación de triunfo. ¡Jana, maldita Jana! ¡Podía darse por muerta! Mirko se dio la vuelta para, acto seguido, echar a correr hacia el final de la nave.
Delante de él se hallaba uno de los agentes muertos.
El hombre estaba a la derecha de la entrada, con su traje negro acribillado cubierto completamente de sangre. Sin embargo, ahora estaba vivo, y tenía el rostro de Jana y una pistola en su mano derecha, apuntándole a Mirko.
De esa pistola llegó la muerte.
Lo último que Mirko sintió fue una mezcla de admiración infinita y un espanto innombrable.
Entonces acabó todo.