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Authors: Carlos G. García

Tags: #Romántico, #LGTB

Entrada + Consumición (17 page)

BOOK: Entrada + Consumición
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Recreo la escena durante breves instantes y me horrorizo.

No puede ser. No puede quedar así. Yo no puedo ser ese tipo.

Me doy cuenta de que no puedo quedar peor y, de pronto, como un
flash
de luz, como si se me hubiera aparecido el ángel de los mariquitas desquiciados directamente subido desde el infierno, se me ocurre una idea. Descabellada, claro. No esperarán ustedes descubrir a estas alturas que soy un tipo brillante…

—Creo que ya sé lo que voy a hacer.

—¿Qué vas a hacer, tía? —vuelve Jorge a su tono inicial, sólo porque ha percibido que mi hilo de voz ha sufrido un pico en la gráfica acústica.

—Tengo una idea —informo enigmáticamente.

—¿Qué? ¿Cuál? ¡Cuéntamelo, putita!

—No puedo. No puedo. Si te lo digo saldrá mal.

—¿Saldrá mal? O sea, que es un plan.

—No, qué va.

—Tía… ¡Conozco ese tono! Y me preocupa. Me da miedo.

—No tengas miedo —me río sonoramente, invadido por un hilo de esperanza—. No voy a infringir ninguna ley. Creo.

—Sé que estás a nada de hacer de las tuyas. Lo sé. Lo noto en tu voz. Y me da miedo porque estás loca perdida.

—Puede que sí, puede que no.

—Sea lo que sea, ten cuidado. Y no hagas castillos en el aire.

—No me seas tocahuevos, Jorge.

—No soy tocahuevos. Sólo te digo que no te dejes llevar por el entusiasmo y te hagas demasiadas ilusiones, que luego no salen las cosas como esperas y te quedas hecho polvo, porque enseguida te haces la película y… Qué te voy a contar: ya sabes cómo es esto, ya sabes cómo son los maricones. Piensa las cosas antes de hacerlas, querida, que no tenemos dinero para psicólogos, que el paro no da para tanto.

Le suelto una frase tranquilizadora con la que no se queda muy conforme y me despido de él.

Sé que Jorge tiene razón, sé que debería pensar las cosas, sé que no debería dejarme llevar por la euforia transitoria que me invade cuando me sobrevuelan la imaginación semejantes ideas de pacotilla. Sé que debería pensarlo fríamente, racionalizar las cosas…

Pero racionalizar está sobrevalorado.

Racionalizar está sobrevalorado. Habría que dejarle sitio a la espontaneidad con mayor frecuencia.

Lorenzo me dejó. Me dejó cuando más enamorado estaba yo de él. Fíjense cuan irónica puede llegar a ser la vida. Durante meses interpuse entre nosotros el freno de la racionalidad para tratar de no sentirme demasiado inmiscuido y en peligro, para evitar la vulnerabilidad extrema que se desprende del acto de entregarse al enamoramiento. Yo quería ir despacio en mi cabeza, lento, sin prisas, a pesar de que interiormente supiera que la relación estaba circulando por otros derroteros y que yo me hallaba profundamente encoñado de él, sin que el tono de voz de Lorenzo dejara ya de acompañarme a todos sitios todos los días, apostado en mi oído y dispuesto a discutir lo que fuera necesario con la voz de mi conciencia.

