Al acabar la Segunda Guerra Mundial, Tito eliminó la monarquía yugoslava e impuso una federación socialista. Aquella estructura política, formada por seis repúblicas federadas y dos regiones autónomas, fue políticamente estable, y durante un tiempo la región de Kosovo vivió en paz. En el año 1966, incluso, el ministro serbio del Interior fue destituido por haber tomado represalias contra los albaneses de Kosovo. Ocho años después, por fin, se le otorgaron a Kosovo amplias prerrogativas de autodeterminación.
Tito murió en el año 1980. Seis años después llegó al poder un hombre que hasta ese momento había sido un obediente miembro de la élite comunista, más bien un burocrático. Su nombre era Slobodan Milosevic, y se convirtió en el primer secretario general del Partido Comunista en Serbia.
El 24 de abril de 1987 se produjeron varias manifestaciones de los serbios con motivo del
Kosovo Polje,
al oeste de Prístina. Milosevic prometió lo siguiente: «¡Nadie podrá golpearlos!» Así empezó la movilización serbia en Kosovo. Un año después, Milosevic habló abiertamente de «victoria en la lucha por Kosovo» y de «restitución de la unidad nacional de Serbia». En marzo de 1989, en un acto anticonstitucional, el parlamento serbio suprimió la autonomía de la región de Kosovo. En mayo, Milosevic se convirtió en el primer presidente serbio. Junto con más de un millón de serbios, celebró en Kosovo el seiscientos aniversario de la batalla del Campo del Mirlo y les prometió a sus compatriotas devolverles lo que les pertenecía. Declaró a los albaneses «enemigos del pueblo serbio durante seis siglos». La cizaña y la traición, según el presidente, habían perseguido al pueblo serbio como una maldición durante su larga historia. Era el momento de «¡cultivar el espíritu de la concordia, la cooperación y la seriedad!».
Para los albaneses de Kosovo comenzó una década de represión,
apartheid
y vejaciones.
En el año 1990, la región de Kosovo se declaró independiente y se otorgó a sí misma una constitución propia bajo el liderazgo de Ibrahim Rugova. Simultáneamente, una nueva constitución serbia derogaba, ahora también formalmente, la autonomía de Kosovo. En 1992, Rugova y su partido, el LDK, ganaban las elecciones parlamentarias en Kosovo, elecciones que Serbia había prohibido pero que apenas se molestó en impedir. Nadie se tomó muy en serio a Rugova y a su Estado fantasma.
En 1995, Croacia reconquistó los territorios ocupados de Eslavonia occidental y la región de la Krajina. Se produjo entonces un éxodo masivo de serbios. Muchos fueron asesinados y algunas decenas de miles, finalmente, se establecieron en Kosovo. Con el acuerdo de paz de Dayton terminó poco tiempo después la guerra en Bosnia-Herzegovina. Ese plan de paz fue elaborado por el llamado «grupo de contacto», integrado por estadounidenses, rusos, franceses, británicos y alemanes. La solución de paz para la ex Yugoslavia abarcaba también la región de Kosovo, pero Milosevic se negó a entablar ningún tipo de diálogo. A esas alturas, los observadores internacionales tenían claro que era inevitable la escalada del conflicto.
Al año siguiente, una nueva fuerza dio un impulso a la lucha independentista albanokosovar. Cuando asesinaron a cinco serbios, a raíz del fusilamiento de un albanés a manos de la policía serbia, el Ejército de Liberación de Kosovo, el UCK un grupo paramilitar, decidió pasar al ataque.
El conflicto entre albaneses y serbios se agudizó una vez más, pese a que Rugova y Milosevic firmaron un acuerdo sobre la «normalización del sistema de formación para la juventud albanesa». Se trataba de una de las maniobras de despiste del presidente serbio. En realidad, la manera de proceder de la policía y los militares serbios contra los albanokosovares se volvió cada vez más brutal. Desde la primavera hasta finales del verano de 1998, el ejército yugoslavo expulsó a más de un cuarto de millón de albaneses, asesinó y saqueó, hasta que Milosevic, bajo presión de la OTAN, accedió a retirar sus tropas de Kosovo.
Todos acariciaban la idea de que la amenaza de ataques aéreos había obligado a Milosevic a entrar en razón, pero, en realidad, el presidente yugoslavo sólo aceptó una misión de dos mil hombres de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, la OSCE, que fue estacionada en Kosovo en calidad de observadora. Sin embargo, sólo unos pocos meses después, se produjo en Recak, en Kosovo, la peor masacre conocida hasta ese momento, directamente ante los ojos de los observadores de la OSCE. El UCK interviene. Milosevic envió a Kosovo cada vez más unidades de la policía especial y del ejército, apoyadas por bandas paramilitares de asesinos bajo el liderazgo de hombres como Arkan y Dugi. Durante las últimas semanas de ese año y las primeras del año siguiente, los combates y las expulsiones entraron en una fase que suponía la burla de todos los acuerdos. La situación en Kosovo se hizo cada vez más confusa; las noticias sobre actos de crueldad se sucedían.
