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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (30 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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—No —dijo Urubugala sonriendo.

—¿O sólo confiabas en que te dejaría morir?

—Tu graciosa persona me ha permitido vivir largo tiempo en tu infinita misericordia.

Su sonrisa se ensanchó, y los ojos despidieron llamaradas que encendieron las ropas de Urubugala. El enano aulló. Como si su grito fuera la fuerza del vuelo, se levantó por los aires, por encima de la mesa, y ardió y ardió mientras gritaba desesperado. Orem se sentía asqueado y horadado por la culpa. El enano había asumido la autoría de sus actos, de todos sus actos, y ahora moría por ello.

Pero después de todo no murió. Ya que tan pronto como las llamas lo inflamaron dejaron de arder, y el enano descendió hasta la mesa, donde quedó jadeando y gimiendo.

La Reina Belleza caminó hasta su lado, extendió las manos y lo cogió por la orejas, y lo atrajo hasta que quedó mirándolo fijamente a los ojos.

—¿Fuiste tú quien me obstruyó la visión en el fortín de Palicrovol? Déjame entrar, Urubugala, o te haré arder de por vida.

—Entra, entra, entra —musitó—. Todo lo que quieras, entra, míralo todo. —Y tomó aire y se revolvió sobre la mesa. Su cabeza se alzó, los ojos fijos en la mirada de Belleza, hasta que los rostros se tocaron, uno arriba y el otro abajo, el ama y el esclavo, la madre y el hijo. La cabeza de Urubugala estaba suspendida en el aire por la sola fuerza de la mirada de Belleza.

Y entonces concluyó. Urubugala cayó con gran estruendo sobre la mesa.

—La verdad, la verdad, en nombre de las Hermanas es la verdad. Estaba tan segura de que eras tú…

—Pues bien —susurró el enano.

—¿Crees que no puedo compararme con eso, sea lo que fuere? No dejaré que me amenace ningún mago insignificante a quien hayas enseñado a deshacer hechizos, Urubugala.

—Pues bien…

—No me provoques, Urubugala. No te dejaré siquiera esa victoria. —Y entonces posó su mano sobre la frente del enano y este cayó inmóvil y dormido de inmediato. Orem vio que la piel no tenía marcas de fuego. La Reina se dirigió a Comadreja y a Pusilánime.

—¿Y sin embargo por qué os habría de retornar las piedades que él os quitó? Me complace que podáis recordarlo todo. Todo. ¿Me odiareis? Odiadme cuanto deseéis.

Veréis como renazco nuevamente, y me detestaréis, pero no podréis hacer nada, no podéis hacer nada. ¿Es que no os dais cuenta? Puede que Urubugala os haya devuelto el recuerdo, pero creo que desearéis volver al antiguo olvido. No os molestéis en pedírmelo.

Pedídselo a él. —Señaló al enano durmiente—. Ved qué puede hacer él.

La Reina se marchó. Pusilánime y Comadreja la observaron partir, y luego se volvieron para contemplar a Orem. Abrió la boca para hablar, pero Comadreja posó la mano sobre su boca y sacudió la cabeza. ¿Entonces qué? Sólo aguardaban, sin quitarle los ojos de encima. Entonces comprendió que estaban esperando que él les permitiera hablar con seguridad. De modo que tímidamente dejó salir sus redes y borró la habitación.

Urubugala se sentó de inmediato sobre la mesa.

—Nunca más —dijo a Orem—. Toca a quien quieras, haz lo que quieras, pero no a nosotros. Nosotros tres, las Compañías de la Reina, somos sus ornamentos y no nos habrá de alterar.

Era obvio que Urubugala sabía ante quién estaba, y que con la misma certidumbre creía que la Reina no podía escucharles. ¿Entonces, qué otra cosa si no confiar podía hacer Orem?

—Lo siento —dijo.

Comadreja salió en su defensa.

—No podías saberlo…

—¿Por qué estoy aquí? —quiso saber Orem.