Todo el mundo suele decir eso de que hay que tomarse estas cosas con paciencia, sin ostentaciones, que no hay que albergar demasiadas ilusiones por nada porque luego las decepciones pueden ser tan enormes, tan mayúsculas, tan importantes, que es muy probable que te acompañen durante el resto de tu vida. Resulta que vivimos en un mundo desencantado y resulta que desde que somos pequeños, desde que tejemos nuestras primeras ilusiones, casi todo lo que nos rodea se empeña en hacernos saber que esa ilusión, esa esperanza densa, en producto bruto que suele tener lugar en la imaginación de todos nosotros cuando apenas levantamos unos palmos del suelo, no es más que un camelo que nos hace parecer frágiles, débiles y ridículos. La fantasía, imaginar las cosas de un modo diferente a como son, nos hace parecer inmaduros y los ilusos son, con diferencia, el grupo humano peor visto de los tiempos modernos, fabricados, al parecer, para ser habitados exclusivamente por seres fuertes, competitivos e implacables. ¿Ilusiones? ¿Idealismo? Estos son conceptos únicamente aplicables a pobres pusilánimes, perdedores crónicos, inadaptados sociales que nunca llegarán a formar parte de la colectividad, de la corriente que arrastra a los que viven en el mundo real, un mundo de personas fuertes e impertérritas que no están dispuestas a permitir que ñoñerías o sensiblerías les influyan.

Y yo me pregunto, ¿qué pasa si todos esos que dicen que hay que tener los pies sobre la tierra están equivocados, qué pasa si siempre lo han estado? ¿Y si realmente hubiera dos mundos coexistiendo a la vez, el de los que sueñan y el de los que abandonaron sus sueños por temor a ser decepcionados y a que estas decepciones les infligieran un daño insoportable? ¿Qué pasa si, en realidad, los soñadores fueran los valientes, los auténticos héroes de la era moderna, y los descreídos que desdeñaron sus ilusiones abocándolas a una mísera muerte o a un indefinido letargo no fueran sino cobardes que no pudieron afrontar su dolor y que pretenden dominar el mundo a costa de destruir la confianza en sí mismos de los valientes, de los que todavía se atreven a imaginar las cosas de un modo diferente a como son?

Confieso, aun a pesar de este discurso que me cuento a mí mismo, que con asiduidad me convierto en uno de esos cobardes cínicos y descreídos, provistos de un sarcasmo hiriente e implacable. Confieso que lo hago para protegerme, de los demás y, sobre todo, de mí mismo. Como dice Jorge, habitualmente caigo en la mala costumbre de construir castillos en el aire, vendo la piel del oso antes de cazarla, y eso puede llegar a ser verdaderamente contraproducente para mi bienestar. Quizás, por ello, tomo la decisión, en más ocasiones de las que puedo recordar, de no recapacitar demasiado acerca del torrente de sensaciones que trae consigo el mero hecho de imaginar que algo descabellado, algo verdaderamente maravilloso, puede sucederme en algún momento.

Sin embargo, nunca, jamás, he sido capaz de rebajarme a menospreciar las ilusiones de los demás con la baza del realismo que tanto se usa en los tiempos que corren para amedrentar las fantasías esperanzadoras de aquellos que todavía son capaces de construirlas y expresarlas. Pobres ingenuos que osan llevarlas por bandera, no saben que siempre hay algún espía del otro mundo, del mundo de los cobardes, acechando alrededor para destruirlas impunemente y, como añadido, hacerles sentir culpables por su ridiculez y su flaqueza, su pretendida inmadurez de soñadores idealistas. Nunca me he sentido capaz de cometer crímenes de semejante envergadura. Supongo que, incluso sopesando los daños de la experiencia y constatando que estos son notables, no me he convertido en un integrante de la legión de los descreídos. Todavía no.

