Zamorski sonrió. La intensidad de las luces de la cabina había bajado. Los sillones de cuero brillaban suavemente bajo las lámparas. De vez en cuando, las señales luminosas de la punta de las alas desgarraban las nubes e iluminaban nuestras siluetas a través de los ojos de buey.
—Estudiamos estos fenómenos desde hace años. Espere a que lleguemos a Cracovia, comprenderá mejor nuestra posición.
Entonces, volvamos a los casos específicos. ¿Agostina Gedda es una verdadera posesa?
—Según Van Dieterling, no hay duda alguna. Y por lo que sé, todo concuerda.
—¿Sabe usted quién es Raïmo Rihiimäki?
—Por supuesto.
—¿Un Sin Luz?
—Tuvo una experiencia negativa. Raïmo se confió a un psiquiatra. Le contó su visión. Esa prueba lo transformó en una máquina de matar.
—¿De modo que Agostina y Raïmo son los autores de los asesinatos que se les imputan?
—Mathieu, está usted quemando las etapas. Una vez más, espere a estar en Cracovia. Nosotros…
—Estos privilegiados por un milagro son asesinos, ¿sí o no? ¿Han sido capaces de utilizar ácidos, inyectar insectos, colocar liquen en la caja torácica de su víctima, en definitiva, de actuar exactamente del mismo modo separados por miles de kilómetros?
Zamorski sostenía una copa de champán perlada de gotas. Bebió un trago y declaró:
—Con el correr de los años, mi grupo ha elaborado una hipótesis.
—¿Cuál?
—Podría existir otro factor, unido a la experiencia negativa. Una circunstancia particular.
—Lo escucho.
—Un ser externo, que contactaría y ayudaría a estos asesinos… «revelados».
Zamorski expresaba la hipótesis que yo me planteaba desde el principio, aunque sin haber profundizado en ella. Un cómplice de los Sin Luz. Un inspirador de carne y hueso. El que había grabado en la corteza: yo protejo a los sin luz.
—¿Un hombre los ayudaría a matar de ese modo?
—En todo caso, los incitaría.
—¿Un hombre que se tomaría por el diablo?
—Que creería actuar en nombre del diablo, sí.
—¿Tiene pruebas que apoyen esta hipótesis?
—Sólo algunos paralelismos. El modo operativo, para empezar. Según parece, hasta ahora los Sin Luz nunca habían utilizado ese método. Se podría deducir que un hombre, una presencia oculta, les dicta ahora esa técnica.
Van Dieterling hablaba de «mutación», de una profecía que había que descifrar a través de la repetición de estos asesinatos rituales. Mi instinto de madero hacía que me inclinara por la versión de Zamorski, más tangible: la intervención de un tercero, un socio en las sombras.
Zamorski continuó:
—En segundo lugar, la multiplicación de los casos. A lo largo de los siglos, los Sin Luz son muy escasos. Sin embargo, de repente, nos encontramos con tres ejemplos en cuatro años: 1999, 2000, 2002… Y, sin duda, hay otros. ¿Por qué esta aceleración? Quizá un hombre ha favorecido esta serie. Un criminal que no sería el asesino propiamente dicho, sino el inspirador de estos seres traumatizados. Una especie de emisario del demonio que los empujaría a pasar a la acción.
Mis suposiciones, que hasta ese momento flotaban en el vacío, encontraban un eco concreto en el nuncio. Ese vuelo nocturno iluminaba mi corazón a la manera de un fuego de artificio. Era hora de aclarar los enigmas que concernían directamente al sacerdote.
—Hace quince días, lo vi a usted en la capilla de Santa Bernadette. Se celebraba una misa por un madero que estaba en coma.
—Luc Soubeyras. Lo conozco bien. Trabajaba en la misma investigación que usted. O, para ser precisos, usted trabaja en la misma que él.
—Intentó suicidarse. ¿Sabe por qué?
—Luc estaba demasiado exaltado. Al borde de un ataque de nervios. Se dejó el pellejo en esta investigación.
—¿Eso es todo?
—En este asunto, hay que estar dispuesto a traspasar ciertos límites. A visitar determinados confines. Pero sobre todo, hay que ser capaz de regresar. A pesar de su pasión, Luc no era lo suficientemente fuerte.
No respondí. Pensaba en los objetos satánicos descubiertos por Laure. ¿Luc había atravesado «la delgada línea roja»? Volví a Zamorski y le mencioné su conversación con Doudou en la capilla. El pequeño cofre que había pasado a sus manos. El estuche de madera oscura.
—El expediente de la investigación de Luc —dijo el polaco—. Enteramente digitalizado y guardado en un USB. Luc me había advertido. En caso de que surgiera un problema, su adjunto me entregaría los documentos. En cierto modo, éramos socios.
—Según Doudou, la contraseña era: «He encontrado la garganta». ¿Cuál es el sentido de esa frase?
—Luc estaba obsesionado por las NDE. El abismo, el pozo, la garganta…
—Es también lo que le dijo a su mujer antes de su intento de suicidio. ¿Por qué, según usted?
