Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones

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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Erótico, Humor, Relato

BOOK: Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones
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Éste es el primer libro que se publicó en España de un autor entonces desconocido,
Charles Bukowski
, que alcanzó de inmediato gran popularidad. Se ha comparado a Bukowski con Henry Miller y Hemingway, con Céline y Artaud, con Charlie Parker y W. C. Fields, y en pocos años pasó de escritor «maldito» a leyenda viviente.

Los relatos aquí reunidos parecen extraídos de las tripas ulcerosas de su narrador, escritos entre ataques de
delirium tremens
, orgías y fantasías alcohólicas, utilizando el crudo lenguaje de la calle, de la escoria, de la basura, como nadie lo había hecho. Crónicas brutalmente divertidas de la pesadilla yanqui, del «desierto de neón», tan exentas de hipocresía, tan auténticas, que hacen estremecer.

Apostamos a que el lector de este libro estará de acuerdo con la receta de Neil Baldwin:
«Tomar una porción de Hemingway, añadir una dosis de humor (del que Hemingway extrañamente carece, mientras Bukowski es un virtuoso), mezclar con un puñado de hojas de afeitar y varios litros de vino barato, luego una o dos gotas de ironía, agitar bien y leerlo al final de la noche: así tendrá el auténtico sabor Bukowski».

Charles Bukowski

Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones

ePUB v1.1

GONZALEZ
09.12.11

Corrección de erratas por Doña Jacinta

Título de la edición original:
Erections, Exhibitions and General Tales of Ordinary Madness

City Lights Books

San Francisco, 1974

© Charles Bukowski, 1967, 1968, 1969, 1970, 1971, 1972

© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1992

Traducción de J. M. Álvarez y Angela Pérez

Pedró de la Creu, 58

08034 Barcelona

ISBN: 84-339-2043-X

Depósito Legal: B. 35527-1994

Printed in Spain

Libergraf, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

A LINDA KING

que me lo trajo y

se lo llevará

LA CHICA MAS GUAPA DE LA CIUDAD

Cass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decían que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una máquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.

Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no les sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: «No tienen agallas —decía ella—. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas... todo fachada y nada dentro...». Tenía un carácter rayano en la locura; un carácter que algunos calificaban de locura.

Su padre había muerto del alcohol y su madre se había largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidiaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de cuchillas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecía, por el contrario, realzarla.

Yo la conocí en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviese algo que ver con el asunto.

—¿Tomas algo? —pregunté.

—Claro, ¿por qué no?

No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitía. Me había elegido y no había más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecía tener la edad, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que volvía del retrete y se sentaba a mi lado yo sentía cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo había visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.

—¿Crees que soy bonita? —preguntó.

—Sí, desde luego. Pero hay algo más... algo más que tu apariencia...

—La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?

—Bonita no es la palabra, no te hace justicia.

Buscó en su bolso. Creí que buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiese impedírselo, se había atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las ventanillas. Sentí repugnancia y horror.

Ella me miró y se echó a reír.

—¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?

Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida. Algunas personas, incluido el encargado, habían observado la escena. El encargado se acercó.

—Mira —dijo a Cass—, si vuelves a hacer eso te echo. Aquí no necesitamos tus exhibiciones.

—¡Vete a la mierda, amigo! —dijo ella.

—Será mejor que la controles —me dijo el encargado.

—No te preocupes —dije yo.

—Es
mi
nariz —dijo Cass—, puedo hacer lo que quiera con ella.

—No —dije—, a mí me duele.

—¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la nariz?

—Sí, me duele, de veras.

—De acuerdo, no lo volveré a hacer. Ánimo.

Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando pude apreciar que era una persona que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo, retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una
esquizo
hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, algo, acabase destruyéndola para siempre. Esperaba no ser yo.

Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:

—¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?

—Por la mañana —dije, y me di la vuelta.

Por la mañana me levanté, hice un par de cafés y le llevé uno a la cama.

Se echó a reír.

—Eres el primer hombre que conozco que no ha querido hacerlo por la noche.

—No hay problema —dije—. En realidad no tenemos por qué hacerlo.

—No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco.

Se fue al baño. Salió en seguida, realmente maravillosa, largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandecientes,
toda
resplandor... Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.

—Ven, amor.

Fui.

Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis manos recorriesen su cuerpo, acariciasen su pelo. La monté. Su carne era cálida y prieta. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella me miraba a los ojos.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—¿Qué diablos importa? —preguntó ella.

Solté una carcajada y seguí. Después se vistió y la llevé en coche al bar, pero era difícil olvidarla. Yo no trabajaba y dormí hasta las dos y luego me levanté y leí el periódico. Cuando estaba en la bañera, entró ella con una gran hoja: una oreja de elefante.

—Sabía que estabas en la bañera —dijo—, así que te traje algo para tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.

Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.

—¿Cómo sabías que estaba en la bañera?

—Lo sabía.

Cass llegaba casi todos los días cuando yo estaba en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traía la hoja de elefante. Y luego hacíamos el amor.

Telefoneó una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea pagando la fianza.

—Esos hijos de puta —decía—, sólo porque te pagan unas copas creen que pueden echarte mano a las bragas.

—La culpa la tienes tú por aceptar la copa.

—Yo creía que se interesaban por
mí,
no sólo por mi cuerpo.

—A mí me interesas tú
y
tu cuerpo. Pero dudo que la mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.

Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabundeando; volví. No había olvidado a Cass ni un momento, pero habíamos tenido algún tipo de discusión y además yo tenía ganas de ponerme en marcha, y cuando volví pensé que se habría ido; pero no llevaba sentado treinta minutos en el bar West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.

—Vaya, cabrón, has vuelto.

Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nunca la había visto vestida así. Y debajo de cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podían ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.

—Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza...

—No, no seas tonto, es la
moda.

—Estás chiflada.

—Te he echado de menos —dijo.

—¿Hay otro?

—No, no hay ninguno. Sólo tú. Pero ahora hago la vida. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.

—Sácate esos alfileres.

—No, es la moda.

—Me hace muy desgraciado.

—¿Estás seguro?

—Sí, mierda, estoy seguro.

Se sacó lentamente los alfileres y los guardó en el bolso.

—¿Por qué estropeas tu belleza? —pregunté—. ¿Por qué no aceptas vivir con ella sin más?

—Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.

—Vale —dije—, tengo mucha suerte.

—No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.

—Gracias.

Tomamos otra copa.

—¿Qué andas haciendo? —preguntó.

—Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.

—A mí tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.

—No creo que quisiese establecer un contacto tan íntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.

—Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso.

Salimos juntos. Por la calle, la gente aún miraba a Cass. Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca.

Fuimos a casa y abrí una botella de vino y hablamos. A Cass y a mí, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato yo escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil, sin tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa... de aquella manera con la que sólo ella podía reírse. Era como el gozo del fuego. Y durante la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quitó aquel vestido de cuello alto y lo vi... vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.

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