Tal vez Jorge, en su actitud más paternalista y con la única intención de cuidar de mí, tenga razón y deba racionalizar. Puede que, al fin y al cabo, los cobardes estén en lo correcto al afirmar que las ilusiones, las esperanzas, los sueños y todo ese batiburrillo que aparece como tema central de las películas sensibleras son una fuente de dolor y de sufrimiento incandescente. Tal vez, sea verdad que haya que apostar por el caballo ganador y que lo mejor sea comportarse como seres pragmáticos y realistas, ceñirse a la felicidad que producen las cosas que son, que existen, que son ya una realidad. Puede que sí. No obstante, siempre he tenido el problema de que apostar por lo seguro me ha dado la impresión de ser tremendamente aburrido, una pérdida de tiempo espeluznante. Ese hatajo de cobardes omiten una gran verdad: la felicidad de la ensoñación, la confortabilidad que producen esos momentos de inspiración en los que el cerebro se traslada a una dimensión paralela y comienza a imaginar, a dejarse llevar por los deseos. No me digan que no es maravilloso desear, aunque luego esos anhelos terminen por perderse o por ser destruidos por los sinsabores de la propia existencia. Y no me digan que cuando han deseado con todas sus fuerzas algo no se han sentido mejores personas, como si conectaran directamente con la esencia más pura de ustedes mismos.

¿Y no creen ustedes que conectar con la esencia más pura de uno mismo es algo que ya de por sí debería hacernos felices?

Es bonito cuando te pasan cosas buenas de manera inesperada y sin que tengas que mover un dedo. Es maravilloso cuando la vida te sorprende con esa especie de poesía cósmica. El deseo siempre es inesperado. Siempre es poesía.

Yo estaba convencido de que Lorenzo me quería, entre otras cosas porque él se empeñaba en repetírmelo todos los días muchas veces, como si no sólo quisiera convencerme a mí, sino también efectuar la misma labor de persuasión consigo mismo. Como ya he dicho, yo creo que verdaderamente nunca estuvimos enamorados, que lo nuestro fue más un capricho y que nos empeñamos en que fuera algo más porque sí, porque a ambos nos venía bien una relación para atajar nuestras respectivas tristezas. Ignorábamos que los amores de conveniencia no sólo no aniquilan la raíz de las penas sino que la abonan fieramente para que crezca vigorosa pasado un tiempo prudencial.

Es muy posible que puesto que ambos sabíamos que no estábamos enamorados, mantuviéramos un pacto secreto, no explícito, a través del cual llevarnos bien. Porque nos llevábamos a las mil maravillas, eso es verdad. Por mucho que nos enzarzáramos en discusiones absurdas que tenían más que ver con sus problemas emocionales a la hora de relacionarse con los demás que con nuestra relación propiamente dicha, el punto y final de todas ellas era la expresión de un supuesto amor floreciente e imperturbable. En ningún momento me sentí poco respetado o poco deseado por él.

Durante meses, los meses en los que nuestra relación transcurrió sin sobresalto alguno más allá de las leves y banales disputas, traté de convencer a mi parte más cínica, la que había sido herida antaño y trasladado a ese mundo de cobardes convenientemente reforzado por el imaginario colectivo, que podía relajarse y sencillamente dejarse llevar por el amor que sentía por Lorenzo. Y lo hizo: terminé queriendo a Lorenzo. Esa parte de mí dura e impertérrita, se ablandó. Pasé a tener la cara de una quinceañera con coletas que mascaba chicle mientras regurgitaba una y otra vez el último beso que le había dado su novio. Y sí, soy consciente de que esto me hace parecer patético ante los ojos de ustedes. Pero sólo porque, finalmente, Lorenzo me dejó. De no haber sido así, de haber continuado juntos, les parecería entrañable, no patético, que me rindiera a los efluvios del amor de un tipo al que apenas conocía. Y cómo iba a aventurar yo que lo nuestro iba a tener un final tan próximo.

Las razones de la ruptura nunca las he sabido. Lorenzo alegó que no estaba seguro de continuar queriéndome, que no era justo para mí que él estuviera conmigo sin poder ofrecerme en la misma medida lo que yo le estaba dando a él. A mí todo aquello me sonó a excusa barata, a cuento chino, a que Lorenzo verdaderamente no quiso decirme a las claras que no me quería, que no deseaba estar conmigo, que había conocido a alguien que le gustaba más o que no le apetecía continuar imaginando un futuro común. Intenté sacarle la verdad, aunque él se mantuvo fiel a su idea inicial en todo momento: la de que no podía dilucidar qué sentía por mí exactamente pero que no era el amor tierno y apasionado que creía haber sentido cuando nos conocimos. Necesitaba un tiempo para recapacitar.

