Esclavos de la oscuridad (56 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—¿Qué sustancia?

—No lo sabemos. Pero los investigadores siguen esta pista. Un día u otro tendremos la respuesta. En todo caso, no se trata de una visita metafísica. ¡Ni de Dios, ni del diablo, ni de ningún espíritu burlón!

La versión de Beltreïn me tranquilizaba. Pero no podía suscribirla completamente. Todas las revelaciones místicas podían describirse del mismo modo: en términos de secreciones y fusiones químicas. Eso no menoscababa en absoluto ni su realidad ni su grandeza. El médico concluyó:

—Luc Soubeyras me había advertido que cuando usted viniera habrían ocurrido cosas graves. ¿Qué ha pasado?

Una confirmación más: Luc lo había planeado todo. Cuando visitó a Beltreïn, ya sabía que pondría fin a sus días. ¿O simplemente temía ser asesinado por aquellos que ahora intentaban matarme?

—Luc Soubeyras ha intentado suicidarse.

—¿Ha salido adelante?

—Es increíble pero se ha salvado gracias a su método. Se ahogó cerca de Chartres. El servicio de urgencias lo trasladó a un hospital que poseía una máquina de transfusión sanguínea. Han aplicado su técnica. Actualmente está en coma.

Beltreïn se quitó las gafas. Se masajeó los párpados, por lo que no pude ver sus ojos. Cuando dejó caer la mano, las monturas ya estaban de nuevo en su sitio. Con voz ausente, murmuró:

—Extraordinario, en efecto. Estaba tan apasionado por la historia de Manon… Así que se ha salvado del mismo modo. Es una magnífica conclusión para su caso, ¿no cree?

Me puse de pie, sin responder. Pasé a las comprobaciones habituales.

—¿Le dice algo el nombre de Agostina Gedda?

—No.

—¿Raïmo Rihiimäki?

—No. ¿Quiénes son? ¿Sospechosos?

—Es muy pronto para responderle. Los crímenes se suceden. Los culpables también. Pero otra verdad se esconde tras esta serie.

—¿Cree usted que Luc había descubierto esa verdad?

—Estoy seguro.

—¿Sería esa la razón de su suicidio?

—Tampoco me cabe duda al respecto.

—¿Y sigue usted el mismo camino?

—No tema. No soy un kamikaze.

Abrí la puerta. Beltreïn me alcanzó en el umbral. Me llegaba al hombro pero era dos veces más ancho que yo.

—Si encuentra a Manon, avíseme.

—Se lo prometo.

—Prométame otra cosa. Trátela con guante de seda. Es una joven muy… vulnerable.

—Se lo juro.

—Insisto. Su infancia la ha marcado para siempre.

Tanta solicitud empezaba a irritarme. Respondí secamente:

—Ya se lo he dicho: conozco su expediente.

—Pero no lo sabe todo.

—¿Qué?

—Debo revelarle algo que nunca he dicho a nadie. Ni siquiera a su madre.

Solté el pomo de la puerta y volví al despacho, tratando de atrapar la mirada del médico por encima de su máscara de carey. Imposible.

—Cuando Manon ingresó en mi servicio procedimos a un examen minucioso.

—¿Y?

—Ya no era virgen.

Se me heló la sangre. Los anillos de la serpiente se multiplicaban una vez más. Una nueva idea me dominó. Imaginé a Cazeviel y a Moraz en la piel de unos terribles corruptores. Eran ellos y solo ellos quienes habían pervertido a Manon. «El diablo encima» no era otro que esos dos cabrones. Habían ejercido su influencia sobre ella. Le habían dado objetos satánicos. Y la habían violado.

—Gracias por su confianza —dije, con voz monocorde.

Al atravesar los jardines zen, espejeantes de luz, me dejé llevar por otra especulación. Si Sylvie Simonis hubiera conocido ese hecho relativo a su hija, habría sospechado de otro culpable.

Satán en persona.