Tal vez Comadreja debió habérselo dicho; hizo un gesto para hablar, pero Urubugala alzó la mano.

—No nos corresponde a nosotros aventurar lo que están haciendo los dioses. Te guían ojos más sabios que los nuestros y no te diremos nada más. Sólo esto: si no buscas, encontrarás; si no preguntas, obtendrás; Si no golpeas, todas las puertas se te abrirán.

Entonces Urubugala rodó de la mesa y cayó a los pies de Orem. El Reyecito bajó la vista y halló su mirada.

—Ni siquiera Belleza sabe por qué estás aquí…

Y el enano negro salió bamboleándose de la sala, con el falo bailoteando entre las piernas. Ya no era gracioso. No para Orem, ya que le había visto soportar la agonía y volver a hablar como si nada hubiese sucedido.

El enano le había protegido, y había sufrido el castigo que le correspondía a él, y le había mantenido en libertad. Comadreja y Pusilánime habían mantenido silencio para ayudarle. Si eso no era amistad, Orem no comprendía el mundo. Ellos contaron con su lealtad para siempre. Pero en verdad, no era eso lo que querían. Ellos te eran fieles a ti, Palicrovol, no a Orem. Y él sólo lo comprendió al final, cuando ya era demasiado tarde para él y justo a tiempo para ti.

20
LOS USOS DEL PODER

¿Cómo usó Orem su nombre de Rey cuando se sentó en tu trono, Palicrovol? Antes, cuando fuiste joven, juzgaste a otro Rey de Burland. Como Conde de Traffing estudiaste al rey Nasilee y le encontraste débil y perverso, sólo merecedor de la muerte. ¿Cuáles fueron sus crímenes? Haber sido vengativo y cruel, rapaz y tiránico. Hay quienes sostienen que lo que te irritaba eran sus tributos, que lo que te tentó fue su debilidad, y que lo que deseaste fue su hija, aunque sólo era una niña. Estos envidiosos dicen que eras ambicioso. Pero has demostrado con tus acciones que verdaderamente desprecias la venganza y el castigo injusto. Conque ahora juzguemos al Reyecito no por los rumores sino por lo que hizo con el poder que pudo usar libremente. Si lo medimos con esta vara, creo que fue un hijo digno de Palicrovol.

EL REYECITO EN LA CORTE

Durante una semana, la Reina Belleza lo presentó como su esposo a todos los cientos de visitantes y miles de cortesanos de Palacio. Jamás habló de él sin cierto desdén crudo y mordaz, cierta chanza que hacía que los cortesanos rieran tras sus delicadas manos. Su delgadez, su juventud, su supuesta estupidez, su genuina inocencia, todo era causa de sorna.

Pero Orem era sabio y pidió consejo a las Compañías del Rey y lo siguió con paciencia y también aprendió a reírse, aun cuando todos lo despreciaban. Pero todos estaban satisfechos con su papel y se acostumbraron a él. Por fin tenía su nombre, y su lugar: el Reyecito, blanco de chanzas.

Después de la primera semana, la Reina ya no vino a burlarse de él. En su lugar, otros se habrían ocultado, se habrían mantenido al margen de los bailes y los banquetes. Pero Orem no se alejó. Venía, cada vez más real en su aspecto. Esto generaba muchas risas entre los petimetres, que creían que trataba de rivalizar con ellos. Jamás notaron que en realidad él era lo que ellos querían que fuese. Él aparecía y sostenía abiertamente el papel que la Reina le había obligado a representar. Parte del papel de Orem consistía en ser un palurdo campesino. Aprendió pronto y lo hacía muy bien.

