Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones (7 page)

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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Erótico, Humor, Relato

BOOK: Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones
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En Los Angeles, el nuevo Edificio Federal se eleva, todo alto cristal, moderno y absurdo, con sus kafkianas series de oficinas, todas ellas provistas de su poquito de burocracia personal; todo alimentándose de todo y palpitando en una especie de calor y torpeza gusano-en-la-manzana. Pagué mis cuarenta y cinco centavos por media hora de aparcamiento, o más bien me dieron un billete de tiempo por esa cantidad, y entré en el Edificio Federal, que tenía murales en el vestíbulo como Diego Rivera hubiese hecho si le hubiesen extirpado nueve décimas partes de su sensibilidad: marinos norteamericanos e indios y soldados sonrientes, procurando parecer nobles, en amarillos baratos y repugnantes y podridos verdes y azules meones.

Me llamaban a personal. Sabía que era para un ascenso. Cogieron la carta y me congelaron en el duro asiento durante cuarenta y cinco minutos. Formaba parte de la vieja rutina: tú tienes mierda en los intestinos y nosotros no. Afortunadamente, por pasadas experiencias, leí el verrugoso anuncio, y me quedé allí pensando cómo resultarían en la cama las chicas que pasaban, o con las piernas alzadas o cogiéndomela en la boca. Pronto me encontré con una cosa inmensa entre las piernas (bueno, inmensa para mí) y hube de clavar los ojos en el suelo.

Por fin me llamaron, una negra muy negra y grácil y bien vestida y agradable, con mucha clase e incluso cierta recámara, cuya sonrisa decía que sabía muy bien que me iban a joder, pero que insinuaba también que no le importaría hacerme un favor. Esto facilitaba las cosas. No es que fuera importante.

Y entré.

—Coja una silla.

Hombre detrás de la mesa. La misma mierda de siempre. Me senté.

—¿Mr. Bukowski?

—Sí.

Me dijo su nombre. No me interesaba.

Se echó hacia atrás, me miró fijamente desde su silla giratoria.

Estoy seguro de que esperaba a alguien más joven y de mejor aspecto, más vistoso, de aire más inteligente, de aire más traicionero... Yo era simplemente un viejo cansado, indiferente, con resaca. Él era un poco canoso y distinguido, si entiendes el tipo de distinguido a que me refiero. Jamás arrancó remolachas de la tierra con una pandilla de emigrantes mejicanos ni estuvo en la cárcel por borrachera quince o veinte veces. Ni recogió limones a las seis de la mañana sin camisa, porque sabes que al mediodía hará más de cuarenta grados. Sólo los pobres saben lo que significa la vida: los ricos y aposentados tienen que imaginarlo. Luego, curiosamente, empecé a pensar en los chinos. Rusia se había suavizado. Quizá sólo los chinos supiesen, por subir desde el fondo, cansados de mierda blanda. Pero entonces no tenía ideas políticas, todo esto eran cuentos: la historia nos jodía a todos al final. Yo me adelantaba a mi época: cocido, jodido, machacado, no quedaba nada.

—¿Mr. Bukowski?

—¿Sí?

—Bueno, hemos recibido un informe...

—Sí. Adelante.

—...en el que nos dicen que usted no está casado con la madre de su hija.

Le imaginé entonces decorando un árbol de Navidad con una copa en la mano.

—Así es. No estoy casado con la madre de mi hija, que tiene cuatro años.

—¿Paga usted los gastos de manutención de la niña?

—Sí.

—¿Cuánto?

—No tengo por qué decírselo.

Se echó hacia atrás de nuevo.

—Debe usted comprender que los que servimos al gobierno debemos observar ciertas normas.

Como en realidad no me sentía culpable de
nada,
no contesté.

Esperé.

Oh, ¿dónde estáis vosotros, muchachos? ¿Dónde estás tú, Kafka? ¿Y tú, Lorca, fusilado en una cuneta, dónde estás? Hemingway, clamando que le vigilaba la CIA y sin que nadie lo creyera, salvo yo...

Entonces, el canoso y anciano y distinguido y bien descansado señor que jamás había arrancado remolachas de la tierra, se giró y buscó en un bien barnizado armarito que tenía detrás y sacó seis o siete ejemplares de
Open Pussy.

Los tiró sobre la mesa como si fuesen apestosos, humeantes y violados cagarros. Los palmeó con una de aquellas manos que jamás habían recogido limones.

—Nos vemos obligados a creer que usted es el autor de estas columnas:
Notas de un viejo asqueroso.

—Sí.

—¿Qué tiene que decir de estas columnas?

—Nada.

—¿Llama usted a esto
escribir?

—Lo hago lo mejor que puedo.

—Pues bien, yo mantengo a dos hijos que estudian periodismo en la mejor universidad, y ESPERO...

Palmeó las hojas, las apestosas hojas cerotescas, con la palma de su anillada mano que nada sabía de fábricas o cárceles y dijo:

—¡Espero que mis hijos no escriban jamás como USTED!

—No lo harán —le prometí.

—Mr. Bukowski, creo que la entrevista ha concluido.

