—¿Aunque ella acabara de asesinar a un hombre?
—Después de eso reinó una gran confusión —dijo Wagner—. No sabíamos si en realidad estaba muerto y…
—¿Con un agujero en la frente? ¿Y no lo sabían?
—Tuvimos que cerciorarnos. ¿Qué espera usted? Teníamos miedo; allí estaba Kuhn, que ya ni se movía, estaba ese agente herido…
—En cualquier caso, Jana tuvo tiempo de llevarse la peluca.
—En ese caso, no constituiría ningún problema encontrarla —dijo O'Connor, fingiendo alivio—. Basta con que sus hombres le tiren del pelo a cualquier mujer…
El otro comisario se inclinó hacia adelante.
—No pretendo culparle de nada, doctor O'Connor. Su cooperación en el aeropuerto ha sido calificada de muy positiva; pero de todos modos, desde nuestro punto de vista, su papel en todo esto no ha quedado lo suficientemente claro. Tengo que advertirle que silenciar cualquier información podría estropear la buena impresión causada.
—Hasta ahora he estropeado cualquier buena impresión de mí que pudiera tener —dijo O'Connor en tono cortés—. Haré todo lo que pueda.
—Eso está bien.
—Para ello me aferraré a la verdad. Así que, al diablo con su recelo de policía. ¿Por qué íbamos a encubrir a esa mujer? Sus inculpaciones son idiotas.
—Nadie dice que esté usted encubriendo a Jana —se apresuró a asegurarle el comisario Bar—. Pero, por favor, entiéndanos. Usted ha sido de una ayuda increíble en este caso. No tengo necesidad de decirle cuan agradecidos le estamos. Pero usted también sabe lo que significa que esa mujer esté caminando libremente por Colonia en una situación como ésta. Estamos en medio de una cumbre.
O'Connor hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ella no emprenderá ningún segundo intento de asesinar a Clinton.
—¿Qué le hace estar tan seguro?
—Hemos encontrado el láser. Ya no es posible usar ese aparato. ¿Qué haría usted si fuese Jana? ¿Entraría al Hyatt y ahogaría a Clinton con la almohada mientras duerme?
—¿Dijo ella algo sobre sus intenciones de huir?
—No hablamos sobre eso. Sencillamente, se marchó. Si supiéramos dónde está, se lo diríamos.
Bar mordisqueó su bolígrafo.
—Creo que esa mujer va a huir —dijo Wagner.
—¿Por qué lo cree?
Se disponía a responder cuando vio a Silberman salir cojeando de la empresa de transportes. Se acercó lentamente a ellos. Detrás de él, el equipo de la ambulancia sacaba una camilla.
—Kuhn —exclamó Kika cuando el periodista se acercó—. ¿Cómo está?
De repente se dio cuenta de que el corresponsal de la Casa Blanca había estado llorando. Tenía los ojos hinchados y rojos.
Silberman hizo un gesto negativo y pasó de largo junto a ellos.
Wagner intentó sentirse triste, pero no lo consiguió. Ese día llegaría en algún momento. Ahora sólo quería irse a la cama y dormir, mientras O'Connor le sostenía una mano, la agarraba para que ella no pudiera caer de nuevo en la pesadilla de las últimas horas.
Bar sonrió de nuevo.
—Les dejaremos en paz por ahora —dijo en voz baja.
O'Connor le pasó el brazo por encima de los hombros a Kika y comenzó a mecerla suavemente. Como dos niños, se sentaron en el coche abierto, con las piernas colgando hacia fuera, mientras observaban a los policías realizar su trabajo.
—¿Somos culpables? —le preguntó ella, susurrando, al cabo de un rato.
El físico dejó transcurrir unos segundos de silencio.
—Sí. Somos culpables de todo —dijo él—. De todo.
El sol brillaba. El termómetro marcaba los 27°C. A través de la ventana abierta entraba una brisa suave que movía las cortinas de lino blanco.
O'Connor yacía sobre la cama y leía una revista ilustrada, cuando Wagner salió de la ducha. Ella dejó caer al suelo la toalla, le quitó la revista de las manos y lo besó.
—Humm —dijo O'Connor.
—Lo estoy desordenando todo —dijo Kika—. No soy especialmente ordenada.
—¿Es una advertencia?
—Más o menos.
—No importa —murmuró él—. El desorden es sexy.
—No me digas.
—El amor jamás fue algo ordenado, y el sexo mucho menos. Ya sabes que, en esos casos, uno depone sus principios y sus inhibiciones, y hace en adelante todo lo posible por no encontrarlos de nuevo.
El físico la atrajo hacia él. Ella rió y saltó fuera de la cama.
—No tenemos tiempo para hacer el amor —dijo ella, mientras revolvía en un montón de ropa—. Tenemos una cita.
—¡Santo cielo! La puntualidad…
—… le roba a uno el tiempo. Está claro. Piensa en algo mejor.