Seis semanas después de su boda presidía un banquete para los cortesanos residentes. A su derecha se sentaba Comadreja Bocatiznada; a su izquierda, Pusilánime; en estas ocasiones siempre hay orden. Desde luego, los invitados al banquete estaban perfectamente dispuestos a divertirse a costa de él. No bien se sirvió el primer plato, una mujer exclamó:

—Mi Reyecito, ¿oficiaría usted de juez para todos nosotros? Mi esposo, ese que está allí con una mano sobre el muslo de Belfeva, me ha tratado con la mayor infidelidad.

Entonces delante de todos contó una historia de lo más escandalosa —escandalosa para Orem, al menos. Al parecer, su marido le era infiel con animales de la granja. Lo dijo con astucia premeditada; de todos los que la escuchaban, sólo Orem ignoraba las amables convenciones de las quejas astutas e impúdicas. Su rostro enrojeció y la sorpresa de tener que escuchar semejante relato dio paso a la furia ante la conducta del marido; después de todo, allí estaba el tipo, riéndose con el resto. ¡Riéndose! Esta gente al parecer no tenía sentido del bien ni del mal.

Entonces Comadreja Bocatiznada se inclinó hacia él y susurró con sus labios retorcidos y bigotudos muy cerca de su oído:

—No lo tomes en serio. Es una mentira, para divertirse.

Al principio eso no bastó para mitigar la ira de Orem. Después de todo, una mentira era una mentira, ya sea para divertirse o no. Pero ahora las risas cobraron otro significado, y comenzó a escuchar no tanto los supuestos pecados del esposo como la picardía de sus acusaciones. Ella era lista. Lo que provocaba risa era el giro de sus frases y la supuesta torpeza del marido. Por fin terminó y con aire de súplica le dijo:

—Conque dígame, mi Reyecito, ordéneme: ¿debo dejar que regrese a mi lecho o cortarle unos doce centímetros cuando se me acerque?

—Eso sería un castigo demasiado duro, mi señora —replicó Orem—. ¿Cómo se puede cortar doce de seis y esperar que quede algo?

Los cortesanos no habían esperado tanto. Todo lo que podían querer de él era su rudo acento del campo, su voz aflautada de adolescente, su rostro inocente y sin culpas. Pero verlo igualar el ingenio de la impúdica mujer… La noche parecía ser prometedora en extremo. La Reina había elegido bien a su palurdo consorte.

El esposo insultado exclamó:

—¡Te imploro, mi Reyecito, que no me hagas abandonar todas mis debilidades! Los pollos dan poca satisfacción y la producción de huevos ha disminuido notablemente. De las vacas puedo prescindir. ¡Pero la cerda es mi corazón, mi vida, mi amor!

—¿Cómo podría juzgar desde aquí? —preguntó Orem—. Debo mirarte a los ojos. Que algún otro se siente aquí, a la cabecera de la mesa. No es nada en contra vuestro, como comprenderéis —dijo a Comadreja y Pusilánime. Podía sentir la preocupación que afligía a Comadreja. Siempre quería estar cerca para protegerlo. Cuando la risa y las conversaciones cubrieron sus palabras, se inclinó hacia ella y dijo:

—Ahora sé que las groserías ingeniosas les hacen reír.

Entonces tomó su propio plato y sus cubiertos de plata, sostuvo la servilleta en la boca y fue hasta la mitad de la mesa, desplazando a un petimetre particularmente colorido para que se situara entre dos extravagantes damas de la corte. Marido y mujer estaban frente a él, pero separados por varios sitios. Les observó a ambos, y luego se echó a reír.

—Señora, debo alabaros a ambos por vuestra humildad. A ti, por haber admitido que tienes a una cerda por rival y a él, por admitir que ninguna encantadora dama podría ser su tierno amor. Con tal humildad, sostengo que sois el uno para el otro. Debéis seguir juntos: tal candor no merece otra cosa que su par.

Los demás comensales rieron tanto de su puerilidad y acento campesino como de su ingenio, pero no más. Debía abrirse camino y soportar lo que le tocaba hacer.

Pero la mujer inusualmente hermosa que se hallaba sentada justo enfrente de él sólo sonrió, y en sus ojos había un dejo de corrección e incluso de lástima.

