—Es la cuenta de los víveres —dijo—. Está hecha según mi propio sistema. Como puede ver, asciende a un millón ochenta y cinco mil doscientas sesenta y seis libras de carne al año, más un millón ciento sesenta y siete mil novecientas noventa y cinco libras de galletas, ciento ochenta y cuatro mil trescientas cincuenta y ocho libras de pan, doscientas diecisiete mil ochocientas trece libras de harina, mil sesenta y seis celemines de trigo, un millón doscientas veintiséis mil setecientas treinta y ocho pintas de vino y doscientas cuarenta y cuatro mil novecientas cuatro pintas de ron.
El secretario escribió la explicación y él y Brenton se miraron e inspiraron profundamente.
—Capitán Aubrey —dijo Brenton—, ¿espera usted que me crea que en el
Leopard
se consumieron un millón ochenta y cinco mil doscientas sesenta y seis libras de carne y sesenta y siete mil novecientas noventa y cinco libras de galletas en un año?
—¿Quién diablos está hablando del
Leopard? ¿Qué
diablos significa ese «Espera usted que me crea…»? —empezó a decir Jack, pero se interrumpió y volvió la cabeza hacia la ventana.
¿Lo que oía eran lejanos cañonazos o truenos o el ruido de una narria al pasar por los muelles? No prestaba atención a los funcionarios y su mirada ausente y la tensión de su rostro les causaba una extraña impresión. El señor Brenton se fijó en la navaja, que estaba cerca de la mano del capitán, y reprimió su áspera respuesta y, con voz suave, continuó:
—Bueno, por el momento dejaremos eso. Dígame, ¿qué tiene que decir a esto? Y, por favor, ¿qué quiere decir
tronchante
?
Jack cogió el papel y se le puso la cara aún más pálida por la rabia. Obviamente, aquella era una carta privada. Lo supo en cuanto reconoció la letra del almirante Drury.
—¿Ha sido usted capaz de romper el sello de una carta privada y de leer lo que, evidentemente, iba dirigido sólo a esa dama? —preguntó con un vozarrón que llenó la habitación—. Como existe Dios que…
A partir de ese momento, el tono fue subiendo cada vez más. Stephen oyó claramente cómo discutían desde que llegó a la escalera, y cuando abrió la puerta, se dio cuenta de que sus voces tenían realmente un enorme volumen. Todos guardaron silencio mientras atravesó la habitación y le tomó el pulso a Jack.
—Debe irse inmediatamente, señor —le dijo a Brenton—. Es una orden del médico.
Pero Brenton había sido llamado miserable don nadie, retaco, despreciable civil y muchas otras cosas, había sido obligado mediante la fuerza moral a permanecer sentado en silenció durante interminables minutos mientras el capitán Aubrey escuchaba los cañonazos, había sido humillado en presencia de su secretario y el inútil ayudante del alguacil y con la respiración entrecortada gritó que no se movería de allí hasta que se le devolviera aquel documento, y mientras gritaba señalaba la carta del almirante, que Jack tenía en la mano. Después, lleno de ira, hizo una serie de comentarios, a veces coherentes, sobre su importancia en el departamento, la autoridad ilimitada del departamento sobre los prisioneros y su poder de coerción.
—Salga de la habitación, señor —dijo Stephen—. Le está haciendo mucho daño al paciente.
—No me iré —dijo Brenton, dando una patada en el suelo.
Stephen tocó la campanilla y luego le dijo a Bridey que le dijera al portero que subiera. El gigantesco indio apareció en el umbral de la puerta y lo llenó por completo.
—Tenga la amabilidad de indicarles la salida a estos señores —dijo Stephen.
La mirada del indio, serena y completamente inexpresiva, les intimidó y se pusieron de pie y se encaminaron a la puerta. Al llegar al umbral, Brenton se volvió y, agitando el puño en el aire, gritó:
—¡Se va a enterar de quién soy yo!
—¡Váyase al diablo, estúpido enano! —dijo Jack, cansadamente.
Y cuando la puerta se cerró, comentó:
—Los funcionarios son iguales en todos los lugares del mundo. Un reptil como ese podría haber venido del Almirantazgo para acosarme a preguntas en relación con algunos certificados de aduana que había olvidado ratificar en 1801. Tengo que decirte una cosa, Stephen: la
President
yla
Congress
salieron con la bajamar y me temo que han logrado escapar.
—No puedo permitir que te molesten —dijo Stephen, a quien la partida de las fragatas le era totalmente indiferente en esos momentos.
Temía que Jack, por cortesía, le preguntara por Diana, y con la confusión de ideas que tenía ahora no deseaba hablar de ella, por eso dijo:
—Iré a hablar con el doctor Choate.
Bajó despacio la escalera y entró en la caseta del portero para darle las gracias al indio por su ayuda. El indio le escuchó con una expresión complacida.
—Fue un placer —dijo cuando Stephen terminó de hablar—. Eran funcionarios públicos y yo odio a los funcionarios públicos.
—¿A todos los funcionarios públicos?
