Read Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones Online
Authors: Charles Bukowski
Tags: #Erótico, Humor, Relato
Jack lleva unos vaqueros azules, va descalzo, no tiene camisa ni camiseta, sólo lleva encima un chal marrón. Uno de los otros, tiene barba y hace muecas y se ruboriza continuamente. El otro tío es sólo gordo. Una especie de sanguijuela.
—¿Has visto últimamente a Borst? —pregunta Jack.
—No.
—¿Puedo tomar una de tus cervezas?
—No. Vosotros, amigos, venís, os bebéis todo mi material, os largáis y me dejáis en seco.
—De acuerdo.
Se levanta de un salto, sale y coge la botella de vino que había escondido debajo del cojín de la silla del porche. Vuelve. Descorcha y echa un trago.
—Yo estaba abajo en Venice con esa chica y cien arcoiris.
[1]
Creí que me habían guipado y subí corriendo a casa de Borst con la chica y los cien arcoiris. Llamé a la puerta y le dije «¡rápido, déjame pasar! ¡Tengo cien arcoiris y vienen siguiéndome!». Borst cerró la puerta. La abrí a patadas y entré con la chica. Borst estaba en el suelo, meneándosela a uno. Entré en el baño con la chica y cerré la puerta. Borst llamó. «¡No te atrevas a entrar aquí!» dije. Estuve allí con la chica sobre una hora. Echamos dos para divertirnos. Luego nos fuimos.
—¿Tiraste los arcoiris?
—No, qué coño, era una falsa alarma. Pero Borst se cabreó mucho.
—Mierda —dije—, Borst no ha escrito un poema decente desde 1955. Le mantiene su madre. Perdona. Pero quiero decir que lo único que hace es ver la televisión, comer esas delicadas verduras y pasearse por la playa en camiseta y calzoncillos sucios. Cuando vivía con aquellos muchachos en Arania era un buen poeta. Pero no me cae simpático. No es un ganador. Como dice Huxley, Aldous, «todo hombre puede ser un...».
—¿Qué andas haciendo tú? —pregunta Jack.
—Nada, todo me lo rechazan —dije.
Mientras la sanguijuela seguía allí sentada sin hacer nada, el otro tipo empieza a tocar la flauta. Jack alza su botella de vino. La noche es hermosa ahí en Hollywood, California. Entonces el tipo que vive en el patio de atrás se cae de la cama, borracho. Se oye un gran golpe. Estoy acostumbrado. Estoy acostumbrado a todo el patio. Todos están sentados en sus casas, con las persianas bajadas. Se levantan al mediodía. Tienen los coches fuera cubiertos de polvo, los neumáticos deshinchados, sin batería. Mezclan alcohol y droga y no tienen ningún medio visible de vida. Me gustan. No me molestan.
El tipo sube otra vez a la cama, se cae.
—Condenado y maldito imbécil —se le oye decir—, vuelve a esa cama.
—¿Qué ruido es ése? —pregunta Jack.
—El que vive ahí atrás. Es muy solitario. De vez en cuando bebe unas cervezas. Su madre murió el año pasado y le dejó veinte de los grandes. Se pasa la vida sentado en su casa, meneándosela y viendo los partidos de béisbol y las películas del oeste por la televisión. Antes trabajaba de ayudante en una gasolinera.
—Tenemos que largarnos —dice Jack—. ¿Quieres venir con nosotros?
—No —digo.
Explican que es algo relacionado con la Casa de Seven Gables. Van a ver a alguien relacionado con la Casa de Seven Gables. No es el escritor, el productor ni los actores, es otro.
—No, no —digo, y se largan. Magnífica perspectiva.
Así que me siento otra vez con los monos. Si pudiese manipularlos, hacer algo con ellos. ¡Si consiguiese ponerlos a joder todos al mismo tiempo! ¡Eso es! ¿Pero cómo? ¿Y por qué? Piensa en el Ballet Real de Londres. ¿Pero por qué? Me estoy volviendo loco. Vale, el Ballet Real de Londres es buena idea. Doce monos volando mientras bailan ballet, sólo que antes de la representación alguien les da a todos cantáridas. Pero la cantárida es un mito, ¿no? ¡Vale, introduce otro científico loco con una cantárida real! ¡No, no, oh Dios mío, no hay forma de arreglarlo!
