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Authors: Hernán Casciari

España, perdiste (3 page)

BOOK: España, perdiste
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Yo hubiera seguido con la Estrategia Chimbote, pero Cristina me amenazó: si yo continuaba en esa tesitura de ganarme la nacionalidad de Nina a través de los sabores, ella iba a empezar a ponerle crema catalana en la mamadera, y que al final no íbamos a tener ni una hija autóctona ni una hija argentina, sinó más bien una nena obesa. Entonces firmamos la primera tregua y, de mutuo acuerdo, desde el seis de agosto dejamos de sobornarla con gastronomía regional.

La batalla, en cambio, sigue viva. Ahora, que empezaron los Juegos Olímpicos, la guerra fría ha pasado al terreno de los símbolos patrios:

—Mirá, Nina —le digo—, esos chicos tan lindos que le están haciendo seis goles a Serbia somos nosotros: los argentinos —y me pego fuerte en el pecho, para que le quede claro.

—¿Ese es bonito? —ironiza Cristina, señalando a Tévez.

—Ese no es argentino, Nina. Ese es de Boca. Caca. Feo.

Nina mira la pantalla, y luego a nosotros. Procesa datos.

—¿Ves hija? —vuelvo a la carga yo, señalándole la tele— Ésos de rojo y amarillo son los únicos de Europa que no ganaron ninguna medalla. Gallegos. Caca. Feo.

—Ésos son españoles, Nina —le dice la madre, mostrándole fotos de Barcelona '92—: y nosotras somos catalanas. No te preocupes.

Entonces yo arremeto:

—¿Ves, mi amor? Esos que no aparecen por ningún lado, porque la Comisión Olímpica dice que ni siquiera son un país, tampoco ganaron ninguna medalla. Catalanes. Caca. Feo.

Y así podemos estar toda la tarde, mientras Nina nos mira seriecita, sopesando todas las posibilidades de nacionalización.

Pero desde que leímos en un libro sobre bebés que en cualquier momento la criatura se larga a hablar, el epicentro de la contienda bélica tiene una nueva baza, un flamante botín que no estamos dispuestos a perder: la primera palabra de nuestra hija.

Cuando la Nina abra la boca y diga su primer sustantivo, estará eligiendo el idioma que más le gusta. Y ambos padres sabemos que si empieza en nuestra lengua, tendremos la mitad de la batalla ganada. Por eso estamos permanentemente diciéndole cosas, para seducirla:

—Hi havia una vegada, una serp que es deia Mixi —le dice Cris, poniendo voz seductora—. Mixi era tant petita, però tant petita, que semblava un cuquet.

—¿Cómo le vas a contar cosas de serpientes, mala madre?—la interrumpo, y se la arranco de los brazos—. Las serpientes son malas, Nina. Caca. Feo —le digo a la criatura, que me mira con los ojos enormes—; las buenas son las tortugas. Sobre todo una que se llamaba Manuelita y que vivía en Pehuajó.

Pero Cristina no se rinde:

—¡Mixi estava molt contenta de ser com era! —grita, intentando tapar mi cuento— ¡Tot i ser diferent de les altres serps!

—¡¡Nadie sabe bien por qué —me desgañito yo—, a París ella se fue!!

—¡¡Era molt feliç al bosc, excepte els dies que plovia, gilipolles!!

—¡¡Un poquito caminando y otro poquitito a pie, pelotuda!!

Cuando Nina empieza a asustarse con nuestros gritos y llora, nos quedamos los dos padres frente a frente, en el comedor, con la garganta reseca, mirándonos con odio, y entonces pactamos una nueva tregua de no agresión.

Pero los dos sabemos que la guerra no termina nunca, que el enemigo está en todas partes, que hay que dormir con un ojo abierto. Nuestra casa, de un tiempo a esta parte, se ha convertido en tierra iraquí. Y nuestra hija es el pozo petrolero.

