Authors: Hernán Casciari
La primera cosa horrible que ocurrió en mi matrimonio tuvo lugar la madrugada del 6 de junio del año 2002. Acostumbrado a mis orígenes, di por sentado que Cristina, como cualquier mujer adoradora de su marido, se iba despertar a las cinco de la mañana para ver conmigo el Mundial del Japón. Para cebar mate en silencio y disfrutar de las tribunas multicolores, para preguntar esas cosas que preguntan las mujeres durante los mundiales, esas ridiculeces simpáticas que respondemos con desgano disfrazado de dulzura. Pero no.
Cristina, al igual que el resto de las mujeres españolas, siguió durmiendo durante ésa y todas las madrugadas de junio. Un sueño, el suyo, que me llenó de tristeza, porque el único motivo por el que un argentino acepta vivir en pareja es, sin duda, que la mujer lo mime en medio de un partido complicado.
No sé cómo funcionará el amor en otras familias, pero en mi hogar mercedino el amor de madre, o el amor de esposa, alcanzaba su máxima expresión cuando Chichita entraba al comedor a los cinco minutos del primer tiempo con la bandeja del mate y los bizcochitos de grasa. O cuando, promediando un partido trabado, asomaba la cabeza por la puerta y preguntaba:
—¿Siguen uno a uno?
A mi madre, como es lógico, le importaba una mierda el resultado de la semifinal de la Copa Libertadores. Pero en esa pregunta ("¿siguen uno a uno?") había otra inquietud escondida, una duda que sí era fundamental para ella. La pregunta tácita era esta otra:
—¿Cómo está mi familia? ¿Son ustedes felices con este empate transitorio, o debo preocuparme y amasar una pastafrola?
La mujer argentina, desde que es hermana menor, es decir desde la cuna misma, ve llorar a su padre, a sus tíos y a su abuelo. Esto no suele pasarle a las demás mujeres del mundo. Ver llorar a un hombre no es tan fácil en otros países. Y esto, el llanto masculino, marcará para siempre a la mujer nacional.
Sabe esta mujercita, desde la niñez de sus trenzas, que el hombre sufre. Que no es tan macho. Que el hombre se angustia y llora y patalea, que hace puchero frente a un corner a la olla en área propia cuando faltan dos minutos, o que se persigna con repentina devoción católica ante un avance peligroso; y conoce de sobra, la mujer argentina, que el hombre se quedará mudo días enteros si echan a la Selección de un Mundial en semifinales, o que será capaz de abrazar y besar a todas las mujeres de la casa si su equipo logra el triple punto G —gustar, ganar, golear— y que habrá felicidad y alegría en la pobreza del hogar si el domingo por la tarde la radio trae buenas noticias desde la cancha de Talleres.
La mujer argentina (y la brasileña, y la uruguaya; no la chilena, no la española) nace sabedora de esta pasión que envuelve al hombre de la casa. No sólo eso: la mujer argentina guarda en su memoria para siempre el recuerdo feliz de cuando su padre la llevaba, sobre los hombros, a la cancha, y le explicaba los secretos maravillosos del balompié desde una tribuna atiborrada de otros hombres con otras hijas en brazos.
Y esta mujercita luego crece, a veces de Boca, a veces de River, sin que le guste el fútbol, pero con un amor inmenso de domingo por la tarde, de sobremesa interrumpida por Zabatarelli, de regreso eufórico o trágico. La mujercita nacional crece con la visión de ver a los hombres de la casa entrar por el zaguán trayendo banderas en alto o banderas arrastradas por el suelo.
Y cuando por fin se convierte en novia o esposa, por pura fotosíntesis, conoce los horarios de los partidos mejor que nadie, intuye el significado metafísico del orsai, reconoce la diferencia entre un lateral derecho y un arquero, disfruta de los Mundiales, sale a tocar bocina si se gana por penales un cuarto de final complicado, memoriza cantitos y los tararea con rubor en las mejillas, o entra a los comedores con la bandeja del mate para preguntar si la cosa sigue uno a uno, con el corazón en un puño, con el miedo genético de no querer ver sufrir a su manada.
La mujer argentina de edad madura, además, sabe que si gana Boca por la tarde, es posible que a la noche haya festejo en la cama matrimonial. Y también sabe que si Boca pierde, nadie la tocará ni con un palo: ni su marido en particular, ni la mitad más uno de la población en general. Por eso ella también es de Boca. Por eso ella también es capaz de gritar esos goles absurdos que hace Palermo con la rodilla.
