Read Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones Online
Authors: Charles Bukowski
Tags: #Erótico, Humor, Relato
—Maldita sea, condenada, ¿qué has hecho? —dije desde la cama.
—Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujó y se echó a reír:
—Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.
—Sí —dije—, no puedo parar de reír... Cass, zorra, te amo... deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido debajo de mí como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrío y maravilloso.
Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno. Parecía muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin, vino y me zarandeó:
—¡Arriba, cabrón! ¡Chapúzate con agua fría la cara y la polla y ven a disfrutar del banquete!
Ese día la llevé en coche a la playa. No era un día de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormían en la arena. Había otros sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraídas. Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos, discutían ventas de fincas dejadas por maridos asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez de la supervivencia. Había paz en el aire y paseamos y estuvimos tumbados por allí y no hablamos mucho. Era agradable simplemente estar juntos. Compré bocadillos, patatas fritas y bebidas y nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos así abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era como un fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerí a Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo lentamente: «No». La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.
Al día siguiente, encontré un trabajo como empaquetador en una fábrica y trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el viernes por la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me dijo el encargado:
—Siento lo de tu amiga.
—¿El qué? —pregunté.
—Lo siento. ¿No lo sabías?
—No.
—Suicidio, la enterraron ayer.
—¿Enterrada? —pregunté. Parecía como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a otro, ¿cómo podía haber muerto?
—La enterraron las hermanas.
—¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
—Se cortó el cuello.
—Ya. Dame otro trago.
Estuve bebiendo allí hasta que cerraron. Cass, la más bella de las cinco hermanas, la chica más guapa de la ciudad. Conseguí conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que debería haber
insistido
en que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel «no». Todo en ella había indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente había sido demasiado insensible, demasiado despreocupado. Me merecía mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una botella de vino, bebí lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad muerta a los veinte años.
Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé: «¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CÁLLATE YA!». Y seguía avanzando la noche y yo nada podía hacer.
la suerte me había vuelto a abandonar y estaba demasiado nervioso por el exceso de bebida; desquiciado, débil; demasiado deprimido para encontrar uno de mis trabajos habituales como recadero o mozo de almacén con qué tapar agujeros y reponerme un poco, así que bajé al matadero y entré en la oficina.
¿no te he visto ya?, preguntó el tipo.
no, mentí yo.
había estado allí dos o tres años antes, había pasado por todo el papeleo, revisión médica y demás, y me habían llevado escaleras abajo, cuatro plantas, y cada vez hacía más frío y los suelos estaban cubiertos de un lustre de sangre, suelos verdes, paredes verdes, me habían explicado mi trabajo, que era apretar un botón y luego por un agujero de la pared salía un ruido como un estruendo de defensas o elefantes desplomándose, y llegaba la cosa... algo muerto, mucho, sangriento, y el tipo me dijo, lo coges y lo echas al camión y luego aprietas el timbre y ya llega otro, y después se largó, cuando vi que se iba me quité la bata, el casco metálico, las botas (tres números menos que el que yo uso), subí otra vez la escalera y me largué de allí, y ahora estaba de vuelta, tronado otra vez.
pareces un poco viejo para el trabajo.
quiero endurecerme, necesito trabajo duro, muy duro, mentí.
¿y
puedes aguantarlo?
otra cosa no tendré, pero coraje sí. fui boxeador, y bueno.
¿ah sí?
sí.
vaya, se te nota en la cara, debieron darte duro.
de lo de la cara no hagas caso, yo tenía un juego de brazos magnífico, todavía lo tengo, lo de la cara es porque tuve que hacer algunos tongos y tenía que parecer verdad.
sigo el boxeo, no recuerdo tu nombre.
peleaba con otro nombre, Kid Stardust.
¿Kid Stardust? no recuerdo a ningún Kid Stardust.
peleé en América del Sur, en África, en Europa, en las Islas, en ciudades pequeñas, por eso hay ese hueco en mi historial de trabajo... no me gusta poner que fui boxeador porque la gente cree que hablo en broma o que miento, lo dejo en blanco y se acabó.
vale, vale, sube a que te hagan la revisión médica, mañana a las nueve y media te pondremos a trabajar, ¿dices que quieres trabajo duro?
bueno, si tenéis otra cosa...
no, en este momento no. sabes, aparentas cerca de cincuenta, no sé si darte el trabajo... no nos gusta la gente que nos hace perder el tiempo.
yo no soy gente: soy Kid Stardust.
vale, vale, dijo riendo, ¡te pondremos a TRABAJAR!
no me gustó el tono.
dos días después crucé la puerta y entré en el garito de madera y le enseñé a un viejo la tarjeta con mi nombre: Henry Charles Bukowski, hijo, y el viejo me mandó al muelle de descarga: tenía que ver a Thurman. fui hasta allí, había una fila de hombres sentados en un banco de madera y me miraron como si fuese un homosexual o una canasta de baloncesto.
yo les miré con lo que supuse tranquilo desdén y mascullé con mi mejor acento golfo:
dónde está Thurman. tengo que ver a ese tío.
alguien señaló.