—Jo solament vull que creixi amb salut— me dice Cris, llena de rabia, tomando litros de café para no claudicar.

—Es lo que yo digo —asiento, con los ojos muertos de cansancio y las manos temblorosas—: lo importante es que sea sanita.

Hace días que no dormimos, temiendo que —si nos gana el sueño— el otro aproveche para lavarle el cerebro a la criatura.

Ser una familia, muchas veces, nos resulta terriblemente desgastante.

Guillotina tiene nombre de mujer

Hay palabras que suenan a lo que son ("agua", sin ir más lejos), y otras a las que hay que ponerle voluntad. Por ejemplo "horchata". En mi barrio la gente toma horchata, y en verano me quieren convidar. ¡Ni en pedo! Esa bebida suena a concha sucia; tranquilamente podés decirle a una vieja: "¡andá a lavarte la horchata!", y te quedás relajadísimo.

Yo en esta vida tengo tres prejuicios: Brasil, las motos grandes y las berenjenas. Nunca pisé Brasil (incluso una vez lo tuve que esquivar seis días, para llegar a Guyana) porque creo que si voy, me vuelvo con el sida. Nunca me subí a una moto grande, porque si me subo creo que me mato. Y jamás en la vida comí berenjenas, porque no me gusta el nombre. Tiene feo gusto.

Y es que el tema de los nombres de las cosas, aunque no parezca, es fundamental. Sobre todo cuando hablamos de la comida y de las mujeres, que son las cosas que uno más consume.

Uno se puede acostar, medio borracho, con una señorita muy fea, siempre y cuando no se llame Berta o Marta. Es humillante despertar con alguien al lado que se llame Berta, o que se llame Marta, o cualquier otra cosa que dé sensación de tía. Es como haber fracasado en la vida, como ser viejo a los treinta, como haber perdido el tren de las Sofías, las Danielas y las Valerias.

(Yo lo siento en el alma si detrás de algún nick hay una lectora que se llame Berta o Marta. Si por desgracia existe, le pido disculpas, pero que vaya sabiendo que jamás cogería con ella. Por lo menos gratis.)

Con la comida es lo mismo. Yo no entiendo cómo hay gente que puede comer berenjenas en escabeche. Se están comiendo una enfermedad de la edad media (Luis XV murió en 1698 de unas berenjenas fulminantes) en una salsa hecha con un un payaso de los setenta (¡con ustedeees... el gran Escabeche y su inseparable Chimichurri!). A veces la gente come sin pensar, por eso hay tanto niño obeso.

El picaporte es otra palabra infame que no tiene nada que ver con lo que nombra. Ocurre que uno ya nació con el sustantivo incorporado, pero si te ponés a pensar, picaporte suena a instrumento de tortura: garrote vil, silla eléctrica, picaporte y guillotina. Queda muy bien metido ahí. En cambio el instrumento para cerrar puertas y ventanas se tendrían que llamar más fácil.

Y ya que estamos: guillotina queda mejor como nombre de esposa concheta —Guillotina Pérez Davobe acaba de dar a luz a su primogénito, ¡enhorabuena, Guillotina!— que como lo que es, que obviamente debería ser "sacamarote".

Los alemanes la tienen muy clara en ese sentido. Son capaces de encadenarte seis o siete palabras sin poner espacios. Para ellos, ley de modificaciones para la regulación de prescripción de calmantes se dice betäubungsmittelveordnungsänderungsgesetz. ¡Son unos genios! La desventaja es que no respiran mucho cuando hablan, por eso tienen el cogote colorado. Pero sacando esa mínima desventaja, la idea es muy útil.

En castellano tenemos una palabra medio alemana —"correveidile"— que está formada por tres imperativos y un nexo coordinante. Pero tendríamos que tener más vocablos que escondan la definición en sí mismos (por ejemplo "cosaquemata" o "guardaelpozo"), sinó estaremos condenados a revisar el diccionario hasta el fin de los días.