Una domingo negro, negrísimo, de 1991, Boca le metió a Racing un seis a uno humillante (con un gol de Palermo con la rodilla, justamente) que nos dejaba sin opciones para el campeonato. Roberto apagó la radio a cinco del final y se encerró a dormir la siesta. Yo me quedé en la cocina, sin razones para vivir, y metí la cabeza entre los brazos. El martes al mediodía mi papá seguía durmiendo la siesta y yo todavía estaba con la cabeza metida dentro de los brazos. Mi mamá y mi hermana nos llevaban algo de comida, que nos daban en la boca con una cucharita. Y cada nueve horas nos arrastraban al baño para aliviar esfínteres. Si no hubiera sido por ellas, mi padre y yo habríamos muerto de hambre o inundados en nuestra propia mierda. Si eso no es el amor, amigos míos, ¿qué es el amor?
Durante el Mundial del Japón, cuando Argentina quedó eliminada en primera ronda, aquí en España eran las seis de la mañana y yo estaba solo en este sofá, con los dientes apretados y sin nadie que me cebara un mate, o que me dijera "no es nada, corazón, en cuatro años llega Alemania 2006 y la rompemos". Nada. La luz de la cocina estaba apagada; en la cama grande dormía una mujer ajena al pitido final y a mi angustia. Pero no solo Cristina dormía: dormía toda España.
Abrí la ventana de la calle y no había una puta luz en los edificios. Nadie lloraba por la calle. Los taxistas hacían su ronda feliz… Entonces pensé en Buenos Aires. Allí era todavía mayor la madrugada; en ese Buenos Aires nocturno, millones de mujeres empezaban a consolar a sus hombres. Madres, novias, esposas, hijas, nietas, amigas, incluso abuelas, todas en camisón y con los ojos llenos de sueño y de espanto, empezaban a cocinar pastafrolas y a balbucear frases de aliento al oído de sus hombres tristes.
Si no fuera porque vivo en planta baja, esa madrugada hubiera saltado por el balcón. ¿Para qué vivir, si Argentina ya no estaba en el Mundial, si yo ya no estaba gusto en este mundo, si ya nada ocupaba su lugar en el universo? Pero, como se sabe, antes que argentino soy cobarde, y no me suicidé un carajo.
Hice algo mejor, creo. Tuve una hija. Una hija argentina chiquitita que ya reconoce los colores de Boca por la tele y pone cara de asco, que ya sabe que los viernes puede quedarse despierta hasta las tres de la mañana porque pasan a Racing por cable, y que ya vio jugar a la Selección desde la tribuna del Camp Nou.
Una hija que en julio de 2006, cuando Argentina la rompa en Stuttgart, cuando mi vida se cubra otra vez de espíritu mundialista, cuando mi corazón estalle de felicidad o de tristeza, estará aquí a mi lado, en este sofá, temerosa de mi sufrimiento, inmensa, convertida en todas las mujeres que he perdido.
Pertenezco al selecto grupo de varones que han sido concebidos durante un Mundial de Fútbol. Esto significa que el padre macho, mientras engendra a su señora, está pensando en otra cosa, y provoca que el feto se inicie en la vida con capacidades psíquicas diferentes. Los Mundiales ocurren cada cuatro años, entre junio y julio, por lo tanto padecemos este síntoma los varones nacidos entre febrero y marzo del año siguiente a un Mundial. A mí me tocó llegar al mundo a mediados de marzo del 1971. Es decir que, astrológicamente hablando, soy México ‘70 con ascendente en Pelé.
Los concebidos bajo el signo de México ‘70 somos personas calladas, con un gran mundo interior, y nos llevamos muy bien con los Suecia '66 y con los Alemania ‘74. No debemos hacer negocios con un Argentina ‘78 ni viajar en un avión pilotado por un Chile ‘62.
Las mujeres, en cambio, se rigen bajo los poderes astrológicos de los Juegos Olímpicos, que son unas competencias más afeminada (por contar con deportes como el nado sincronizado, la gimnasia rítmica y el voley playa). Según mis estudios, los varones que somos México ‘70 nos enamoramos muy fácilmente de las chicas Montreal ’76 (mujeres nacidas a mediados de 1977), que son unas chicas generalmente equilibradas, modositas, bastante altas y con una clara tendencia al comunismo, dado que Alemania de Este ganó cuarenta medallas de oro en esa competición.
Las mujeres Munich ’72 pueden llega a ser muy buenas madres, pero tienen en contra una personalidad un tanto explosiva. Las Seúl ’88 son pizpiretas, alocadas y sexualmente sumisas. Mientras que las Helsinki ’52 suelen ser sobreprotectoras y algo frías, además un poco viejas para mi gusto.
La astrología tradicional intenta hacernos creer que nuestro comportamiento en la vida, nuestros gustos, obsesiones y traumas, tienen una relación directa con la posición de los astros en el momento de nuestra llegada al mundo. A mí me parece muy agarrado de los pelos este sistema: demasiado facilón y desactualizado. Prefiero mil veces entender nuestro temperamento desde un dato básico: qué programa de televisión estaban mirando papá y mamá mientras nos concebían.