Suena el teléfono. Lo cojo. Es Borst:
—¿Hank?
—¿Sí?
—Seré breve. Estoy arruinado.
—Sí, Jerry.
—Bueno, perdí mis dos patrocinadores. La bolsa y el duro dólar.
—Vaya, vaya.
—Bueno, siempre supe que esto iba a pasarme. Así que me voy de Venice. Aquí no puedo triunfar. Me iré a Nueva York.
—¿Qué?
—Nueva York.
—Ya me pareció que decías eso, ya.
—En fin, bueno, ya sabes, no tengo un céntimo y creo que allí triunfaré, realmente.
—Claro, Jerry.
—El perder a mis patrocinadores es lo mejor que podía haberme ocurrido.
—¿De veras?
—Ahora me siento de nuevo luchando. Ya has oído hablar de esa gente que se pudre en la playa. Pues bien, eso es lo que he estado haciendo yo hasta ahora: pudriéndome. He conseguido salir de esto. Y no me preocupa. Salvo los baúles.
—¿Qué baúles?
—No termino de hacerlos. Así que mi madre vuelve de Arizona para vivir aquí mientras yo esté fuera y para cuando vuelva, si es que vuelvo.
—Bien, Jerry, bien.
—Pero antes de ir a Nueva York voy a acercarme a Suiza y quizás a Grecia. Luego volveré a Nueva York.
—De acuerdo, Jerry, ya me tendrás informado. Me gusta saber de tu vida.
Luego, otra vez con los monos. Doce monos que pueden volar, jodiendo. ¿Cómo hacerlo? Ya van doce botellas de cerveza. Busco mi dosis de whisky de reserva en el refrigerador. Mezclo un tercio de vaso de whisky con dos tercios de agua. Nunca debí salir de aquella maldita oficina de correos. Pero incluso aquí, de este modo, uno tiene su pequeña oportunidad. Esos doce monos jodiendo, por ejemplo. Si hubiese nacido en Arabia y fuese camellero no tendría siquiera esta oportunidad. Así que endereza la espalda y dedícate a esos monos. Se te ha concedido la bendición de un pequeño talento y no estás en la India, donde probablemente dos docenas de muchachos podrían escribir para ti si supiesen escribir. Bueno, quizá no dos docenas, quizá sólo una docena pelada.
Termino el whisky, bebo media botella de vino, me acuesto, lo olvido.
A la mañana siguiente, a las nueve, suena el timbre. Hay una chica negra allí con un chico blanco con cara de tonto y gafas sin montura. Me cuentan que hace tres meses en una fiesta prometí ir en barco con ellos. Me visto, entro en el coche con ellos. Me llevan hasta un apartamento y allí sale un tipo de pelo oscuro.
—Hola, Hank —dice.
No le conozco. Al parecer, le conocí en la fiesta. Saca pequeños salvavidas color naranja. Luego estamos en el muelle. No puedo diferenciar el muelle del agua. Me ayudan a bajar a un balanceante artilugio de madera que lleva a un muelle colgante. Entre el artilugio y el muelle flotante hay como un metro de separación. Me ayudan a pasar.
—¿Qué coño es esto? —pregunto—. ¿Nadie tiene un trago?
Ésta no es mi gente. Nadie tiene bebida. Luego estoy en un pequeño bote de remos, alquilado, al que alguien ha unido un motor de medio caballo. El fondo del bote está lleno de agua en la que flotan dos peces muertos. No sé qué gente es ésta. Ellos me conocen. Magnífico. Magnífico. Salimos al mar. Bonito. Pasamos ante una rémora que flota casi en la superficie del agua. Una rémora, pienso, una rémora enroscada a un mono volador. No, eso es horrible. Vomito otra vez.
