Read Esperanza del Venado Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (27 page)

BOOK: Esperanza del Venado
2.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Como para torturarlo deliberadamente, se llevaron a dos hombres más antes de venir en busca de Orem. Cómo les odió por irse antes que él. Pero no dijo nada, a sabiendas, no mostró signos de ira. Siguió dando vueltas en círculo, siguió colgándose del techo, impulsándose y bajando con las manos rígidas como garras.

Y sin embargo, cuando llegaron, Orem no se lanzó contra la puerta de la jaula. No mostró prisa. El mismo cambio en la rutina de la supervivencia era demasiado duro; demandaba esfuerzo, exigía pensar antes de que uno pudiera dejar de moverse dentro del patrón establecido. Entonces, por fin, fue hasta la puerta y aguardo. Las esposas eran de hierro frío, pero cuando las cerraron sobre sus muñecas le resultaron tibias. Entre las bisagras quedó atrapado un pliegue de piel, pero Orem estaba demasiado insensible para sentir el dolor de la carne que se abría y de la sangre que corría por su brazo antes de congelarse.

LA CASA DE CARBÓN

El juicio se celebró en la Casa de Carbón. Las paredes eran sombrías, de tanto hollín, y bajo el aire sofocante los rostros de los guardias quedaban grises por el sudor. El calor del lugar era casi más que lo que Orem podía soportar, y el alivio consiguiente le provocó tal temblor de piernas que los guardias tuvieron que alzarlo. La habitación oscura estaba iluminada por unas ventanitas altas y por unas pocas teas en las paredes. No importaba; lo único que miraba Orem era el suelo, que giraba y daba vueltas.

Los guardias le dejaron caer en medio de la habitación. Orem se tendió aliviado sobre el suelo sin barrotes y escuchó que la voz de un magistrado preguntaba:

—¿Crimen?

—Sin pase. No lo reclamaron.

—Sexo y edad.

—Hombre. De cuernos jóvenes.

—Prisionero, ¿qué tiene que decir?

Orem necesitó unos momentos para comprender que estaban esperando sus palabras, y un momento más para recordar cómo se hablaba. No me corten, quería decir. Asesiné a las mujeres del Hechicero y merezco todo lo que decidan hacer conmigo, casi dijo.

—Soy un joven de las granjas y he perdido mi pase —fueron sus palabras.

Un guardia lo alzó y le volvió el rostro para mostrar su mejilla a los magistrados.

—Hace meses que está curada.

—¿Cómo consiguió eludir a los guardias durante tanto tiempo? —quiso saber un magistrado.

Orem les miró por tercera vez, ahora que el guardia lo tenía en lo alto y podía ver.

Había tres magistrados sentados sobre un alto estrado con una pantalla de alambre que se interponía entre ellos y Orem. Llevaban máscaras, terribles máscaras verdes y blancas que remedaban la putrefacción, y le miraban inflexibles como Dios, ya que las máscaras no parpadeaban.

—Fui cuidadoso —dijo Orem.

—Le atrapamos en un espacio abierto, con la camisa desgarrada y casi desnudo sobre la nieve —dijo el guardia—. Los cautelosos no se comportan así.

—Acercadlo —dijo uno de los jueces. Ya que ninguna de las cabezas se movió, no había forma de saber cuál de ellos había hablado. Mientras el guardia le empujaba hacia adelante, otra voz judicial dijo:

—El Hoyo, sin duda, y un pase falso. ¿Quién te dio tu pase, niño? ¿O quieres que te aplastemos los testículos y que te los sirvamos en budín?

Orem no tuvo coraje suficiente en ese momento. El coraje estaba más allá de él después de dos noches en la jaula abierta. No les contó todo lo que sabía sobre el pasaje por el Hoyo porque precisamente en ese instante uno de los magistrados dejó escapar un pequeño grito y exclamó:

—¡Mirad su rostro!

Uno de ellos hizo un gesto a los guardias, que le hicieron salir por una puertecita de la jaula y le llevaron directamente ante la mesa de los magistrados. Le dejaron recostarse contra el escritorio mientras los rostros enmascarados le escudriñaban con atención.

