Entrada + Consumición (3 page)

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Authors: Carlos G. García

Tags: #Romántico, #LGTB

BOOK: Entrada + Consumición
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Así que en medio de mi borrachera desproporcionada y tras la situación descrita, me sentí de lo más patético y terminé a las siete de la mañana llorando a moco tendido, sentado en un sucio escalón de cualquier calle y acompañado de Jorge, que me daba palmaditas en la espalda y apenas podía articular palabras de ánimo sin que la lengua se le trabara como consecuencia del alcohol.

Espectacular, ¿verdad? Soy la caña. Apuesto a que están ustedes deseando pegarse una marcha conmigo.

Con semejante precedente, presa de la inseguridad, le di un sorbo a mi ron-cola y me armé de valor. Las estadísticas estaban de mi parte: no podía tener tanta mala suerte. La verdad es que sí podía tenerla: no saben ustedes la cantidad de imbéciles que hay en los bares. No obstante, prefería engañarme pensando que todos no me iban a tocar a mí.

—Hola.

—Hola —devolvieron mi saludo al unísono la mariliendre y él, que me miraban sin ocultar la curiosidad que mi persona les despertaba.

—No seréis pareja, ¿verdad?

Hacerme el tonto se me da bastante bien y me gusta que los demás crean que soy ingenuo, lo suficiente como para creer que aquellos dos podían estar liados. Estaba clarísimo que eso era de lo más improbable, sobre todo porque mi objetivo podía resbalarse con su propio aceite en cualquier momento. Pero la educadísima pregunta me confería cierto aire de caballero andante decimonónico que respeta las manifestaciones de amor y bla, bla, bla…

—No, no —contestaron al unísono otra vez y entre jajajás y jijijís.

—Yo me llamo José Carlos —anuncié afablemente. Me excedí tanto que creo que ante semejante muestra de alegría sin venir a cuento ellos barajaron la posibilidad de que hubiera devorado a Miliki, el payaso, unos segundos antes.

—Ella es Irina. Yo soy Michael.

Puse los ojos en blanco. La cosa ya apuntaba maneras. Michael, seguramente, debía llamarse Miguel, Miguelito en su más tierna infancia en un barrio cualquiera de esta ciudad a juzgar por su acento; Miguelito de toda la puñetera vida. Estuve casi seguro de que su aspecto y su nombre de moderna no iban a defraudar mis expectativas: había tomado la peor decisión de la noche al seleccionarlo como objetivo precisamente a él y no a cualquier otro maricón de los muchos que pululaban a mi alrededor. Por eso, cuando me informó de que se dedicaba a la fotografía y de que iba a exponer la semana siguiente en el centro cultural, mi sonrisa ya había adquirido una curva irónica, rebosante de sarcasmo, y la lengua se me había afilado automáticamente. Estoy hasta la coronilla de estas maricas que van de artistas alucinantes y de excéntricas por la vida. Es la pose de moda. Claro que yo trataba de contenerme: si me ponía a despotricar me iba a casa sin follar. Así que las dos partes más importantes de mi cuerpo hicieron un trato.

Miguelito no me defraudó en nuestra frugal conversación y, en efecto, fue el mayor gilipollas, o al menos el más prepotente, con el que me había topado en mucho tiempo. Estuve a punto de deshacerme de mis ganas de echar un polvo y mantener mi virginidad mensual intacta para no defraudar a mis valores morales. Pero la carne es débil, yo me pedí otro ron-cola, él me invitó a un chupito, Jorge empezó a darme codazos y me decía al oído que tenía que follármelo para luego contárselo todo con pelos y señales y me vi un poco obligado por las circunstancias, la verdad. Todos esperaban que le comiera el hocico a Miguelito contra la pared, la famosa pared contra la que tantas y tantas personas se han dado el lote en el Onda, que todavía no sé cómo no se ha caído cualquier noche de éstas; y yo, que siempre he tenido tendencia a querer complacer a todo el mundo y a buscar aprobación, hice caso a mis instintos más primarios y lo hice. Le comí la puta boca. Jorge e Irina se quedaron hablando mientras nos metíamos mano y cuando abrí los ojos el local se había vaciado considerablemente. Casi había amanecido.