El hecho de mentirme y no concluir con que no tenía la menor intención de perder ni un minuto más de su vida conmigo o el hecho de dulcificar la realidad, que viene a ser lo mismo, aunque seguramente fue urdido por su mente para no hacerme demasiado daño y no destrozar mi autoestima, fue la peor de las cosas que pudo hacer porque dejó una puerta abierta para que yo continuara contemplando la posibilidad de estar con él. Sí, necesitaba un tiempo para recapacitar pero siempre cabía la posibilidad de que durante ese tiempo llegara a la misma conclusión que yo: que quería que estuviéramos juntos. Yo soñaba, claro que sí. Fantaseaba con la idea de retomar lo nuestro.

Tal vez entonces debí racionalizar en lugar de imaginar que Lorenzo iba a aparecer cualquier día en mi puerta, llamando con insistencia, con el fin de comunicarme que por fin había resuelto sus dudas y que, definitivamente, quería estar conmigo. Puede que entonces debiera haber racionalizado y no esperar durante meses que eso ocurriera, incluso sabiendo que Lorenzo no había perdido el tiempo y ya se acostaba con otros. Muchos porque trabajar en la barra de un bar de ambiente es lo que tiene: que uno nunca deja de conocer gente y para él eso no dejaba de ser el pan suyo de cada día. Si lo hacía estando conmigo, si teniendo novio se deshacía en atenciones con sus clientes, si se entretenía en conversaciones de horas con ellos, si les pedía el número de teléfono con una facilidad despampanante, estaba más que claro que estando soltero iba a continuar haciéndolo y con más razón, con segundas intenciones y hasta terceras y cuartas.

Tonta y ciegamente, yo no perdía la esperanza, no la perdía, y me obsesionaba con la idea consoladora de que en algún momento todo ese sacrificio que yo estaba poniendo en el asador de nuestra presunta relación se vería recompensado. La sola idea de perder al único tío del que de veras me había encaprichado me parecía, de súbito, demasiado demoledora como para aceptarla sin más y continuar con mi porquería de vida como si no hubiera sucedido nada, como si alguien no hubiera aparecido de repente con la intención de romper mis esquemas. Mierda, yo me había rendido a una historia de amor justo cuando se había acabado: aquello me parecía una putada injusta que no me merecía y ante la cual no estaba dispuesto a encogerme de hombros y resignarme.

Seguramente, también debiera haber racionalizado aquella noche, después de la ruptura, cuando me presenté en La Mota a la hora del cierre y me colé por debajo de la chapa, empapado por la llovizna que caía, medio borracho, llorando de impotencia e implorándole una segunda oportunidad con los ojos.

Es muy probable que debiera haber racionalizado cuando, esa noche, él, tras la barra, con las luces medio apagadas, echando el último vistazo para terminar de cerrar y largarse a casa, me miró con los ojos vidriosos, salió de allí, se acercó a mí lentamente y, sin hablar, me apartó las lágrimas con sus manos calientes, en contraste con la frialdad de mi cara y de mi corazón helado para, a continuación, besarme en los labios con dulzura, dilatando mucho sus movimientos en el tiempo, como si todo estuviera sucediendo a cámara lenta.

Es muy posible que debiera haber racionalizado cuando él me tomó de la mano, me sacó a la calle, donde la lluvia volvió a caer sobre mí mientras él echaba el cerrojo, para guiarme después a través de las calles del centro durante más de veinte minutos. Me dejaba hacer, me dejaba llevar como un autómata, como si estuviera programado como un vídeo, como si no pudiera impedir que aquello sucediera. Aunque lo cierto es que tampoco lo intenté.

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