El 6 de febrero de 1999 comenzaron en el palacio de Rambouillet, cerca de París, las conversaciones entre los serbios y los albaneses, pero no se llegó a ningún resultado. Once días después, se retomaron las negociaciones. El grupo de contacto presentó un nuevo plan de paz que firmaron los albanokosovares. Ese plan preveía que Kosovo permaneciera bajo jurisdicción serbia, pero que recuperara su amplia autonomía; que el UCK fuera desarmado y que se estacionaran tropas de la OTAN en la provincia. Milosevic se negó a firmar el acuerdo.
El 19 de marzo, Richard Holbrooke, al que ya se le conocía con el sobrenombre del Arquitecto de Dayton, inició un último intento para convencer a Milosevic.
El presidente yugoslavo permaneció en sus trece.
El 24 de marzo de 1999 empezaron los ataques aéreos de la OTAN contra Yugoslavia, agrediendo por primera vez en su historia a un Estado soberano.
Se ha especulado mucho sobre los motivos por los que fracasaron las negociaciones en Rambouillet, si todos los involucrados se esforzaron en igual medida por el éxito. Las negociaciones tuvieron lugar en un mundo casi hermético, ni siquiera se les permitió a los miembros de las delegaciones llevar teléfonos móviles durante los días de las negociaciones en el palacio. Ese hermetismo provocó distintas especulaciones.
Una de ellas plantea que la culpa del fracaso la tuvo un tal Anexo B de carácter militar, añadido al capítulo 7, del boceto final del acuerdo presentado entonces por el llamado grupo de contacto. Según ese anexo, tras la retirada de las unidades yugoslavas de Kosovo, las tropas de la OTAN podrían moverse libremente por toda la federación yugoslava, es decir, por toda Serbia y Montenegro, podrían utilizar todas las infraestructuras sin pagar ningún tipo de compensación y ser inmunes ante las autoridades locales.
Ningún político yugoslavo podía firmar sin más un anexo de esas características. En correspondencia, surgieron algunos rumores que decían que la conferencia de Rambouillet había sido saboteada a conciencia por medio de ese Anexo B. Si en realidad fue así, habría que preguntarse quién podía tener un interés en hacer fracasar aquellas conversaciones. Porque el precio de ese fracaso significaba la guerra.
Supuestamente, el gobierno de la República Federal de Alemania, por lo menos, no había sido informado acerca del contenido de ese Anexo B. Joschka Fischer dijo en su momento que dicho anexo era negociable. Algunos diplomáticos rusos lo contradijeron. Según estos últimos, tanto el Anexo B como otras disposiciones incluidas en el capítulo 7, relativas al uso de las tropas de la OTAN, habían sido presentados por Estados Unidos y Gran Bretaña durante la segunda semana de negociaciones; lo habían hecho, además, sin consultar previamente con los otros miembros del grupo de contacto y presentándolas como una condición no negociable.
Más o menos por esa fecha empeoró de un modo drástico el clima entre Rusia y la OTAN. Aún está por determinar si fue realmente el Anexo B el culpable de esa crispación. Éste es sólo un símbolo de las múltiples informaciones contradictorias que hubo por entonces y que alimentaron la sospecha de que en Rambouillet no se había intentado negociar nada. Lo cierto es que en Rambouillet se mezclaron intereses que no facilitaron las negociaciones y que, al final, acabaron provocando la guerra que la OTAN libró hasta el acuerdo de Kumanovo, firmado el 9 de junio de 1999. Una guerra, por cierto, en la que todos los bandos se subestimaron: la OTAN, porque creyó que Milosevic se rendiría a los pocos días; y el propio Milosevic, porque subvaloró la firmeza de la OTAN.
Existen opiniones divididas sobre si aquella llamada guerra de los valores fue en realidad una guerra justa. Lo cierto es que las asesinas «depuraciones étnicas» de Milosevic se intensificaron bajo la «protección» de los bombardeos de la OTAN. Es cierto también que las masacres y las deportaciones habían comenzado mucho antes de que la OTAN arrojara la primera bomba.
SOBRE EL TERRORISMO
La aseveración más importante sobre el terrorismo internacional nos la ofrece la propia historia del libro: actualmente ya no valen las antiguas reglas del terrorismo. Los problemas de Jana a la hora de concebir una arma surgen de la extremada vigilancia de los organismos internacionales de seguridad, y ésta, a su vez, se basa en el temor legítimo a un tipo de atentado que tenga como consecuencia la muerte de millones de personas.
He aquí algunos comentarios que ahondan más en este tema.