—¿Vamos a mi casa?

Durante un instante dudé. ¿De verdad merecía la pena irse con Miguelito a follar? ¿De verdad yo estaba preparado para tirarme a una moderna presuntuosa y pretenciosa y que de seguro no debía tener talento alguno? Aunque a mí, en realidad, con que tuviera talento para comer chupachuses…

Y me he venido a su casa, porque sí, porque soy más fácil que la tabla del uno, porque soy idiota, ya que yo sabía de antemano lo que iba a pasar. No está demasiado lejos del centro: odio cuando tienes que irte a la otra punta de la ciudad con un desconocido para echar una mierda de polvo y al día siguiente debes volverte a casa con tu resaca, malfollado, la ropa apestando a humo y a sudor y con los ojos más cerrados que un topo, porque, claro, el sol molesta, y a ver quién es el guapo que se lleva las gafas de sol cuando sale de marcha. Pues eso, que Michael vive cerca, no nos ha llevado más de quince minutos alcanzar su piso. Eso sí, se nos ha hecho de día por el camino y he podido ver que no es tan guapo como yo había supuesto en la oscuridad etílica del Onda. Vive en un piso compartido bastante sucio y descuidado, muy desordenado, que huele a humedad y que me ha dado asco en cuanto he entrado por la puerta. Su habitación, en cambio, ofrece un contraste prácticamente insultante con respecto al resto de la casa: está todo meticulosamente dispuesto, todo en su lugar correcto, huele a productos de limpieza y las paredes están decoradas todo lo
kitsch
que se espera de una moderna sin talento que se cree artista incomprendida y que decide consagrar su vida (y el dinero de sus papás, claro, no nos olvidemos) al Arte.

Al entrar, tuve que reconocer, sin embargo, que me gustaba el cubículo que me enseñaba como su habitación y que, después de todo, Michael podía tener algún tipo de talento para la imagen fija. Definitivamente, cuando esto sucedió yo estaba borracho y cachondo, no podía establecer una opinión objetiva sobre lo que me rodeaba. A punto de recobrar la conciencia, todo es diferente. Siempre lo es.

Y ahora estoy aquí, desnudo sobre una cama que no es la mía, intentando concentrarme.

Miguelito es mi primer polvo del mes y está siendo, con diferencia, el polvo más patético que me han echado en un montón de años. Yo no entiendo nada de lo que hace, no le comprendo en absoluto. Debe de ser porque él es artista y los artistas follan de una manera rara, diferente, de una forma que no comprendemos el resto de los humildes mortales. Para empezar, sus besos son caníbales. Esto, que suena a novela rosa y a pasión desmesurada, a mí no me hace ni puta gracia porque duele, ¿saben? Sus besos son caníbales, pero caníbales hasta el punto de que hace un momento he tenido que recomendarle, o más bien suplicarle, con toda la amabilidad que he sido capaz de reunir (porque he estado a punto de soltarle una hostia instintivamente), que se comida un poco, porque en una de sus incursiones en mi boca me ha hecho una herida y el sabor a sangre ha inundado mi paladar. Acepto algún mordisco, pero no que me arranquen el labio de cuajo, que yo valoro mucho mi integridad física.