—Sí —dije, y encendí un cigarrillo, me levanté, rasqué mí panza cervecera y salí.

La segunda entrevista fue antes de lo que yo esperaba. Estaba plenamente entregado (por supuesto) a una de mis importantes tareas subalternas cuando el altavoz bramó:
«¡Henry Charles Bukowski, preséntese en la oficina del supervisor de turno!».

Abandoné mi importante tarea, cogí una hoja de ruta que me dio el carcelero local y pasé a la oficina. El secretario del supervisor, un anciano pellejo canoso, me miró de arriba abajo.

—¿Es
usted
Charles Bukowski? —me preguntó, muy desilusionado.

—Sí, amigo.

—Sígame, por favor.

Le seguí. Era un edificio grande. Bajamos varios tramos de escaleras y rodeamos luego un largo vestíbulo y entramos en una gran estancia a oscuras que daba a otra gran estancia aún más a oscuras. Allí había dos hombres sentados al fondo de una mesa que debía medir por lo menos veinticinco metros. Estaban sentados bajo una solitaria lámpara. Y al fondo de la mesa había una sola silla: para mí.

—Puede usted pasar —dijo el secretario. Y luego se esfumó.

Entré. Los dos hombres se levantaron. Y allí quedamos bajo una lámpara en la oscuridad. Pensé en asesinatos, no sé por qué razón.

Luego pensé, esto son los Estados Unidos, papi, Hitler ha muerto. ¿O no?

—¿Bukowski?

—Sí.

Los dos me estrecharon la mano.

—Siéntese.

Alucinante, amigo:

—Este es el señor... de Washington —dijo el otro tipo que era uno de los grandes cagarros perrunos del lugar.

Yo no dije nada. Era una lámpara bonita. ¿Hecha con piel humana?

El que habló fue Mr. Washington. Llevaba una carpeta con unos cuantos papeles.

—Bien, Mr. Bukowski...

—¿Sí?

—Tiene usted cuarenta y ocho años y lleva once trabajando para el gobierno de los Estados Unidos.

—Sí.

—Estuvo usted casado con su primera esposa dos años y medio. Luego se divorció y se casó con su esposa actual, ¿cuándo? Querríamos saber la fecha.

—No hay fecha. No me casé.

—¿Tienen ustedes una hija?

—Sí.

—¿De qué edad?

—Cuatro años.

—¿Y
no
están casados?

—No.

—¿Paga usted la manutención de la niña?

—Sí.

—¿Cuánto?

—Lo normal.

Entonces retrocedió y nos sentamos. Estuvimos los tres sin decir nada por lo menos cuatro o cinco minutos.

Luego aparecieron los ejemplares del periódico underground
Open Pussy.

—¿Escribe usted estas columnas,
Notas de un viejo asqueroso?
—preguntó Mr. Washington.

—Sí.

Entregó un ejemplar a Mr. Los Angeles.

—¿Ha visto usted éste?

—No, no, no lo he visto.

Cruzando la cabecera de la columna, caminaba una polla con piernas. Una andarina e inmensa INMENSA polla con piernas. La columna hablaba de un amigo mío al que le había dado por el culo por error, estando borracho, por creerme que era una de mis amigas. Me llevó dos semanas obligar a mi amigo a dejar mi casa. Era una historia auténtica.

—¿Llama a esto
escribir?
—preguntó el señor Washington.

—No sé si está bien escrito, pero la historia me pareció
muy
divertida. ¿A usted no le hizo gracia?

—Pero esta... esta ilustración de la cabecera? ¿Qué me dice de esto?

—¿La polla que anda?

—Sí.

—No la dibujé yo.

—¿No tiene usted nada que ver con la selección de las ilustraciones?

—El periódico se compone los martes por la noche.

— ¿Y no está usted allí los martes por la noche?

—Tendría que estar, sí.

Esperaron un rato, ojeando
Open Pussy,
leyendo mis columnas.

—Sabe —dijo Mr. Washington, palmeando de nuevo los
Open Pussies
—, no habría habido problema si hubiese seguido usted escribiendo
poesía,
pero cuando empezó usted a escribir
estas
cosas...

Volvió a palmear los
Open Pussies.

Esperé dos minutos treinta segundos. Luego pregunté:

—¿Hemos de considerar que los funcionarios de correos son los nuevos críticos literarios?

—Oh, no, no —dijo Mr. Washington—. No queremos decir
eso.

Seguí allí sentado, esperando.

—Pero se espera determinada conducta de un empleado de correos. Usted está a la vista del público. Tiene que ser un modelo de conducta ejemplar.

—Pues yo creo —dije— que está usted amenazando mi libertad de expresión con una consecuente pérdida de mi empleo. Quizá le interesa eso a la A.C.L.U.
[3]

—Preferiríamos que no escribiese usted la columna.

—Caballeros, llega un momento en la vida del hombre en que éste tiene que elegir entre escapar o plantar cara. Yo elijo plantar cara.

Su silencio.

Espera.

Espera.

Barajeo de los
Open Pussies.