La cuestión sobre la legitimidad de reducir a cenizas barrios enteros o incluso alguna ciudad fue respondida en su momento por los activistas de los años setenta y ochenta con un rotundo «No». Gerry Adams, uno de los cabecillas legendarios del IRA, condenó todo tipo de acción de brutalidad innecesaria. También el ala política del Ejército Republicano Irlandés, el Sinn Fein, contó de antemano con el terrorismo encauzado del IRA o no hizo nada por impedirlo. Sin embargo, el IRA jamás se dejó arrastrar a determinadas acciones que tuvieran como consecuencia la muerte sin sentido de centenares o millares de personas. Discurría una línea invisible que no se cruzaba en el terrorismo de la posguerra, y esa línea tenía mucho que ver con la psicología de los actores y sus objetivos. Franquear esa línea hubiese significado granjearse el desprecio de los demás terroristas que, todavía en los años ochenta, sabían tocar las teclas de la opinión pública y conseguían con ello notables resultados.
Durante mucho tiempo, esos grupos se esforzaron por mantener un equilibrio entre la violencia aceptable y la no violencia. La condición de aceptable, en este contexto, se podía interpretar, naturalmente, desde el punto de vista de cada observador. No obstante, algunas organizaciones como la RAF o las Brigadas Rojas se habían basado para sus acciones, en principio, en una moral curiosamente retorcida. El terrorista de izquierdas Michael Baumann desaprobó a finales de los años setenta el secuestro de un avión de la compañía Lufthansa por uno de sus compañeros, pues le parecía que el Frente Revolucionario debía concentrarse únicamente en personas culpables y que involucrar a personas inocentes era un acto poco ético. Una versión un poco más libre de este argumento defendió también Mario Moretti, la mente y el planificador de las Brigadas Rojas, cuando, en 1984, tuvo que responder ante un tribunal por el secuestro y el asesinato de Aldo Moro. No habían secuestrado a Moro el hombre, explicó Moretti a las comisiones de investigación, sino su función. No eran los hombres los que cambiaban el paisaje político, sino los símbolos y los valores simbólicos. Las Brigadas Rojas jamás hubiesen querido provocar sufrimiento en las personas.
Si ponemos a un lado la ética, se nos revelan algunos sólidos motivos para delimitar ese terror. En última instancia, se trataba de ganar prosélitos que no eran terroristas. Se forzaba la disposición a escuchar para luego aprovecharla de un modo razonable, para mover a la reflexión y las simpatías, y ampliar el propio
lobby.
Los activistas de los primeros años tenían claro cómo se podía amedrentar de nuevo a los prosélitos ganados, el umbral de lo permisible en los setenta y en los ochenta estaba situado en un lugar distinto al de la actualidad.
En ocasiones, esa vieja forma de terrorismo llegó a ser incluso exitosa. En el libro se menciona la concesión del Premio Nobel de la Paz a Yasser Arafat. Es, quizá, el mejor símbolo del arte de transformar el terrorismo bien encauzado en acciones políticas (lo que, sin duda, no constituye una disculpa para ningún acto de violencia). La OLP, precisamente, supo hacer malabarismos, muy hábilmente, con los sentimientos de las personas. Operaba de un modo inteligente y limitado. Supo ganarse la comprensión de una amplia opinión pública internacional, haciéndoles saber que no tenían más remedio que actuar de ese modo. El terrorismo, en algunas de sus facetas, se volvió apto para los salones de la diplomacia, no sólo con el legendario apretón de manos entre Arafat y Rabin, bendecido por el propio Clinton en calidad de instancia salomónica; también la reina de Inglaterra, Isabel II, recibió a Nelson Mándela como el legítimo jefe de gobierno de su país, justamente una década después de que la primera ministra británica Margaret Thatcher dijera: «Todo el que crea que el Congreso Nacional Africano va a asumir alguna vez el gobierno de Sudáfríca, está viviendo en las nubes.»
En ese sentido, la OLP es muy interesante para la comprensión del terrorismo de esos años, porque ella documenta la vía clásica en la consecución de los objetivos del terrorismo: despertar la atención, conseguir legitimidad y respeto, ganar autoridad y asumir el gobierno. Y, otra cosa que no puede olvidarse: distanciarse a tiempo del pasado.
Con este trasfondo, se puede comprender por qué el atentado con gas venenoso perpetrado en Tokio desató tal estupor. Nadie estaba preparado para una evolución en ese sentido. Sólo unas pocas semanas después, ciento veinte personas murieron en un atentado con explosivos contra un edificio federal en Oklahoma City. Dos años antes, un atentado contra el World Trade Center en Nueva York había provocado una enorme conmoción. Por lo que parecía, el terrorismo internacional había entrado en una fase de incremento de su actividad violenta y de un mayor derramamiento de sangre, un terrorismo basado en difusas máximas religiosas y racistas. Es precisamente el terrorismo religioso, así como el terrorismo de Estado promovido desde algunos regímenes totalitarios, el que nos amedrenta hoy, ya que a esos terroristas les da absolutamente igual el número de personas que mueran: en realidad, para ellos, cuantas más personas mueran, mejor. Y porque ya ni siquiera los más renombrados expertos en cuestiones de terrorismo pueden decir qué quieren en realidad dichas organizaciones.