80

Registrar el piso de Manon Simonis. Estaba convencido de que no me aportaría nada, pero debía seguir esa pista hasta el final. Antes tenía que ocuparme de otro detalle. Aparte de Sarrazin, otra persona me había mentido. Alguien que siempre había sabido la verdad sobre Manon y que me había dejado avanzar en la oscuridad: Marilyne, la misionera de Notre-Dame-de-Bienfaisance. Escuché otra vez su voz: «Sylvie fue perdonada. Tengo la prueba de lo que afirmo, ¿comprende?».

Marilyne lo sabía todo. Había acompañado a Sylvie Simonis en su redención, durante su retiro en Bienfaisance. Marqué su número de teléfono. Después de tres tonos, su acento gangoso me golpeó los oídos.

—Dígame. ¿Quién habla?

Volví a ver los ojos de ostra y la esclavina negra.

—Soy Mathieu Durey.

—¿Qué desea?

—Reconducir una situación. No me gusta que me mientan.

—Ya se lo he contado todo. Sylvie Simonis residió tres meses en la fundación. La muerte de su hijita…

—Usted y yo sabemos que Manon no está muerta.

Hubo un silencio. La respiración de la mujer resonaba en mi móvil. Prosiguió con voz cansada:

—Es un milagro, ¿comprende?

—Eso no borra el crimen de Sylvie.

—No estoy aquí para juzgar. Ella me lo contó todo. En aquella época, luchaba contra fuerzas… terribles.

—Yo también conozco la historia. Su versión de la historia.

—Manon estaba poseída. El acto mismo de Sylvie fue provocado, indirectamente, por el demonio. ¡Dios salvó a las dos!

—Cuando Manon despertó, ¿cómo estaba?

—Transfigurada. Ya no manifestaba ninguna señal satánica. Pero había que mantenerse en guardia. ¿Recuerda el libro de Job? Satán dice: «He dado la vuelta a la tierra y la he recorrido completamente». El diablo siempre está ahí. Rondando.

Llegaba la pregunta esencial.

—¿Dónde está Manon, ahora?

—Vive en Lausana.

—No. Quiero decir, en este momento.

—¿Ya no está allí?

No estaba fingiendo. Otro callejón sin salida. Cambié de rumbo.

—¿Usted conoce bien a Manon?

—La vi algunas veces en Lausana. Se negaba a cruzar la frontera.

—¿Iba alguna vez a otros sitios? ¿A una casa de campo? ¿A visitar amigos?

—Manon no viajaba. Manon tenía miedo de todo.

—¿No tenía un novio?

—No lo sé.

Hice una pausa, anticipando la violencia de mi última pregunta.

—¿Cree usted que ella sería capaz de matar a su madre?

—Usted conoce al culpable. Es Satán. Volvió para vengarse.

—¿A través de Manon?

—No lo sé. No quiero saber nada. Es su tarea averiguarlo. Su tarea es destruir a la Bestia que está en el fondo de las almas.

—Volveré a llamarla.

Giré la llave de contacto y busqué la dirección donde se encontraba el piso de Manon, en el centro de la ciudad. Al cabo de unos minutos, mi móvil vibró. Consulté la pantalla. El número privado de Luc. No tuve tiempo de decir nada.

—Tengo que verte. Es urgente.

La voz de Laure, impaciente. Creí que había sucedido lo peor.

—¿Qué pasa? ¿Luc ha…?

—No. Su estado sigue estacionario. Pero quiero mostrarte algo.

—Dime.

—Por teléfono, no. Tengo que verte. ¿Dónde estás?

—Estoy fuera de París.

—¿A qué hora puedes estar en mi casa?

El tono no dejaba opción a negarse. Reflexioné. Manon no había dejado ningún indicio. El registro de su apartamento no aportaría nada. Consulté mi reloj: las tres menos veinte.

—Puedo estar en tu casa a eso de las ocho.

—Te estaré esperando.