—Por la misma razón. Luc solo vivía para ese túnel. Era su obsesión. Ahora bien, esa puerta, esa famosa «garganta», seguía siéndole inaccesible. En el fondo, creo que ese intento de suicidio es la confesión de su fracaso.
Zamorski se equivocaba. Luc no se había intentado suicidar por simple desesperación. Por otra parte, no había fracasado sino que, al contrario, había llegado más lejos que yo, estaba seguro. ¿Quizá demasiado lejos?
—En la misa de Santa Bernadette, vi que se santiguaba al revés.
—Simple precaución —sonrió—. Esa señal de la cruz invertida me protegía contra los elementos satánicos del cofrecito. Sanar el mal con el mal, ¿comprende?
—No.
—No tiene importancia. Es solo un detalle.
Se agachó, observó por el ojo de buey y luego miró su reloj.
—Estamos llegando.
Sentí la presión en mis tímpanos. El avión iniciaba el descenso. Pero yo no soltaba al nuncio.
—En la Iglesia polaca, usted me ha dicho que su especialidad eran los Siervos. ¿Qué relación existe con los Sin Luz?
—Ya se lo he dicho: los Siervos los buscan, los acosan.
—¿Y usted intenta colocarse entre los dos frentes?
—Siguiendo a los Sin Luz nos cruzamos en el camino de los Siervos, sí.
—¿Cuáles son sus relaciones con los Sin Luz? ¿Los veneran?
—En cierto modo, sí. Los consideran unos elegidos. Pero su prioridad es arrancarles una confesión. Para conseguir sus fines no vacilan en raptarlos, drogarlos, torturarlos. Su obsesión es la palabra del Maligno. Todos los medios son buenos para descifrar esa voz.
—Cuando usted afirma que los Siervos constituyen una de las sectas más peligrosas, ¿qué quiere decir, concretamente?
Zamorski alzó las cejas, apoyando la evidencia:
—Ha tenido usted una demostración con Moraz y Cazeviel. Los Siervos están armados, entrenados. Matan, violan, destruyen. Respiran el mal como nosotros respiramos el aire que nos rodea. El vicio es su medio natural. Se automutilan, también se desfiguran. Sadismo y masoquismo son las dos caras de su modo de existencia.
—¿Cómo poseen esos conocimientos sobre una secta tan secreta?
—Tenemos testimonios.
—¿De arrepentidos?
—En su mundo no hay arrepentidos. Solo supervivientes.
Eché una ojeada a las nubes tornasoladas detrás de los ojos de buey. Mis tímpanos estaban a punto de reventar.
—¿Hay Siervos de Satán allá donde vamos? ¿En Cracovia?
—Por desgracia, sí. El fenómeno es reciente. Sucesos que se multiplican en nuestra ciudad revelan su presencia. Vagabundos torturados, desmembrados, quemados vivos. Animales mutilados, sacrificados. Esa estela de sangre es su marca.
—¿Saben que Manon está en Cracovia?
—Están allí por ella, Mathieu. A pesar de nuestras precauciones, la han localizado.
—Por lo tanto, ¿están convencidos de que ella es una Sin Luz?
Zamorski observaba las luces que centelleaban bajo el ala del Falcon.
—Estamos llegando.
—Contésteme. Para los Siervos, ¿Manon es una Sin Luz?
Su mirada se posó sobre mí, más dura que una sonda plantada en una capa de hielo en Siberia.
—Piensan que ella es el Anticristo en persona. Que ha regresado de las tinieblas para proclamar la profecía del diablo.
Cracovia, esculpida en las tinieblas. Sus muros estaban resquebrajados, sus carreteras agrietadas; velos de niebla se deshilachaban sobre sus torres y sus campanarios. Todo parecía listo para una
Walpurgisnacht
. Solo faltaban los lobos y las brujas. Viajaba en una limusina que me parecía un barco fantasma. Seguía prisionero de esa extraña sensación de confortable distanciamiento.
El coche se detuvo al pie de un gran edificio sombrío rodeado por un parque público, muy cerca de un área peatonal formada por callejuelas estrechas. Unos sacerdotes nos esperaban. Cogieron nuestros equipajes y abrieron las puertas. Sus alzacuellos cobraban vida en la noche como si de fuegos fatuos se tratara. Seguí sus pasos.
Dentro, distinguí un patio con jardines desbrozados, unas galerías con columnas, unas bóvedas negras. Subimos por una escalera exterior, a la derecha; los zuecos de los sacerdotes producían un ruido propio de una guerra. Era imposible no imaginar una fortaleza militar que recibía refuerzos nocturnos.
Me abrieron una celda. Muros de granito decorados con un crucifijo. Una cama, una mesilla de noche y un escritorio, todo tan negro como las paredes. En un rincón, detrás de un biombo de yute, un minúsculo cuarto de baño; la corriente de aire frío penetraba en la espalda.
Mis guías me dejaron solo. Me cepillé los dientes tratando de no mirarme en el espejo y luego me metí bajo las sábanas húmedas. Antes de que mi cuerpo entrara en calor, ya dormía; sin soñar, sin conciencia.