Desde hacía tres días O'Connor apenas había bebido alcohol. En cuanto tenía auténticos problemas, todo su interés en el alcohol parecía esfumarse. Y en ese momento tenía problemas. No podría abandonar Colonia. Provisionalmente, por decirlo así, pero lo provisional podía convertirse en un término muy elástico. En teoría podía marcharse a donde quisiera, pero estaba prácticamente atrapado en Colonia. La cumbre no había terminado todavía. El interés de la policía alemana y de los norteamericanos era enorme por aclarar el caso hasta en sus detalles más nimios, y para ello habían reclutado de nuevo a O'Connor en calidad de experto.
Wagner sintió alivio de que el físico pudiera arreglárselas tan bien sin su adorado whisky. Al mismo tiempo, se había planteado si, su abstinencia no le hacía perder su atractivo. Kika se preguntaba si al final el alcohólico O'Connor no era otra de las poses interpretadas por el físico. En esos momentos, ninguno de los dos tenía ganas de beber. En cambio, hacían el amor con una intensidad que sobrepasaba cualquier escala, y Kika se mostraba, por momentos, eufórica o alegre por cada minuto que pasaban juntos, o bien abatida cuando pensaba en Kuhn. Lo único que la ponía triste no era su muerte. También la entristecía el hecho de que, al cabo de tres días, no hubiera conseguido sentir el grado de tristeza que ese hombre, en su opinión, hubiese merecido. Se sentía culpable y confusa. La ausencia de dolor la hacía estar insegura y la avergonzaba. Durante un tiempo cargó ella sola con ese problema, pero luego se lo contó a O'Connor.
Él se mantuvo en silencio durante un rato y luego le dijo: —La tristeza es un huésped que viene y va cuando quiere, no cuando quieres tú. Creo que ésa es su mejor cualidad.
De vez en cuando pensaba también en Jana, que había perdido a su familia. Del mismo modo que la tristeza por Kuhn se mostraba renuente a aparecer, tampoco se sentía capaz de sentir rabia u odio contra Jana. Se preguntaba cuándo habría empezado el dolor de Jana y si éste tendría fin algún día. Pero, probablemente, no era legítimo establecer esa comparación. Kuhn no era un amigo ni un pariente, sino más bien un conocido al que uno apreciaba sin darse cuenta. Se lo imaginó entrando por la puerta y haciendo un comentario estúpido sobre su estatura, y luego pensó en la manera en la que aquel hombre había tratado a la terrorista, como si existiese un vínculo secreto entre ellos. Sólo a posteriori le llamaba la atención que el editor no estuviera realmente enfadado con su torturadora. Continuaría siendo un secreto si ello se debía a la confianza y la esperanza del editor en que ella lo dejaría ir o si, sencillamente, se debía a que había surgido entre ellos una extraña simpatía. Tenía que haber sucedido algo para que ella le perdonara todos los sarcasmos que él le dedicaba. A Wagner le había dado la impresión de que él podía decirle a ella cualquier cosa, mientras que Jana, con poca convicción, le prohibía hablar, pero escuchaba lo que decía.
Las víctimas y sus verdugos desarrollaban a menudo dependencias muy curiosas. En este caso, no sería una dependencia en toda regla, pero quizá él la hubiera hecho reflexionar. A través de una expresión, de un gesto.
O una advertencia.
Él la había advertido.
«Te dije que ellos ya habían pactado tu precio. Pero no quisiste escucharme.»
¿Había tenido Kuhn, al final, una visión más profunda del asunto que todos ellos juntos?
Una vez llegados a ese punto, los pensamientos de Wagner comenzaban a moverse en círculos, y entonces pensaba en otra cosa. O'Connor, que no tenía nada que hacer, estaba ansioso por conocer Colonia. Su gira de conferencias se había suspendido, oficialmente a causa de una enfermedad. A pesar de que la policía lo mantenía retenido en la ciudad en calidad de experto, ésta, asombrosamente, mostraba muy poco interés en él. Wagner lo llevó a rastras por los museos, las galerías y los clubes. Disfrutaba del hecho de que, después de tantos años de abstinencia, pudiera entregarse otra vez al ritmo de una ciudad que era la suya, en la que había muchas cosas nuevas por descubrir, sin miedos ni errores pasados. La cumbre iluminaba la autoestima de la ciudad como un rayo de gloria, mientras que los ciudadanos, por su parte, perdían poco a poco todo interés en aquel teatro. El cielo sobre sus cabezas resonaba otra vez con el tableteo de los helicópteros. La omnipresencia de la policía y los constantes bloqueos la amedrentaban y tranquilizaban al mismo tiempo, la confrontaban una y otra vez con todo lo que acababa de vivir; sin embargo, poco a poco, sin que ella apenas lo notara, Kika fue recuperando su equilibrio interior. Estaba viva. Tenía todos los motivos para estar agradecida. Y dormía de un modo excelente. Tal vez se debiera a O'Connor. Para simplificar las cosas, se había mudado a su suite. También a Wagner la habían condenado a no abandonar la ciudad en un principio; lo mismo había pasado con Silberman, quien recelaba de que no lo hubiesen liberado de sus responsabilidades de corresponsal a causa de su herida. Se habían acostumbrado a desayunar juntos, y para ello alternaban entre el Hyatt y el Maritim, donde encontraban otros temas de conversación que no fueran el atentado y aquella hora pasada juntos en la nave. Cada uno de ellos parecía esforzarse en ignorar el tema como se ignora a un acompañante indeseado, al que no se le presta atención hasta lograr que se levante de la mesa y se largue.