Bajo el cielo nublado, fui rápidamente a la estación central y devolví el coche alquilado. Un TGV salía para París a las tres y veinte. Compré un billete y me refugié en primera clase. Temía ese viaje. Mis obsesiones volverían a asaltarme. Me acurruqué en el asiento y me concentré en las explicaciones de Beltreïn. Sí, el regreso a la vida de Manon era un milagro, pero su salvador no tenía nada de divino ni de maléfico. Usaba gafas opacas y Adidas de los ochenta.

A fuerza de darle vueltas al problema, acabé por dormirme. Cuando desperté estábamos solo a media hora de París. Mis angustias resurgieron de inmediato. Pensar en Manon me desgarraba. ¿Ángel o demonio? No podía dejar esa pregunta en el aire. Debía encontrarla, como fuera.

Estación de Lyon, siete de la tarde

Corrí a una empresa de alquiler de coches y elegí un Audi A3, para sentirme en casa. Dirección: rue Changarnier, cerca de la porte de Vincennes.

Hacía menos frío que en Lausana, pero un violento aguacero golpeaba el asfalto.

Cuando Laure me abrió, me quedé atónito. En ocho días, había perdido varios kilos. Su cuerpo parecía quemado, reducido bajo una piel de ceniza.

—Acabo de llevar a las niñas a la cama. Entra.

Carpinterías de madera clara, bibelots, libros; todo estaba en su sitio. El olor a cera y a desinfectante también. Me acomodé en el sofá. Laure había preparado café. Lo sirvió con gestos temblorosos. Apenas había terminado mi taza y Laure ya había desaparecido. A su regreso, tenía en la mano un gran sobre de papel manila que parecía contener algunos objetos. Lo colocó sobre la mesa baja y luego se sentó frente a mí.

—He decidido vender la casa de Vernay.

—¿Puedo fumar? —pregunté.

—No. —Colocó las manos extendidas sobre la mesa—. Ayer volví allí. A poner orden. Hacía tiempo que quería hacerlo pero no tenía el valor para enfrentarme a esa casa, ¿comprendes?

—¿Estás segura de que no puedo fumar?

Me fulminó con la mirada.

—Patas arriba toda la casa, desde el granero hasta el garaje. Mira lo que encontré en el granero.

Cogió el sobre y lo vació. Unos objetos rodaron sobre la mesa: una cruz invertida, un cáliz manchado de sangre, hostias cubiertas de materias marrones y blancuzcas, velas, figuritas negras que se parecían a los demonios de Asia Menor. Todo un surtido de accesorios satánicos. Me pregunté, en voz alta:

—¿Qué significa todo esto?

—Lo sabes muy bien.

Cogí las hostias con la punta de los dedos. La materia que las mancillaba debía de ser mierda o esperma. En cuanto a las velas, una tradición satánica determinaba que, para las celebraciones sacrílegas, se elaboraran con grasa humana.

—Luc llevaba a cabo una investigación sobre el diablo —dije, con voz vacilante—. Esos chismes deben de ser piezas de…

—Basta. He encontrado rastros de sangre en el granero. Y también rastros de otra cosa. Luc practicaba ceremonias. Se masturbaba sobre estas hostias. ¡Se sodomizaba con el crucifijo! ¡Invocaba al diablo! ¡En nuestra propia casa!

—Luc investigaba a grupos satánicos y…

Laure golpeó la mesa con las dos palmas.

—Luc practicaba el satanismo desde hace meses.

Me quedé sin habla. Era absurdo. Luc no podía haber caído en semejantes ignominias. ¿Quizá quería comprobar algo? ¿Estaba bajo alguna influencia? Tal vez era otro paso hacia las razones de su intento de suicidio. Poco inspirado, pregunté:

—¿Qué quieres que haga?

—Coge esas porquerías y desaparece.