Orem estaba ahora suficientemente cerca para poder ver el blanco de sus ojos por detrás de las máscaras, para poder ver los labios, los dientes y las lenguas de los oradores.

—¿Cómo te hiciste esa cicatriz que tienes en la garganta?

Había olvidado la marca que había dejado el sueño sobre su cuerpo. ¿Qué podía responderles? Sólo la verdad podía importar, sólo la verdad podía encajar en todo eso.

—Soy hijo de un granjero. Me corté de niño sobre el filo de un arado.

Quedaron mudos, mirándole. Entonces el del medio asintió, y los otros también asintieron.

—El sueño de la Reina, muy bien —dijo uno.

—Y nos vino de las jaulas… —dijo otro.

—¿Cómo te llamas, niño?

Orem pensó por un momento y recordó:

—Orem.

—¿Orem qué?

No podía recordarlo. ¿No lo habían llamado el Carniseco? ¿O el de Banningside? ¿O

ap Avonap? ¿Cuál de ellos?

—No está en condiciones de dar respuestas.

—Pero dio una que fue suficiente.

—¿Y bien, ahora qué? Dijo que no le hiciéramos daño y míralo.

—¿Cuánto recordará?

—Demasiado.

—¿Cómo podíamos saberlo? Éste fue arrestado antes de que nos lo dijera.

El del medio tomó una decisión.

—No interrumpamos la búsqueda. Dejemos que pase un tiempo y llevémoslo a algún sitio para que duerma. Sólo cuando esté en mejores condiciones suspenderemos la búsqueda.

—Imbécil. Ella ya lo sabe ahora.

—Pero no se lo entregaremos hasta que se restablezca un poco. Llevadle frazadas y una sopa y un fogón a su habitación. ¡Deprisa! ¡Y que pase el siguiente! ¡Rápido!

Orem se encontró arrastrado de nuevo, pero esta vez por manos más corteses y cuando llegaron a una pequeña habitación con un fuego encendido, le liberaron las manos y le apoyaron sobre un cojín de plumas en un rincón, y le abrigaron. Se durmió antes de que los guardias abandonaran el lugar. Apenas se despertó para comerse la sopa que le trajeron y lo mismo sucedió cuando le acercaron el orinal. Finalmente despertó solo y se apartó las frazadas porque estaba sudando y la lana le producía picor.

Sintió el aguijón de la herida allí donde las esposas le habían mordido la carne; le dolían todas las articulaciones y tembló varias veces. Finalmente vomitó la sopa sobre los ladrillos del fogón.

Entonces se sintió mejor. Fue hasta un rincón, reclinó la cabeza contra la pared y se sentó a observar el fuego a través de los ojos entrecerrados. La escena con los magistrados permanecía con él con la claridad del sueño del que uno acaba de despertar.

Ella había hecho que los guardias le buscasen. Ella podía ver incluso ahora. Ella había visto su rostro en un sueño. Ella sólo podía ser la Reina Belleza, y ahora Orem comprendía que debía pagar un precio por haberla desafiado en defensa de Palicrovol sólo unas noches atrás. Pero después de todo lo que había sucedido, no se molestó en tener miedo. ¿Qué podía hacerle ahora para lastimarlo m s? Aún no había retornado por completo a su cuerpo; sus sensaciones todavía no eran íntegramente suyas. Que le torturara, que le matara. Para él todo daba lo mismo. Todo daba igual ya. Llegaron unos sirvientes con una tina, le quitaron el calzoncillo y le hundieron en el agua tibia. Algunos se llevaron sus ropas; otros mojaban el suelo al frotarle la espalda duramente y enjabonarle el cabello y la cabeza. La orina seca y los escupitajos de la jaula quedaron flotando sobre el agua; retiraron la tina y trajeron otra, y le volvieron a bañar, y le secaron ante el fuego con toallas. Le cortaron el cabello y le peinaron, y le vistieron con una sencilla camisa y un cinturón de eslabones ricamente ornamentado y que brillaba como el oro. Brillaba como el oro, pensó Orem, pero ni siquiera entonces se le ocurrió pensar que era de oro. De todas formas, no habría podido distinguir el oro auténtico del falso.