Me resulta mucho más probable que un ser humano sea “introvertido, sereno y soñador” por culpa de que su padre estaba escuchando en un gol de Platini durante el coito, y no a raíz de que el planeta Júpiter haya pasado justo en ese momento por la órbita de Mercurio, tapando a la luna. ¿Qué tienen que ver los planetas con nuestra vida? ¿De repente somos todos astronautas?
Mi teoría es sencilla. Desde siempre, los matrimonios engendran a sus hijos en sus habitaciones. Pero desde la segunda mitad del siglo XX, en las habitaciones matrimoniales hay un televisor. Este dato —sistemáticamente obviado por los astrólogos occidentales y los gurúes del horóscopo chino— me parece fundamental y revolucionario para los tiempos que corren.
¿Qué tienen que ver los perros, las serpientes y los monos con nuestra vida? Según la torpe visión de los chinos, yo vendría a ser un Chancho de Madera. ¿Qué me quieren decir con eso? ¿Es un chiste? ¿Es una ironía oriental? “Chancho de madera” es un insulto de tribuna, es lo que los hinchas del Real Madrid le dicen a Ronaldo cuando erra un gol:
—¡Chancho, sos de madera, dejá los postres!
¿Qué tiene que ver eso con el temperamento de las personas? Nada. Los chinos están todos desquiciados y lo peor es que nosotros (la gente normal) les hacemos caso. Pero si nos paramos a pensar, en occidente somos todavía peor: los astrólogos nos dicen cosas como cáncer, escorpio, leo, virgo... Parecen insultos de gente vieja que no se anima a decir cosas más graves.
La vida ha cambiado mucho, pero los brujos y chamanes parecen no haberse dado cuenta de nada, porque sus supersticiones siguen siendo antiquísimas. Posiblemente en aquellas épocas estaba todo el mundo mirando el cielo, las estrellas, los cometas. Y es lógico, porque no había otra cosa para mirar. Los occidentales miraban los planetas, y los orientales miraban a sus animalitos. Hoy, en cambio, miramos el Mundial, las Olimpíadas, el Festival de la OTI y otros eventos internacionales de gran calibre.
La mayoría de las veces, las parejas modernas conciben a sus hijos con la televisión encendida. Por eso, las mujeres nacidas en noviembre de cualquier año casi siempre son muy agradecidas y visten con corrección. El motivo es claro: la madre fue inseminada a finales de febrero, que es cuando en la tele pasan la ceremonia de los Oscars. Por tanto la desconcentración sexual materna, a raíz del premio a mejor actriz secundaria, es detonante del temperamento futuro de la hija.
Mi esposa, sin ir más lejos, nació a finales de 1974. Esto quiere decir que es Oscar ’73 con ascendente en Glenda Jackson. Según su carta astral, debería haberse casado con un Goya ’69 con ascendente en Carlos Saura (se hubieran llevado muy bien), pero se casó conmigo, que soy México ’70 —¡para peor con ascendente en Pelé!—, y por esa causa a veces tenemos algunas diferencias irremediables, sobre todo a la hora de decidir quién se queda con el control remoto a la noche.
Mi hija, nacida a mediados de abril de 2004, fue concebida a principios de julio del año anterior. La pobre Nina carga con el estigma horrible de ser Copa Toyota 2003, con ascendente en Carlitos Tévez, porque mientras su padre la concebía (es decir yo) no podía dejar de pensar en que el Milan podría haber ganado esa final del mundo. Por eso la chica ahora es tan díscola y con una leve tendencia a hablar en japonés y despertarse por la madrugada pidiendo la hora.
Es necesario que dejemos de ser piscis y sagitarios, conejos y monos, libras y colibríes, renacuajos y cánceres. Es hora de que dejemos de sentirnos orgullosos de eso, de hablar del tema en las sobremesas, de preguntarle el signo a las mujeres tetonas para empezar una charla en la discoteque... La temática de los horóscopos parece una broma de mal gusto urdida por nuestros antepasados con el fin de saber hasta cuándo sus descendientes podían ser tan pelotudos. Y la pelotudez nos está durando un par de miles de años.
Ya es hora, queridos contemporáneos, de que las supersticiones se rijan por una astrología moderna y utilitaria, tan absurda como aquélla, pero por lo menos con un mínimo de sentido común.
El fútbol, mal que les pese a los filósofos serios, nos ayuda terriblemente a comprender el sentido de la vida. Y ver la Copa América en diferido es, creo yo, una metáfora sutil del carpe diem: "¡Vive intensamente, ajeno y ciego a los resultados, como si lo que está pasando realmente estuviera ocurriendo ahora!" Esto es metafísica: lo demás son boludeces.