¿Thurman?
¿sí?
trabajo para ti.
¿sí?
sí.
me miró.
¿y las botas?
¿botas?
no tengo, dije.
sacó un par de botas de debajo del banco y me las dio. viejas, duras, tiesas, me las puse, la historia de siempre: tres números menos
,
me encogían y me espachurraban los dedos.
luego me dio una ensangrentada bata y un casco metálico, allí me quedé de pie mientras él encendía un cigarrillo, tiró la cerilla con un floreo tranquilo y varonil.
vamos.
eran todos negros y cuando me acerqué me miraron como si fueran musulmanes negros, yo mido casi uno ochenta, pero todos eran más altos que yo, y, si no más altos, por lo menos dos o tres veces más anchos.
¡Charley! aulló Thurman.
Charley, pensé. Charley, como yo. qué bien.
sudaba ya bajo el casco metálico.
¡¡dale TRABAJO!!
dios mío oh dios mío. ¿qué había sido de las noches plácidas y dulces? ¿por qué no le pasa esto a Walter Winchey que cree en el sistema americano? ¿no era yo uno de los estudiantes de antropología más inteligentes de mi promoción? ¿qué pasó?
Charley me llevó hasta un camión vacío de media manzana de largo que había en el muelle.
espera aquí.
luego llegaron corriendo algunos de los musulmanes negros con carretillas pintadas de un blanco grumoso y sórdido, un blanco que parecía mezclado con mierda de pollo, y cada carretilla estaba cargada con montañas de jamones que flotaban en sangre acuosa y fina, no, no flotaban en sangre, se asentaban en ella, como plomo, como balas de cañón, como muerte.
uno de los tipos saltó al camión detrás de mí y el otro empezó a tirarme los jamones y yo los cogía y se los tiraba al que estaba detrás de mí que se volvía y echaba el jamón en la caja, los jamones venían deprisa, DEPRISA, y pesaban, pesaban cada vez más. en cuanto lanzaba un jamón y me volvía, ya había otro de camino hacia mí por el aire, comprendí que querían reventarme, pronto sudaba y sudaba como si se hubiesen abierto grifos, y me dolía la espalda y me dolían las muñecas, y me dolían los brazos, me dolía todo y había agotado hasta el último gramo de energía, apenas podía ver, apenas podía obligarme a agarrar un jamón más y lanzarlo, un jamón más y lanzarlo, estaba embadurnado de sangre y seguía agarrando el suave muerto pesado FLUMP con mis manos, el jamón cedía un poco, como un culo de mujer, y estaba demasiado débil para hablar y decir eh, qué demonios pasa, amigos... los jamones seguían llegando y yo giraba, clavado, como un hombre clavado en una cruz bajo el casco metálico, y ellos seguían trayendo a toda prisa carretillas llenas de jamones jamones jamones y al fin todas se vaciaron, y yo me quedé allí tambaleante, respirando la amarillenta luz eléctrica, era de noche en el infierno, bueno, siempre me había gustado el trabajo nocturno.
¡vamos!
me llevaron a otro local, arriba en el aire en una gran compuerta elevada en la pared del extremo había media ternera, o quizá fuese una ternera entera, sí, eran terneras enteras, ahora que lo pienso, las cuatro patas, y una de ellas salía del agujero sujeta en un gancho, recién asesinada, y se paró justo sobre mí, colgada allí justo sobre mi cabeza de aquel gancho.
acaban de asesinarla, pensé, han asesinado a ese maldito bicho, ¿cómo pueden distinguir un hombre de una ternera? ¿cómo saben que yo no soy una ternera?
VENGA... ¡MENÉALA!
¿menéala?
eso es: ¡BAILA CON ELLA!
¿qué?
¡pero qué coño pasa! ¡GEORGE, ven aquí!