Michael está obsesionado con las cámaras, pero no sólo porque sea fotógrafo sino porque sospecho que sostiene la firme convicción en su subconsciente de que somos actores de una película porno de bajo presupuesto. Adquiere posiciones nada funcionales ni naturales, siempre artificiales, y pretende que me ponga la pierna por detrás del cuello, como si yo hubiera hecho gimnasia rítmica toda mi vida. Por el culo de Beyoncé: yo nunca he sido atlético, ni siquiera deportista; los sábados, cuando mis compañeros del colegio se iban a hacer atletismo, yo me quedaba en mi casa acostado. En resumen: que tengo menos flexibilidad que una alcayata. Pero, ojo, que es que él tampoco la tiene. Por eso, sus intentos de que nos enredemos de una forma absolutamente ilógica cuando dos personas intentan sentir placer follando me empiezan a producir serios ataques de risa. Afortunadamente, parecen pasar desapercibidos para él, que se encuentra muy entretenido haciéndome daño con los dientes en la punta de… de… Ya saben ustedes. Total, que estoy hasta el alma y lo levanto tomándolo de los sobacos para que se ponga a mi altura, porque prefiero que me haga sangre en la boca a tener que acordarme de su santa y bendita madre y de la puta madre de su dentista mañana, cuando la polla me roce la tela del bóxer.

Ay, por favor, aun a riesgo de caer en la autocompasión: ¿no me merecía un polvo en condiciones, de verdad que no? ¿Tan malo he sido en otra vida?

Pero lo peor, lo más doloroso, es que Michael me toca como si yo fuera un saco de patatas: no sólo me hace daño con sus… ¿Caricias? ¿Palmotadas? ¿Amagos de guantazo? Bueno, algo parecido. No sólo me hace daño con sus "caricias", sino que además se tira encima de mí con una violencia, desde luego, gratuita e innecesaria. Yo estoy hasta los cojones, verán ustedes, pero hasta los cojones, porque esto, para ser mi primer polvo del mes, no está resultando placentero, ni ligeramente agradable siquiera. Ni indiferente, ya puestos. He rezado mentalmente alguna oración un par de veces para que Michael sienta ganas de correrse enseguida, porque además él parece estar pasándoselo pipa y creo que quiere alargar este suplicio durante horas. Si al menos estuviera tan aburrido como yo, sería mucho más sencillo pedir un tiempo muerto y dejar lo de echar un polvo juntos para otra vida.

Como digo, Michael está empalmado hasta límites insospechados y la tiene muy dura. Al menos, está limpia y es de tamaño estándar. Pobre Miguelito, qué mal está dejando a las modernas fotógrafas con escaso o ningún talento. Recorro su cuerpo con mis manos con avidez, pero no es porque me encante tocarle y le desee, sino porque quiero encontrar su punto débil, lo que más le gusta, urgentemente, con la intención de abusar de él y que esto termine cuanto antes. De repente, toco un pezón con los dedos y Miguelito se deshace en gemidos. La luz de la esperanza aparece al final del túnel y acaricio y pellizco tanto como puedo y con gran alegría este pezón mientras él se toca con los ojos vueltos.

Creo que es exactamente en este punto, cuando él se toca en medio de la cama exhibiendo una cara muy alejada de mi idea del erotismo, empapado en sudor, rojo perdido y con la vena del cuello a punto de estallar mientras lo contemplo como si no fuera conmigo, cuando pienso que para esto bien me podría haber largado a mi casa a comerme un sándwich de jamón cocido y queso calentito: en este momento estaría durmiendo tan ricamente con la barriga llena y no a punto de sufrir un esguince en el pulgar innecesariamente.

Finalmente Miguelito se corre. Yo suspiro aliviado y dejo caer mi cabeza sobre la almohada sin ocultar la extenuación que me invade.

—¿No vas a correrte? —me pregunta encantadísimo de la vida mientras se limpia los churretones de semen.

—Noooo… Qué va. Mejor no. No hace falta. Con que te hayas corrido tú ya me vale. Je. Yo es que soy así de considerado.

¡No, por Dios! ¡Basta! ¡Acabemos con esta tortura!