Había hablado con rabia y agotamiento. Metí los objetos dentro del sobre, empujándolos con el antebrazo. Sentía una verdadera repulsión ante la idea de tocarlos. La voz de Laure sentenció:

—Todo eso estaba escrito. Y es también por tu culpa.

—¿Qué quieres decir?

—Vuestra religión. Vuestros grandes discursos. Siempre creíais estar por encima de los demás. Por encima de la vida.

Cerré el sobre sin responder. Dejando caer sus lágrimas, prosiguió:

—Ese infame trabajo de madero siempre ha sido una excusa. Esta vez hay que aceptar la verdad. Luc ha perdido la razón. Para siempre. —Sacudió la cabeza, casi riendo entre lágrimas—. El satanismo…

—Luc era un verdadero cristiano, no puedes poner eso en tela de juicio. Nunca habría caído en semejantes prácticas.

Sonrió agriamente, entre dos sollozos.

—Vamos, Mathieu, piensa un poco. ¿Nunca has oído hablar de la teoría de los dos extremos?

En el blanco de sus ojos, observé unos pequeños vasos sanguíneos rotos. Su nariz goteaba pero ella no se preocupaba por sonarse.

—A fuerza de excesos, los extremos se unen. A fuerza de ser místico, Luc se ha convertido en satánico. El principio es conocido, ¿no? —Se sorbió los mocos—. Todas las religiones tienen un lado extremista, que termina por invertir sus valores fundamentales.

Sus palabras me sorprendían. No la imaginaba reflexionando sobre los límites del misticismo. Sin embargo, tenía razón. Yo mismo había estudiado esta inversión de polos en la religión católica. Las magníficas páginas de Huysmans a propósito de Gilles de Rais, compañero de Juana de Arco, místico apasionado convertido en asesino en serie. Huysmans analizaba cómo, alcanzado cierto límite, solo la violencia y el libertinaje cuentan y cómo se llega a atravesar el espejo a causa de ese vértigo.

—Dame tiempo —intenté todavía—. Encontraré una explicación.

—No —dijo poniéndose de pie—. No quiero volver a oír hablar más de investigaciones. Y no quiero que vayas al hospital. Si por fortuna Luc despierta, nunca más volverá a vuestra fe malsana ni a su trabajo de madero.

Me puse también de pie, con el sobre bajo el brazo, y me dirigí hacia la puerta.

—No me has dicho cómo está.

—Sin cambios.

Hizo una pausa, en el umbral. Sus ojos estaban otra vez secos. Ahora era la cólera lo que la consumía de pies a cabeza.

—Según los médicos, esto puede durar años. O terminar mañana. —Se secó las manos en la falda—. ¡Esa es la vida que llevo!

Yo me devanaba los sesos buscando una frase reconfortante. En vano. Balbuceé unas palabras de despedida y desaparecí por la escalera.

Me quedé delante del coche, bajo la lluvia. Había una hoja de papel doblada bajo uno de los limpiaparabrisas. Eché una mirada a mi alrededor; la calle estaba desierta. Cogí el documento.

Cita en la Misión Católica Polaca,

263 bis, rue Saint-Honoré. A las diez de la noche.

Leí varias veces la frase, analizándola lentamente. Una cita en una iglesia polaca. ¿Una trampa? Estudié la caligrafía: una escritura cuidada, con trazos gruesos, ligaduras y un grafismo firme y sereno. Nada que ver con los te esperaba y solo tú y yo de mi diablo.

Eran pasadas las ocho. Guardé la hoja en el bolsillo y subí al coche. Media hora más tarde ya estaba en mi piso. No había puesto los pies allí desde hacía una semana pero no sentí ninguna sensación reconfortante. La misma pregunta me daba vueltas: ¿quién había escrito esa nota? Pensé en Cazeviel, en Moraz. ¿Un tercer asesino?

Una vez duchado y afeitado, me puse un traje. Cuando me anudaba la corbata tuve una idea. Una idea que no venía de ninguna parte pero que de inmediato cobró la fuerza de una evidencia.

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