Los magistrados le dieron otro vistazo, para estar seguros. A Orem no le importaba lo que pudieran decidir. Era suficiente con haber sentido sobre su piel limpia y doliente el suave roce de la tela, haber estado ante la tibieza del fuego, haber tocado los ladrillos calientes con cada dedo de su mano y ver que cada uno se estremecía con vida, poner a prueba sus pies y ver que respondían, estar vivo y sentir calor.

Aparentemente él era el hombre al cual andaban buscando.

—Sí, sí, así estar bien. Es lo mejor que podemos hacer. —Le pidieron disculpas con brusquedad—. Fue un terrible error, Orem, mi niño. Sólo un error. Podía pasarle a cualquiera. No te quejarás de esto, ¿verdad?

¿Quejarse? ¿De qué tendría que quejarse? Solo déjenme aquí al calor, dijo, solo déjenme tibio, limpio y seco y no tendré de qué quejarme. Cayó dormido nuevamente antes de que los magistrados se alejaran.

18
LA DANZA DE LA DESCENDENCIA

De cómo Orem conoció a la Reina Belleza cara a cara, y de cómo la amo.

LOS ÁRBOLES TORTURADOS

Le llevaron al palacio en un carruaje de doce ruedas arrastrado por once corceles, pero no se molestó en contarlos. Aunque todavía no se había repuesto por completo de su dura prueba en las Cárceles, le maravilló el esplendor del Palacio, y observó por las ventanas las paredes cubiertas de mosaicos, los minaretes dorados, los tejados turquesas, las esculturas vivamente pintadas que crecían en profusión a ambos lados del paseo de piedra blanca. No alcanzó a comprender la historia que representaban, pero supo reconocer la perfección de estas obras creadas por manos humanas.

Pero cuando vio el jardín esculpido en el círculo de paseo palaciego se sintió perturbado. Otros habían visto los árboles y los arbustos que crecían con formas de elefantes y rosas gigantes, y los habían admirado. El ingenio de los amantes que crecían en las hojas; la escultura épica de la Batalla de la Montaña Gris… Orem no creía que fueran ingeniosas ni nobles. Había heredado lo suficiente de su madre para aborrecer toda violencia infligida contra un árbol. Y había heredado lo suficiente de su padre para que le perturbara profundamente ver semejante verdor en el frío del invierno.

Entonces llegaron las manos de los sirvientes. Muchas manos que le tocaban en silencio, que le alzaban de su carruaje cuan débil y frágil era.

—¿Aquí no se caen las hojas? —quiso saber.

—Durante una semana, cuando lo escoge la Reina —dijo uno de edad madura—. De tanto en tanto le complace ver el otoño, aunque al día siguiente ya es otra vez primavera.

Fue entonces cuando Orem comprendió el poder de la Reina. Se maravilló de haberse atrevido a desafiarla alguna vez. Sea cual fuere el castigo que tenía planeado darle, ahora sabía que no habría forma de escapar a él. Había sido como un tiburón tratando de mordisquear la costa. Peligroso y de dientes afilados, mas indigno de su adversario.

EL DANZARÍN VIRGEN

Le llevaron por habitaciones más grandes que la aldea de Banningside, cuyos techos se veían distantes como el cielo. Todas las paredes estaban recubiertas siete veces de tapices, tallas en piedra y en metal. No había mármol que no viviera con las figuras de hombres y animales entregados a la matanza o al coito. No había hierro que no hubiese sido plateado, ni plata sin incrustaciones de oro. Los muebles eran de pesadas maderas, pero todos delicadamente tallados de tal forma que en la madera se veían miles de diminutas ventanitas y parecía como si el peso descansara sobre un encaje oscuro e insustancial. Y como durante todo el trayecto nadie le habló, sólo gradualmente se dio cuenta de que no era por venganza que la Reina lo quería.