En muchos países se usa tomacorriente en lugar de enchufe, que debería no existir. ¡Perfecto! Y hay una clase de asquerosidad que te sale en la cara que en todos lados se llama acné (que parece el apellido de un poeta francés del XIX), y que en Argentina (un país sin futuro pero muy práctico) le decimos "pornoco" —contricción de "por-no-coger"—, que además de ser un vocablo mucho más divertido, cumple la función de explicarte por qué nos aparecen esos granos ominosos.

¿Será muy difícil mandar a la mierda a todas las palabras que no tienen nada que ver con su significante, y empezar a hacer como los yanquis, que a "deténgase por el amor de dios" le dicen "stop"? ¿O como los chinos, que en vez de escribir juegan al pictionary? ¿O como los ya mencionados alemanes, que nodejanespacioperosëentienden? ¿Será muy difícil dejar de fingir solemnidad académica y empezar a hacer collage, como el resto del mundo?

Yo creo que el problema del castellano es que las reglas las inventan unos viejos chotos, unos gerontes tristes y con pocas ganas de jugar. Gente, además, que lee mucho pero que habla poco, y que de tanto leer no sale a la vereda a ver qué pasa, ni a escuchar de qué blabla la mareja. Si al mataburro lo escribiéramos nosotros, los calleparlantes, otro gallo corococó, sin lugar a humm.

Un asadito, por el amor de dios

Cuando uno llega a España no entiende muchas costumbres, pero creo que la más terrible (por encima del terrorismo y el tamaño ridículo de los yogures) es por qué insisten en descuartizar a la vaca muerta sin pedir consejos. ¿Por qué reinciden en el corte transversal paralelo al nervio, si ya saben que así no es? ¿Por qué el carnicero finge no saber qué significa ‘colita de cuadril’ cuando es obvio que sí lo sabe, y pone cara fastidio cuando un cliente, nacido en un país ganadero y democrático, le pide un kilo?

“Será por orgullo o desgano”, pensaba yo al principio de mi estancia, “será por modorra o desidia, o quizás por costumbre cultural arraigada”. ¡No señor! Ya hace años que vivo aquí y ahora no soy tan ingenuo como entonces. Se trata de una nueva conspiración para que los argentinos no podamos alimentarnos y debamos regresar, y dejemos de seducir a sus mujeres, y dejemos de quedarnos con sus empleos ejecutivos, y ya no consigamos simpáticos papeles secundarios en sus series de televisión.

¡Porque en otras cosas sí que van a la vanguardia! En España te imprimen los euros en braile para que al cieguito no lo estafen con el vuelto, te subtitulan el noticiero de la tele para que el sordo se informe, te construyen una mezquita si hay más de treintidos moros a la redonda, etcétera etcétera etcétera; pero vos vas con tu familia a un camping y no hay una mísera parrilla de cemento por ningún lado. ¿No es también eso discriminación? ¿No es acaso racismo solapado impedirle al argentino el disfrute de un asadito en territorio español?

Si al árabe le traban la construcción de un templo ya están todos los zurditos mandando cartas a los diarios; si al ecuatoriano le impiden regentar un locutorio, ya salen los defensores de los derechos del inmigrante en manifestación, si un minusválido se topa con una esquina sin rampa, vienen todos los canales de la tele a armar escándalo... ¿Y las parrillas? ¿A dónde están las parrillas comunales? ¿Alguien las vio, algún progre se ha rasgado las vestiduras ante esta ausencia xenófoba en los espacios públicos al aire libre?

El otro día estuve sacando la cuenta, y descubrí que en España hay muchos más argentinos que paralíticos: nosotros somos medio millón, y ellos cuatrocientos mil (los rengos de una pata no cuentan, como así tampoco los uruguayos, para equilibrar). Y yo, la verdad, rampas de discapacitados veo por todas partes, ascensores con manubrio los hay en multitud de cines y teatros, taxis especiales con sistema hidráulico en cualquier esquina, pero platos de madera, pan galleta, parrillas de hormigón, ají molido para el chimichurri y vino en damajuana no vi nunca en la puta vida.