—¿Cómo está el gran escritor? —pregunta el tipo con cara de tonto que va en la proa de la barca, el de las gafas sin montura.
—¿Qué gran escritor? —pregunto, pensando que está hablando de Rimbaud, aunque jamás consideré a Rimbaud un gran escritor.
—Tú —dice.
—¿Yo? —digo—. Oh, muy bien. Creo que el año que viene me iré a Grecia.
—¿Grasa?
[2]
—dice él—. ¿Para metértela en el culo?
—No —contesto—. En el tuyo.
Y seguimos hacia alta mar, donde Conrad triunfó. Al diablo con Conrad. Tomaré coca-cola con whisky en un dormitorio a oscuras en Hollywood en 1970, o en el año en que tú lees esto, sea el que sea. El año de la orgía simiesca que nunca sucedió. El motor farfulla y sorna en el mar. Vamos camino de Irlanda. No, es el Pacífico. Vamos camino del Japón. Al diablo.
Hubo unas cuantas reuniones en casa de Joe Hyans al principio, y yo solía aparecer borracho, así que no recuerdo mucho de los principios de
Open Pussy,
el periódico underground, y sólo por lo que más tarde me contaron supe cómo fue. O más bien, lo que yo había hecho.
Hyans: «Dijiste que limpiarías todo esto y que empezarías por el tipo de la silla de ruedas. Entonces él empezó a chillar y la gente empezó a irse y tú le pegaste un botellazo en la cabeza».
Cherry (esposa de Hyans): «Te negaste a marchar y bebiste una botella entera de whisky y no parabas de decirme que ibas a joderme allí mismo contra la librería».
—¿Lo hice?
—No.
—Bueno, espera a la próxima vez.
Hyans: «Escucha, Bukowski, intentamos organizarnos y tú lo único que haces es estropearlo todo. ¡Eres el borracho más repugnante que he visto en mi vida!».
—De acuerdo, me largo. Por mí podéis joderos.
¿A
quién le importan los periódicos?
—No, queremos que hagas una columna. Te consideramos el mejor escritor de Los Angeles.
Alcé mi copa.
—¡Es un insulto hijoputesco! ¡No vine aquí a que me insultaran!
—Bueno, quizá seas el mejor escritor de California.
—¡Qué dices! ¡Aún sigues insultándome!
—En fin, queremos que hagas una columna.
—Soy un poeta.
—¿Qué diferencia hay entre poesía y prosa?
—La poesía dice demasiado en demasiado poco tiempo; la prosa dice demasiado poco y se toma demasiado tiempo.
—Queremos una columna para
Open Pussy.
—Sírveme un trago y de acuerdo.
Hyans me lo sirvió. Yo estaba de acuerdo. Terminé el trago y me fui a mi patio barriobajero, considerando el error que estaba cometiendo. Tenía casi cincuenta años y andaba haciendo el tonto con aquellos chavales melenudos y barbudos. ¡Oh qué
alucinante,
papi, qué
alucinante!
Guerra es mierda. Guerra es infierno. Jode, no luches. Hace cincuenta años que sé todo eso. Para mí no fue tan emocionante ni tan interesante. Oh, y no se olvide la
hierba.
La mandanga. ¡
Alucinante,
niño!
Encontré una pinta de whisky en casa, la bebí, luego bebí cuatro latas de cerveza y escribí la primera columna. Era sobre una puta de ciento veinte kilos que me había tirado una vez en Filadelfia. Era una buena columna. Corregí los errores mecanográficos, la envié y me fui a dormir...
El asunto empezó en la planta baja de la casa que había alquilado Hyans. Había algunos voluntarios medio memos y la cosa era nueva y todos estaban emocionados menos yo. Me dediqué a perseguir a las mujeres, pero todas
parecían
y
actuaban
igual: todas tenían diecinueve años, pelo rubio sucio, culo pequeño, pecho pequeño; eran tontuelas y aturdidas, y, en cierto modo, engreídas sin saber bien por qué. Cuando posaba mis manos borrachas sobre ellas se quedaban absolutamente frías. Absolutamente.