Después de todo, en las aldeas y en las granjas se hacía en forma simbólica porque eran pobres. Era la Danza de la Descendencia, desde luego. Lo último que Orem habría esperado. Y era de verdad. Ahora caía en la cuenta de que el carruaje que le había conducido al Palacio tenía doce ruedas, que una de las seis parejas de corceles que tiraba de él estaba incompleta. Y mientras entraba al Palacio se vio rodeado de diez hombres armados, y sus escudos estaban marcados con nueve piedras negras. El barbero de camisa roja le cortó el cabello en ocho tijeretazos, y ahora siete mujeres desnudas con sangre en sus muslos le sumergían seis veces en agua caliente y cinco veces en agua fría, de tal forma que se le otorgó el sacramento de las Dulces Hermanas la única vez en la vida de un hombre que éste puede recibirlo.

La única vez que un hombre puede recibirlo en su vida, y allí finalmente pensó en contar: contó a las mujeres y así y todo no lo podía creer. No para esto; no podían haberlo traído a Palacio para esto. Y cuando las mujeres se marcharon cuatro puertas se abrieron y por cada una entró un joven desnudo, sin vello viril. No podía dudarlo, aunque tampoco lo comprendía. Él mismo había oficiado de uno de los Cuatro Jóvenes Vírgenes en las Danzas de la Descendencia de tres de sus hermanos. En la granja, los tres óleos habían sido grasa de cerdo, grasa de cordero y grasa de pollo y mientras ungían y rascaban habían bromeado y reído. Pero ahora nadie bromeaba. Los cuatro mozalbetes que se acuclillaron a su alrededor mientras él yacía desnudo sobre el suelo de piedra trabajaban con seriedad y concentración.

Los óleos no hedían a animal; eran delicados y de aroma intenso, y los jóvenes los frotaban firmemente sobre su piel, cada óleo en su momento y entre uno y otro le rascaban el cuerpo. Ni siquiera le hablaron para pedirle que se pusiera boca abajo; en cambio, sus delgados brazos juveniles se extendieron y sus tiernas manos le aferraron con firmeza, y le dieron la vuelta sin que mediara voluntad por su parte, pero tampoco sin la menor molestia o dolor. El aroma de las esencias le subió a la cabeza, y sintió un ligero dolor entre los ojos. Y con todo era un dolor delicioso, y cada vez que le frotaban el cuerpo sentía un placer para el cual no estaba preparado. Lo dejaron débil, tembloroso y laxo, y con agradecimiento tendió la mano hacia la primera de las Dos Tazas que le ofrecieron.

Aquí no había cuencos de arcilla. La Taza de la Mano Izquierda era un recipiente de cristal engarzado en una base de filigrana de oro que descansaba sobre el extremo de un pie delgado en espiral. El líquido que contenía era verde y parecía estar vivo de luz, de una luz suave que no vacilaba con la danza de los faroles de las paredes. Y mientras tendía la mano izquierda hacia el recipiente Orem sintió temor. De esto trataban los poemas, pero él no estaba preparado, nadie le había advertido. Soy como Glasin el Mercader, escogido al azar por aventuras que sólo podían haber predicho las Dulces Hermanas. No estoy listo, gritó desde sus adentros; pero su mano se extendió pese a todo y aunque temblaba no derramó una sola gota verde. En las aldeas hubiese sido un té de menta; aquí era un vino, y cuando lo tocó con la lengua el sabor le atravesó como el hielo, llevando el invierno hasta el último rincón de su cuerpo. Lo sintió en la punta de sus dedos, y las nalgas se le contrajeron involuntariamente. Pero lo bebió todo y cuando terminó todo su ser temblaba con violencia y los dientes le castañeteaban. Del recipiente vacío de cristal subía vapor.

BOOK: Esperanza del Venado
2.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fight by Sarah Masters
Healing the Fox by Michelle Houston
A Conflict of Interest by Barbara Dunlop
Cracking the Sky by Brenda Cooper
Grave Dance by Kalayna Price
Belinda by Anne Rice
Jean Plaidy by The Reluctant Queen: The Story of Anne of York
Ryder: #4 (Allen Securities) by Madison Stevens
Man in the Blue Moon by Michael Morris