—¿No deberías estar en la cabecera de la mesa?

—Dondequiera que estoy es la cabecera de la mesa —respondió Orem. Si tú lo hubieras dicho, Palicrovol, habría sido una reconvención y tu auditorio habría temblado. Pero en su voz y con sus maneras llanas las palabras sonaron ridículas; y aunque no lo hubiesen sido, era tal la predisposición a la risa que se habrían divertido de todas formas.

Sin embargo, había un hombre que no se divertía, o al menos que no lo demostraba.

Era un jovenzuelo de aspecto grave y fuerte y de cabello moreno que por estas cualidades parecía gozar del favor de las damas. La clase de hombre al cual uno siempre le atribuye en su imaginación los atributos de un semental, por los cuales le perdona los modales de puercoespín. Su nombre era Timias. Era la clase de hombre que, como las flores, surge de una vez, con espinas y pronto se desvanece, ocupando algún sitio menor desde el cual perseguir las escenas de sus conquistas. Pero parte de su encanto consistía en una destreza para la verdad y en cierto indicio de que podía terminar con una carrera más romántica y por ello más corta que el resto de sus semejantes. Se podía suponer, despiadadamente, que sentía envidia del joven que había dormido con la Reina.

Pero Orem vio algo más en él. Este era otro de las dotes ignotas de Orem: poder ver en alguien lo que ningún otro veía.

Timias estaba sentado en diagonal al Reyecito. La risa murió y las damas que estaban a su alrededor comenzaron a devolver las atenciones que el Reyecito les brindaba…

después de todo, era el único rey de Inwit. Orem hizo algunos absurdos comentarios acerca de lo bellas que se verían las mujeres sin sus afeites. Por ejemplo, dijo, las niñas del campo se veían muy bien sin ellos.

—¿Qué hacen entonces para resultar atractivas? —quiso saber una dama.

—Se lavan —dijo Orem—. Y sin pinturas, no son tan escurridizas como vosotras, señoras.

¡Cuando un hombre las aferra, jamás se escapan de sus garras! —Cómo rieron. Era un espectáculo demasiado bueno para dejarlo pasar. Pidió agua y se puso a lavar el rostro de una mujer, pero no de la que estaba más cerca de él, ya que vio que en verdad era fea y que sus afeites no dejaban de ser una salvación. En cambio, Orem lavó el rostro de la que tenía enfrente, que al tener bellos rasgos se benefició con el aseo. Y ella le criticó, aunque tácitamente, lo cual le procuró a Orem una cierta satisfacción. ¿Quién reparó en el tacto y la gentileza de Orem en un caso, y en su pequeño placer en el otro? Sólo reían, pues les divertía ver cómo pasaba por encima de tradiciones de siglos y modas de semanas. Qué payaso. Qué rustico. Qué palurdo. Divertidísimo.

Entonces, Timias actuó. Extendió la mano y tomó al Reyecito de la cintura antes de que pudiera seguir alimentando las risas de los demás lavando las falsas marcas de nacimiento que la mujer lucía en el escote.

—Puede que seas un asno —dijo Timias con frialdad— pero no hace falta que presentes pruebas con tal contundencia.

Tras un murmullo de sorpresa, todos enmudecieron. Timias no reía. Timias estaba estropeando toda la diversión. Paz, Timias. Déjalo, Timias. Pero Orem le miró, con esa sonrisa algo pícara que en su pueblo natal habría sido considerada signo de sincera buena voluntad.

—¿Qué ocurre, hombre, es acaso tu esposa?

Oh, sí que se rieron de eso. Pero Timias se tornó más frío y severo.

—Conque has colmado a la Reina con tu gallito, niño, ¿eh? Pues veo que te ha rendido grandes provechos.

Era la clase de observación que no se decía, sobre todo en el Palacio, ya que sin duda la Reina lo escucharía.

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