George se puso debajo de la ternera muerta, la agarró. UNO. corrió hacia adelante. DOS. corrió hacia atrás. TRES, corrió hacia delante mucho más. la ternera quedó casi paralela al suelo, alguien apretó un botón y George quedó abrazado a ella, lista para las carnicerías del mundo, lista para las bien descansadas chismosas y chifladas amas de casa del mundo a las dos en punto de la tarde con sus batas de casa, chupando cigarrillos manchados de carmín y sintiendo casi nada.
me pusieron debajo de la ternera siguiente.
UNO.
DOS.
TRES.
la tenía, sus huesos muertos contra mis huesos vivos, su carne muerta contra mi carne viva, y el hueso y el peso me aplastaban; pensé en óperas de Wagner, pensé en cerveza fría, pensé en un lindo chochito sentado frente a mí en un sofá con las piernas alzadas y cruzadas y yo tengo una copa en la mano y hablo lenta, pausadamente abriéndome paso hacia ella y hacia la mente en blanco de su cuerpo y Charley aulló ¡CUÉLGALA DEL CAMIÓN!
caminé hacia el camión, por la aversión a la derrota que me inculcaron de muchacho en los patios escolares de Norteamérica supe que no debía dejar que la ternera cayera al suelo, porque eso demostraría que era un cobarde, que no era un hombre y que, en consecuencia, nada merecía, sólo burlas y risas y golpes, en Norteamérica tienes que ser un ganador, no hay otra salida, y tienes que aprender a luchar porque sí y se acabó, sin preguntas, y además si soltaba la ternera quizá tuviera que volver a recogerla, además se ensuciaría, yo no quería que se ensuciase, o más bien... ellos no querían que se ensuciase.
llegué al camión.
¡CUÉLGALA!
el gancho que pendía del techo estaba tan romo como un pulgar sin uña. dejabas que el trasero de la ternera se deslizase hacia atrás e ibas a por lo de arriba, empujabas la parte de arriba contra el gancho una y otra vez pero el gancho no enganchaba. ¡¡MADRE MIA!! era todo cartílago y grasa, duro, duro.
¡VAMOS! ¡VAMOS!
utilicé mi última reserva y el gancho enganchó, era una hermosa visión, un milagro, el gancho clavado, aquella ternera colgando allí sola completamente separada de mi hombro, colgando para el chismorreo bata de casa y carnicería.
¡MUÉVETE!
un negro de unos ciento quince kilos, insolente, áspero, frío, criminal, entró, colgó su ternera tranquilamente y me miró de arriba abajo.
¡aquí trabajamos en cadena!
vale, campeón.
me puse delante de él. otra ternera me esperaba, cada una que agarraba estaba seguro de que sería la última que podría agarrar, pero me decía.
una más
sólo una más
luego
lo dejo.
a la
mierda.
ellos estaban esperando que me rajara, lo veía en sus ojos, en sus sonrisas cuando creían que no miraba, no quería darles el placer de la victoria, agarré otra ternera, como el campeón que hace el último esfuerzo, agarré otra ternera.
pasaron dos horas y entonces alguien gritó DESCANSO.
lo había conseguido, un descanso de diez minutos, un poco de café y ya no podrían derrotarme, fui tras ellos hacia un carrito que alguien había traído, vi elevarse el vapor del café en la noche; vi los bollos y los cigarrillos y las pastas y los emparedados bajo la luz eléctrica.
¡EH, TU!
era Charley. Charley, como yo.
¿sí, Charley?
antes de tomarte el descanso, lleva ese camión a la parada dieciocho.
era el camión que acabábamos de cargar, el de media manzana de largo, la parada dieciocho quedaba al otro extremo del patio.
conseguí abrir la puerta y subir a la cabina, tenía un asiento blando de suave piel y era tan agradable que me di cuenta de que si me descuidaba caería dormido allí mismo, yo no era un camionero. miré por abajo y vi como media docena de mandos, palancas, frenos, pedales y demás, di vuelta a la llave y conseguí encender el motor, fui probando pedales y palancas hasta que el camión empezó a rodar y entonces lo llevé hasta el fondo del patio, hasta la parada dieciocho, pensando constantemente: cuando vuelva, ya no estará el carrito, era una tragedia para mí, una verdadera tragedia, aparqué el camión, apagué el motor y quedé allí sentado unos instantes paladeando la suave delicia del asiento de piel, luego abrí la puerta y salí, no acerté con el escalón o lo que fuese y caí al suelo con mi bata ensangrentada y mi maldito casco metálico como si me hubiesen pegado un tiro, no me hice daño, ni siquiera lo sentí, me levanté justo a tiempo para ver cómo se alejaba el carrito y cruzaba la puerta camino de la calle.