—¡Mira, abuelo, lo único que quiero que levantes es una bandera norvietnamita!
—¡Pero de todos modos tu coño probablemente apeste!
—¡Oh, qué viejo sucio! ¡Eres realmente... repugnante!
Y luego se alejaban meneando sus deliciosos culitos de manzana, llevando sólo en la mano (en vez de mi amoroso corazón púrpura) algún tebeo juvenil en el que los policías atizaban a los chicos y se llevaban sus chupachups en el Sunset Strip. Allí estaba yo, el mejor poeta vivo desde Auden y sin ni siquiera poder darle por el culo a un perro...
El periódico se hizo demasiado grande. O a Cherry le preocupaba el que yo anduviese por allí borracho en el sofá, atisbando a su hijita de cinco años. Cuando la cosa se puso mal de veras fue cuando la hija empezó a sentárseme en las rodillas y a mirarme a la cara frotándose contra mí, diciendo:
—Me gustas, Bukowski. Cuéntame cosas. ¿Quieres que te traiga otra cerveza, Bukowski?
—¡Deprisa, querida!
Cherry: «Escucha, Bukowski, haz el favor de...».
—Cherry, los niños me aman. Yo qué voy a hacer.
La niñita, Zaza, volvió corriendo con la cerveza y volvió a sentarse en mis rodillas. Abrí la cerveza.
—Me gustas, Bukowski. Cuéntame un cuento.
—De acuerdo, bonita. Bueno, érase una vez un viejo y una encantadora niñita que se perdieron juntos en el bosque...
Cherry: «Oye, viejo lascivo...».
—Cállate, Cherry, ¡tienes el alma sucia!
Cherry corrió escaleras arriba a buscar a Hyans que estaba echando una cagada.
—¡Joe, Joe, tenemos que trasladar el periódico a otro sitio! ¡Te lo digo en serio!
Encontraron un edificio libre enfrente, de dos plantas, y una medianoche que estaba bebiendo vino de Oporto le sujeté la linterna a Joe mientras él abría la caja telefónica que había a un costado de la casa y modificaba los cables para poder disponer de teléfonos interiores sin cargo. Por entonces, sólo había otro periódico underground en Los Angeles y acusó a Joe de robar una copia de su lista de direcciones. Yo sabía, por supuesto, que Joe tenía su moral y sus escrúpulos y sus ideales: por eso dejó de trabajar para el gran diario metropolitano. Por eso dejó de trabajar para el otro periódico underground. Joe era una especie de Cristo. De eso no había duda.
—Sostén bien la linterna —decía...
Por la mañana sonó el teléfono en mi casa. Era mi amigo Mongo, el Gigante de la Nube Eterna.
—¿Hank?
—¿Sí?
—Cherry se fue anoche.
—¿Sí?
—Tenía esa lista de direcciones. Estaba muy nerviosa. Quería que la escondiera yo. Dijo que Jensen anda tras la pista. La metí en la bodega debajo de un montón de bocetos a tinta china que hizo Jimmy el Enano antes de morir.
—¿Te la tiraste?
—¿Para qué? Sólo tiene huesos. Sus costillas me destrozarían.
—Pues te tiraste a Jimmy el Enano y sólo pesaba treinta y cinco kilos, cabrón.
—Pero tenía gancho.
—¿Sí?
—Sí.
Colgué...
Durante los cuatro o cinco números siguientes,
Open Pussy
salió con frases como éstas: «NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «OH, NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «NOS ENCANTA, NOS CHIFLA, NOS ENTUSIASMA LOS ANGELES FREE PRESS». Debía ser verdad. Tenían su lista de direcciones.
Una noche Jensen y Joe cenaron juntos. Joe me explicó más tarde que todo iba ya «perfectamente». No sé quién jodió a quién o lo que pasó por debajo de la mesa. No me importaba...
Y pronto descubrí que tenía otros lectores lo que yo escribía, además de los barbudos y los encollarados...