Luego Mr. Washington:

—¿Mr. Bukowski?

—¿Sí?

—¿Va a escribir usted más columnas sobre la administración de correos?

Había escrito una sobre ellos que consideraba más humorística que degradante... pero en fin, quizá
mi
mente no funcionase como era debido.

Les dejé tomarse su tiempo. Luego contesté:

—No, si no me obligan a hacerlo.

Entonces esperaron
ellos.
Era una especie de partida de ajedrez-interrogatorio en la que estabas esperando a que el otro hiciese el movimiento equivocado: desbaratase peones, alfiles, caballos, rey, reina, sus fuerzas. (Y entretanto, mientras tú lees esto, allá se va mi maldito trabajo. Alucinante, niño. Pueden enviar dólares para cerveza y coronas de flores al Fondo de Rehabilitación de Charles Bukowski...)

Mr. Washington se levantó.

Mr. Los Angeles se levantó.

Mr. Charles Bukowski se levantó.

Mr. Washington dijo: «Creo que la entrevista ha terminado».

Nos estrechamos todos las manos como serpientes enloquecidas por el sol.

Mr. Washington dijo: «Y, por favor, no se tire de ningún puente...».

(Extraño: ni siquiera se me había ocurrido.)

—...llevábamos diez años sin tener un caso así.

(¿Diez años? ¿quién habría sido el último pobre mamón?)

—¿Sí? —pregunté.

—Mr. Bukowski —dijo Mr. Los Angeles—. Vuelva a su puesto.

Pasé un rato inquieto (¿o mejor inquietante?) intentando dar con la ruta de vuelta hasta la zona de trabajo por aquel subterráneo laberinto kafkiano y, cuando conseguí llegar, todos mis subnormales compañeros de trabajo (un buen atajo de cabrones) empezaron a gorjearme:

—¿Dónde has estado, muchacho?

—¿Qué querían, viejo?

—¿Te liquidaste a otra chica negra, papaíto?

Les di SILENCIO. Uno aprende del queridísimo Tío Sam.

Siguieron cotorreando y chismorreando y frotándose sus ojetes mentales. Estaban asustados de veras. Yo era el Viejo Frío y si eran capaces de liquidar al Viejo Frío, serían capaces de liquidar a cualquiera.

—Querían hacerme jefe de oficina —les dije.

—¿Y qué pasó, viejo?

—Les mandé a la mierda.

El capataz del pasillo pasó y todos le rindieron la adecuada pleitesía, salvo yo, yo, Bukowski, yo encendí un cigarrillo con un lindo floreo, tiré la cerilla al suelo y me puse a mirar al techo como si tuviese grandes y maravillosos pensamientos. Era cuento. Tenía la mente en blanco. Lo único que quería era una media pinta de Grandad y seis o siete buenas cervezas frías...

El jodido periódico creció, o pareció crecer, y se trasladó a un edificio de Melrose. Me fastidiaba siempre ir allí con mis originales, sin embargo, porque todos eran muy mierdas, muy mierdas y muy presumidos y no valían gran cosa, en fin. Nada cambiaba. La evolución histórica del Hombre-bestia es muy lenta. Eran como los mierdas que me encontré cuando entré en la redacción del periódico del City College de Los Angeles en 1939 o 1940, los mismos muñequitos petulantes con sombreritos de papel de periódico en la cabeza que escribían tonterías y estupideces. Se hacían los importantes... no eran lo bastante humanos para reconocer tu presencia. La gente del periódico siempre fue lo más bajo de la especie; los miserables que recogían las compresas de las mujeres en los retretes, tenían más alma... sí, no hay duda.

Cuando vi a aquellos tipos, a aquellos
freaks
de universidad, me largué, para no volver.

Ahora.
Open Pussy.
Veintiocho años después.

En mi mano las hojas. Allí en la mesa, Cherry. Cherry hablaba por teléfono. Muy importante. Silencio. O Cherry no estaba al teléfono. Escribía algo en un papel. Silencio. La misma vieja mierda de siempre. Treinta años no habían significado nada. Y Joe Hyans corriendo por allí, haciendo grandes cosas, subiendo y bajando las escaleras. Tenía un cuartito arriba. Un lugar íntimo, claro. Y tenía a un pobre mierda en un cuarto trasero con él allí donde Joe pudiera vigilarle, disponiendo las cosas para imprimir en la IBM. Le daba al pobre mierda treinta y cinco a la semana por sesenta horas de trabajo y el pobre mierda estaba contento, con su barba y sus encantadores ojos soñolientos, y el pobre mierda preparaba aquel patético periódico de tercera fila. Mientras los Beatles tocaban a todo volumen por el intercom y el teléfono sonaba sin parar, Joe Hyans, director, estaba siempre CAMINO DE ALGÚN SITIO IMPORTANTE. Pero cuando leías el periódico a la semana siguiente te preguntabas dónde habría estado. Allí no estaba.

Open Pussy
siguió saliendo un tiempo. Mis columnas siguieron siendo buenas, pero el periódico en sí no valía gran cosa. Olía a coño
[4]
muerto...

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