Sopeso durante unos segundos quedarme aquí mismo, en esta cama. No me apetece demasiado tener que largarme a casa a estas horas: la cabeza está a punto de explotarme y mi cansancio es de lo más acusado. Pero la perspectiva de dormir con Miguelito y despertarme al día siguiente a su lado, la idea de tener que fingir que me cae bien y aguantar que me enseñe sus fotografías y que hable de sí mismo como el nuevo mejor descubrimiento de las artes visuales, que me cuente que le encantaría exponer en Nueva York y chupársela a grandes genios pretenciosos de la escena internacional, impulsa el resorte necesario para que pegue un brinco desde la cama, me vista y anuncie mi marcha, que es casi como una estampida. Si sabes con seguridad que la persona a la que te acabas de tirar no te cae bien en absoluto y encima folla de pena, busca tus bragas y vete a casa a dormir la mona. Tú descansas tan ricamente en tu cama, tu ligue en la suya después de haberse corrido. Felicidad para todos, no nos hagamos daño forzando. Y, sobre todo, se evita el suplicio de tener que repetir polvo al despertar.

Esto es lo que ocurre cuando uno se empeña en visitar la fosa común que es el Onda fin de semana tras fin de semana. Me está bien empleado. Por puta.

Y por ingenuo, que en el fondo no se puede ser más tonto que yo.

Un daiquiri

Tengo casi treinta años. Sé que no lo parece a tenor de las experiencias relatadas en el capítulo anterior. Todavía pensamos que los treinta años son como los de los ochenta o los noventa, cuando la gente de esta edad tenía su vida más o menos planteada profesional y emocionalmente. Pero hoy nos canta otro gallo y nadie sabe qué narices quiere o espera para su futuro, por mucho que tengamos la sensación de que deberíamos saberlo. Al menos yo siento que debería saberlo, aunque también sé que las circunstancias no acompañan. Puede que sea por esta razón por la que me dedico, tan ricamente y haciendo alarde de un cinismo supino, a mirar cómo pasa la vida, mientras dentro de unos meses alcanzo esa cifra que lleva un tres a la izquierda: lo que en otros tiempos habría supuesto para alguien como yo el terror de los terrores.

A decir verdad, no me preocupa cumplir treinta años, no tengo esa famosa crisis de la que todo el mundo habla como si fuera el fin del mundo. Los treinta son los nuevos veinte, del mismo modo que los miércoles son los nuevos sábados. No hay nada que temer porque, si lo pienso fríamente, mi vida a los veinte era muy parecida a la que llevo ahora. A los veinte, yo cobraba un sueldo miserable en un trabajo poco reconocido, vivía con mis padres, estudiaba una carrera y me gastaba mi escaso sueldo en libros, música, ropa y juergas extenuantes que se extendían hasta las ocho de la mañana. Objetivamente, no hay mucha diferencia entre aquel veinteañero y el treintañero que soy ahora.

Objetivamente, claro. La procesión va por dentro.

Porque yo a los veinte tenía un planteamiento de vida muy diferente, seamos totalmente sinceros. A los veinte pensaba que lo de vivir con mis padres era algo temporal y que tarde o temprano terminaría largándome. La verdad es que me largué: a eso de los veinticinco tuve una pequeña crisis de identidad y resolví que lo mejor era irme a vivir solo. De alquiler, claro, no estoy tan loco como para hipotecarme hasta las cejas. Mi sueldo de mileurista apenas me daba para cubrir gastos, pero yo me contentaba pensando que por fin era una persona independiente, que me había emancipado: había logrado uno de los objetivos que se nos obliga a alcanzar durante la veintena a los individuos de esta era.

De todos modos, mi felicidad de joven encipot… emancipado no duró demasiado porque mis jefes decidieron llevar a cabo un maravilloso recorte de plantilla como consecuencia de la tan traída y llevada crisis. Crisis económica, porque de la social y de la existencial no habla nadie: ni los medios de comunicación, ni la gente de a pie, ni los políticos… Nadie. A pesar de que yo creo que es muchísimo más importante.

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