—A todos los funcionarios públicos norteamericanos.
—Me sorprende que diga eso.
—No se sorprendería si fuera usted natural de este país, si fuera un aborigen. Esta carta es para usted. La trajeron esta mañana después que se había marchado.
Stephen vio que la dirección estaba escrita con la hermosa letra de rasgos marcados de Diana y se la metió en el bolsillo. Si hubiera podido quitársela a ella de la cabeza con la misma facilidad se hubiera sentido aliviado, pues aunque sabía muy bien que debía poner en orden sus ideas y aclarar aparentes contradicciones y resolver sus conflictos, deseaba pasar un periodo en calma antes de hacerlo. Afortunadamente, el indio parecía tener ganas de conversar y le preguntó:
—¿Por qué usted me dice «¡Uf!»?
—Porque es la forma usual de saludar en la lengua de su pueblo. Según muchos autores, tanto franceses como ingleses, los iroqueses saludan así a los «caras pálidas». Pero si estoy equivocado, señor, le ruego que me perdone. Mi intención era buena, pero tal vez no estaba bien informado.
—La mayoría de los iroqueses que conozco tienen razones para saludar a los «caras pálidas» con un «¡Uf!». En la lengua que yo hablo, y permítame decirle que los pueblos indígenas que eran dueños de este continente hablaban infinidad de lenguas distintas, «¡Uf!» expresa desagrado o repulsión. Al principio me sentó mal y pensé en contestarle, pero luego me di cuenta de que usted no tenía el propósito de ofenderme. Además, le considero un compañero en cierto modo, ya que los dos hemos sido vencidos, los dos hemos sido víctimas de los norteamericanos.
—El doctor Choate me ha hablado de las horribles guerras con los indios. Al menos él se opone a esas guerras.
—Sí, el doctor Choate se opone. Y debo admitir que hay algunos norteamericanos buenos. Mis abuelos, que estaban en la Escuela India de Harvard, decían que un tal señor Adams era una excelente persona. Su madre era una sahuní, precisamente de la misma nación que el caudillo Tecumseh, quien ahora ayuda a sus compatriotas en la frontera con Canadá. Ahí viene el doctor Choate.
—¿Ha visto usted al doctor Maturin? —preguntó Choate—. Le estoy buscando.
—Y yo le buscaba a usted —dijo Stephen desde un rincón oscuro de la caseta.
—Tengo que hacer una cistotomía —dijo Choate—, como le dije el domingo en la cena, y he venido a pedirle que me ayude.
—Con mucho gusto —dijo Stephen.
En verdad, nada podía ser más oportuno que eso. Era una operación sumamente delicada, pero él la había hecho muchas veces. Se concentraría en la operación, se preocuparía de manejar con precisión el bisturí y de que el paciente no sufriera y todo eso le haría abstraerse y sentir paz interior, pues mientras estuviera trabajando no sería perturbado por su razón y sus deseos. Pero también tenía que tener en cuenta la noche, la inactividad de la noche, y después de hablarle al doctor Choate de la necesidad de mantener a los funcionarios del Departamento de Marina alejados de Jack Aubrey, le pidió una pinta de láudano.
—El láudano puede encontrarlo junto al tonel que hay en el dispensario —dijo el doctor Choate—. Y por lo que respecta a los funcionarios del Departamento de Marina, haré lo que pueda, pero esos oficiales tienen mucho poder en tiempo de guerra. He recibido notas suyas en tono autoritario y hostil y a veces incluso amenazador.
El paciente era extraordinariamente grueso y la operación fue más complicada de lo que se esperaba. Pero por fin terminó, y con éxito, y las probabilidades de sobrevivir del paciente eran muchas.
Stephen fue a la habitación de Jack a lavarse las manos. Jack estaba durmiendo tumbado boca arriba y con el brazo herido encima del pecho, y su cara, donde todavía se reflejaban el dolor físico y la pena, no tenía un aspecto muy diferente de la cara macilenta del paciente que acababan de llevarse en la camilla. Stephen sabía que nada excepto el cambio del viento podría despertarle, y después de lavarse las manos sacó la botella de whisky del lugar donde estaba escondida y se bebió medio vaso de un trago. En la Asclepia no estaban permitidas las bebidas alcohólicas y los oficiales de la
Constitution
, sobre todo el señor Evans, lo sabían muy bien, y a pesar de eso, el espacio que había detrás de los libros de Jack estaba lleno de botellas de whisky de centeno,
bourbon
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y un vino acre del país.
Volvió a colocar el whisky en su lugar y después se le cayó el vaso, pero no hubo ningún cambio en aquel rostro entristecido. Entonces salió de allí con la botella de láudano, una botella verde con una etiqueta que decía: VENENO. Su habitación era pequeña y daba al patio interior. Cuando entró en ella ya la lámpara estaba encendida y había fuego en el hogar. La lámpara, de pantalla verde, iluminaba su escritorio, que estaba lleno de papeles, y el resto de la habitación estaba en penumbra. Era una habitación confortable, realmente confortable, pero él se sentía incómodo, triste, solo… Buscó en los bolsillos y encontró la nota de Diana y entonces la arrojó sobre la mesa y puso la botella verde al lado. Tiró la chaqueta sobre la cama, puso la silla de manera que un lado diera a la mesa y el otro al fuego y se sentó.