Cuando desperté, una línea de luz cargada de partículas inmóviles atravesaba la habitación. Busqué su origen: una ventanita con un parteluz, bañada de sol. Los cristales, moteados de burbujas translúcidas, amplificaban esta claridad a la manera de una lupa.
Miré el reloj: las once de la mañana.
Me levanté de un salto y me quedé paralizado por el frío de la habitación. Todo volvió a mi memoria. La cita con Zamorski. El viaje en jet privado. La llegada a esa ciudadela negra, en alguna parte de una ciudad desconocida.
Hundí la cabeza en el agua helada, me puse ropa limpia y salí de la celda. Un pasillo, con anchas tablas de parquet. Cuadros sombríos con reflejos cobrizos, santos atormentados tallados en madera, vírgenes alucinadas pulidas en el mármol. Caminé hasta una puerta alta con el marco esculpido. Unos ángeles desplegaban sus alas; unos mártires, atravesados por flechas o llevando su cabeza bajo el brazo, bendecían a sus verdugos. Pensé en
Las puertas del infierno
de Rodin.
Giré el pomo y me encontré en el exterior.
Cuatro edificios cerraban el patio, dividido en parterres de césped y bosquecillos de árboles despuntados. Un bastión de fe, que había resistido a los bombardeos nazis y a los asaltos socialistas. Cada bloque de dos pisos estaba calado por una serie de arcos con barandillas macizas. Me encontraba en la parte del fondo, en el primer piso. Caminé por la galería hacia una escalera. De cada bóveda pendían farolas y barras de hierro.
Todo estaba desierto. No había ninguna sotana a la vista. Apenas había pisado la grava del patio cuando las campanas empezaron a sonar. Sonreí e inspiré la luz blanca y fría. Quería colmarme de ese instante que de tan puro parecía un prodigio.
Los jardines evocaban el Renacimiento: los matorrales recortados formaban cuadrados y rectángulos, los cipreses se agrupaban en el centro en torno a una plaza circular. Los bancos estaban colocados a lo largo de las galerías y, en las bóvedas, los vitrales de las ventanas lanzaban sus reflejos. Atravesé el patio. Un bullicio sordo me alcanzó. Cambié de dirección y empujé una puerta.
El refectorio estaba bañado de luz, surcado por largas mesas. Las jarras de agua destellaban, los platos de acero humeaban como locomotoras. Sentados en grupos de ocho, los sacerdotes comían y bebían. Sus uniformes impecables, austeridad blanca y negra, contrastaban con sus carcajadas y con los ruidos del ágape. Reinaba un clima bonachón, de juventud y alegre convivencia. Se decía que durante la guerra fría los sacerdotes polacos fueron los únicos que comieron bien, gracias a sus huertos.
Un brazo se alzó entre los asistentes. Zamorski, sentado a una mesa aislada. Pasé entre los grupos y me uní a él. Los demás no me prestaron ninguna atención.
—¿Has dormido bien?
El polaco me señaló la silla frente a él. Me senté, lamentando no haber fumado un cigarrillo en los jardines. Ahora era demasiado tarde. Bajé la vista hacia el desayuno. La mesa, puesta para dos, estaba cubierta con un mantel de damasco sobre el que brillaban copas de cristal y cubiertos de plata. Me pasé la mano por el rostro.
—Lo siento —dije, confuso—. No me he dado cuenta de la hora.
—Yo también acabo de levantarme. Nos hemos perdido la misa. Sírvete.
Me pareció bien que me tuteara. No sabía qué elegir. Era un menú eslavo. Pescados adobados cortados en finas láminas, masas compactas de caviar en forma de conos, pan negro y pan blanco, distintas clases de Malossol y diversos frutos rojos: moras, arándanos, frambuesas. Me pregunté de dónde sacaban los sacerdotes aquellos frutos en esa estación.
—¿Vodka? ¿O es muy temprano aún?
—Preferiría café.
El nuncio hizo un ademán. Un sacerdote salió de la sombra y me sirvió con una discreción de espectro.
—¿Dónde estamos?
—En el convento Scholastyka, en la ciudad vieja. El feudo de las benedictinas.
—¿Las benedictinas?
Zamorski se inclinó. Su nariz fina brillaba al sol.
—Es la hora sexta —dijo, en tono de confidencia—. Mientras las hermanas rezan en la capilla, nosotros aprovechamos para desayunar.
—¿Comparten ustedes el monasterio?
Con un golpe de cucharilla, abrió un huevo pasado por agua.
—Únicamente compartimos los espacios. No podemos llevar a cabo ninguna actividad conjunta.
—No es muy… ortodoxo.
Hundió la cucharilla en la clara del huevo que tenía entre dos dedos.
—Exactamente. ¿Quién buscaría religiosos, sobre todo de nuestro tipo, en un convento de benedictinas?
—¿De qué tipo?
—Come. Lo que no mata engorda, como decimos aquí.
—¿De qué tipo son?
El nuncio suspiró.
—Decididamente, eres un jansenista. No sabes gozar de la vida.