Y no solamente nos obstaculizan la logística necesaria para llevar a cabo un asadito, sino que además nos corrompen la materia prima: la manipulan, nominal y físicamente. Con el objetivo rastrero de enloquecernos, de hambrearnos hasta que claudiquemos, han bautizado ‘chuletón’ a la costeleta, le dicen ‘churrasco’ al bife de chorizo, nombran ‘solomillo’ al lomo, y además pretenden que a las achuras, uno de los mejores inventos de dios nuestro señor, les digamos ‘menudencias’, igual que a la porquería que viene adentro del pollo en bolsa de plástico.

Tras cartón, no existe sinónimo alguno para ‘chinchulines’; ninguna palabra, ningún sonido, ni siquiera una onomatopeya para nombrar esta delicia. Decís ‘chinchulín’ en territorio español y nadie sabe de qué estás hablando, o incluso te confunden con un chino y te mandan a trabajar a un sótano. Quién sabe cómo cagarán las vacas en este país, si tendrán una sonda de goma o algo, pero a los chinchulines nadie los conoce. Hay una grieta legal en el intestino delgado del vacuno, señor presidente de la Real Academia; hay una cosa blandita adentro de los cuadrúpedos que según usted no tiene derecho a identidad.

De todos modos, el argot ambiguo que utilizan es la menos preocupante de nuestras desgracias. Lo realmente peligroso es que los españoles han organizado un plan secreto, milimétrico y canalla, para que no logremos juntarnos en paz a comer un asadito, que es nuestra forma de sociabilizar, de reponer energía dominguera para sobrevellar la semana, de no perder la argentinidad y seguir firmes en la re-educación moral de este pueblo.

¿Así que vosotros no podéis vivir sin vuestra famosa carne asada?, habrá pensado, un buen día, el Ministro del Interior, ¡y zácate!: le cambió el nombre a todos los cortes de res, nos impuso una dieta de carne dura y nerviosa, quitó todas las parrillas de los campings y pretendió conformarnos con un símil al que llaman ‘barbacoa’, que es un artefacto enclenque, de veinte centímetros de diámetro, que calcina la carne en diez minutos. La barbacoa se parece, mirada con buena voluntad, a la parrilla portátil de un enanito apurado.

—¿Y si construís una de cemento en el balconcito que da a la calle?

¡Jamás!: los vecinos llaman a la policía por hacer fuego en zona común y el ayuntamiento te ponen una multa de 148 euros la primera vez, y prisión preventiva si reincidís poniendo una chapa para despistar. Lo tienen todo calculado.

Es por estas razones que, cuando volvemos unos días al terruño, cuando una vez cada tanto regresamos a la Argentina, lloramos a moco tendido si un amigo nos pone un pedazo de vacío crujiente en el plato de madera, y seguimos llorando cuando presentimos las mollejas asarse parsimoniosas, y no paramos de llorar hasta que promedia el truco de seis o la ronda de mate.

No es nostalgia, ni es melancolía, ni es amor a las costumbres: es que tenemos el llanto atragantado desde que nos fuimos a España, es la bronca de este racismo invisible, de las noches y noches en que nos hemos despertado soñando con un asado que no era... Pero no vamos a llorar en cancha de ellos, no vamos a darles el gusto de que nos vean flaquear.

Lo tenemos complicado, es cierto. Esta conspiración cárnica es diez veces más compleja que la que nos impusieron durante la década trágica del dulce de leche y que estuvo a punto de expulsarnos en masa; esta nueva lucha por quitarnos el placer del asadito es un frente abierto, estratégico, y no tenemos las de ganar.

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