Desde hacía muchos, muchos años, no podía franquearse con ningún hombre ni ninguna mujer y a veces le parecía que la franqueza era tan necesaria como la comida y el afecto. Durante ese tiempo, había usado su diario como sustitutivo de ese confidente inexistente y aunque era un sustitutivo que dejaba mucho que desear, lo había usado con tanta frecuencia que se había convertido en algo casi necesario. Y ahora echaba de menos aquel cuaderno cuidadosamente escrito en clave. Después de estar mirando el fuego un rato, se puso de frente a la mesa y miró con indiferencia la nota y cogió una hoja de papel y escribió: «Si ya no amo a Diana, ¿qué voy a hacer?».
¿Qué podría hacer si la causa fundamental, el motor principal de su existencia, había desaparecido? Sabía que iba a amarla siempre, hasta el último día de la eternidad. Se decía a sí mismo que si no lo había jurado era por la misma razón que no había que jurarle a nadie que el sol salía todas las mañanas, porque era evidente, porque era verdad, y por la misma razón que nadie juraba que seguiría respirando ni que dos y dos eran cuatro. En este caso, un juramento hubiera implicado la posibilidad de duda. Sin embargo, parecía que la palabra «eternidad» significaba ocho años, nueve meses y unos cuantos días y que el último día era un miércoles diecisiete de mayo. «¿Es posible que me haya sucedido eso?», se preguntó. Sabía que eso le había ocurrido a otros hombres, pero otros hombres también enloquecían y contraían cáncer. ¿Era posible que no fuera inmune, como había supuesto tácitamente?
«Tal vez esto sea solamente una
intermittence du coeur
, nada más», pensó. Era muy probable. Podía deberse a algunas alteraciones fisiológicas que acompañaban el cambio de aire y de dieta, la ansiedad, la excesiva preocupación y cientos de causas más. Escribió otro párrafo donde incluyó ejemplos de abdicaciones, abandono de firmes propósitos de manera aparentemente inexplicable y pérdida temporal de la fe que podían atribuirse al mal estado del cuerpo, la morada de la mente. También citó casos de hombres valientes que habían tenido alguna afección del hígado y se habían comportado como cobardes y del trastorno mental pasajero de las mujeres parturientas. Añadió algunas reflexiones sobre los efectos de la mente en el cuerpo, y mencionó varios ejemplos, como los eczemas y los falsos embarazos, en algunos de los cuales realmente se llegaba a producir leche. Luego secó cuidadosamente la hoja con papel secante, la juntó con las otras y las lanzó todas al fuego, que ya se estaba extinguiendo. Observó cómo las hojas se retorcían al arder y cómo se reducían a negras y minúsculas cenizas. No estaba del todo convencido y la voz que le contradecía en su interior le dijo que había muchos hombres, médicos de profesión, que cuando palpaban sus propios tumores aseguraban que eran benignos. Pero al menos eso le servía de consuelo porque contribuía a disipar las dudas de su mente, y pensando en ello se fue a la cama. En el piso más bajo del edificio un hombre cantaba «¡Ay, mi paloma rabuda…!» como si se le partiera el corazón. Stephen estuvo escuchando la canción hasta que el sopor provocado por el láudano, aumentando como la marea, llegó a cubrirle por completo.
* * *
Al despuntar el día, un día luminoso, empezó a soplar el viento del nortenoroeste. Jack había estado observando la bahía con el telescopio y antes del desayuno vio entrar la fragata que esperaba. Había una claridad excepcional y el aire estaba límpido y muy pronto pudo identificar a la
Shannon
. La fragata avanzaba más y más y se acercó hasta donde no había visto llegar a ninguna otra de la escuadra, se acercó tanto que podía ver a un oficial en la cruceta del mastelero de proa mirando por el telescopio. No podía jurarlo, pero le parecía que era Philip Broke, que estaba al mando de la
Shannon
desde hacía cinco años. La fragata se acercó aún más, hasta que los cañones de la isla Castle le lanzaron una bomba de mortero. Entonces viró y la pequeña figura reapareció en el alcázar y luego subió a la cruceta del palo mesana y podía verse que su brillante telescopio de latón estaba dirigido hacia el puerto de Boston y los barcos de guerra. Poco después se hincharon las velas de la fragata y ésta se alejó de allí con rumbo a alta mar con las velas amuradas a babor. Enseguida aparecieron por encima de las gavias dos hileras de banderas de señales. Jack no podía distinguirlas, pero sabía muy bien cuál era el mensaje, y entonces escrutó el horizonte y pudo ver a la compañera de la
Shannon
virar, desplegar todas las velas y poner proa al este-sureste para adentrarse en el Atlántico.