El cadáver de Kuhn había sido trasladado a Hamburgo sin dificultades. La autopsia había dado como resultado un shock hipovolémico. Kuhn había muerto a causa de una rotura del bazo, se había desangrado por dentro. Sólo cuando Wagner pensaba en ello, en la manera en que Gruschkov había pateado al editor, sentía un auténtico horror en su mente, y en esos momentos se distraía con cualquier otra cosa hasta que las imágenes desaparecían de su cabeza.
Esa mañana, Silberman se había mostrado muy irritado. Había soplado furioso sobre su café y dado rienda suelta a su malestar.
—¡Debo guardar silencio! Cerrar el pico. Me están machacando con eso desde el jueves por la noche, y yo debo repetirlo servilmente cada vez, pero ayer se pusieron realmente pesados.
—¿Quiénes? ¿La policía?
—No. Bueno, los policías también. Pero ayer tuve una visita de nuestra propia gente. Es una absoluta locura. ¡Me han insinuado que mire todo esto como si jamás hubiese sucedido!
—¿Y eso qué quiere decir? ¿Que no puede hablar de ello?
—Quieren que haga como si jamás hubiese estado presente.
—Incomprensible.
—Yo mismo no lo entiendo. Creo que preferirían encerrarme en mi habitación para que no hable absolutamente con nadie.
—Bueno, en cierto modo tienen razón. No quieren tener mala prensa mientras dure la cumbre. Quizá no quieran poner en peligro las investigaciones y no armar revuelo. A nosotros nos han sugerido lo mismo.
—¿Qué? ¿Permiten ustedes que les laven el cerebro?
—Nos han pedido discreción. En nuestro caso, ha sido la policía. —O'Connor había reído y se había encogido de hombros, haciendo gala de cierto fatalismo—. Y eso, a mí, que no soporto para nada a la gente discreta. Uno nunca puede averiguar si son gente interesante o, sencillamente, estúpida.
—No ha aparecido nada en los periódicos. Ni una sola palabra acerca de un atentado, sólo algo relacionado con controles más rigurosos a la prensa. La pista de estacionamiento estaba llena de periodistas; tienen que haber notado algo. Clinton llegó con bastante retraso, volvió a entrar al avión, salió nuevamente, nada de eso es normal. ¡Pero no, nada! ¡Absolutamente nada!
—Sí que apareció algo. En alguna parte decía que el presidente se había disculpado; que ciertas cuestiones de política internacional lo habían retenido a bordo, etcétera, etcétera.
—No sé…
—Vamos, Aaron, ellos sólo están haciendo su trabajo. Espere a que acabe la cumbre. Quizá el primer artículo sobre este asunto sea el suyo.
Silberman no quedó muy convencido.
Pero no había mucho más que decir sobre ese asunto, de modo que cambiaron de tema, y charlaron sobre las ayudas económicas y la remisión de la deuda para el Tercer Mundo. De algún modo, Colonia estaba politizada. Era como un gran teatro en el que se ponía en escena la política y en el que se discutía sobre el programa.
Wagner se examinó en el gran espejo situado al lado de la cama.
—Me parece simpático que venga a visitarnos —dijo, mientras cerraba los botones de su Levi's.
—Sí, a mí, curiosamente, también me lo parece —gritó O'Connor desde el cuarto de baño—. Sin embargo, al principio no podía soportarlo.
—Creo que sí podías soportarlo. Lo que no soportabas era que no se rindiera a tus pies de inmediato.
Kika se pasó las manos por su larga cabellera color miel y reflexionó si debía atarla en una coleta. Entonces decidió dejarlo como estaba. Largo y adorablemente despeinado. Últimamente, eso le gustaba más que la variante lisa y bien peinada.
—Si sigues diciéndome esas cosas, llegaré a tomarle cariño —dijo O'Connor burlonamente. A continuación, salió del cuarto de baño. Las vendas y tiritas más pequeñas en sus manos daban fe todavía de su caída a través del techo de cristal de la terminal, pero eso no estropeaba su aspecto general. Llevaba unos vaqueros de color beige y una camisa deportiva de color negro. Tenía un aspecto deslumbrante. Caminaron a lo largo del pasillo en dirección a los ascensores y bajaron al vestíbulo del hotel.
El vestíbulo de varias plantas del hotel Maritim, situado bajo un enorme techo de cristal a dos aguas, estaba dispuesto como una calle, con comercios, restaurantes y cafeterías. En la parte trasera del sótano había un
bistrot.
Las mesas cercanas a la fachada de cristal ofrecían una estupenda vista hacia el Rin. Lavallier se puso de pie cuando los vio venir.
—Los dos tienen un aspecto estupendo —dijo el policía.