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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (29 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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—Como veis, también es bastante imbécil. Una vez tuvo un nombre, pero en esta corte se le ha de llamar el Reyecito. Asimismo, a pesar del hecho de que tiene la destreza sexual de un zángano, anoche concebimos un hijo.

Orem no se sintió sorprendido de que la Reina Belleza ya lo supiera. Las demás mujeres debían aguardar a que la luna no cumpliera su ciclo para ellas, pero no era el caso de la Reina. Con Belleza tales cosas no quedaban libradas al azar.

—Hablaréis de mi hijo a los demás, mi Chusma. Echad a correr la nueva como un rumor por todo el mundo. El querido Palicrovol sabrá lo que significa, aun cuando el resto lo ignore, y vendrá a golpear a mis puertas. Le echo de menos. Deseo verle llorar otra vez.

De uno en uno, las Compañías de la Reina llegaron hasta ella, y a todos les recibió con solemnidad.

El andar del viejo soldado era lento e inseguro; temblaba bajo el peso de su armadura.

Su voz era suave y superficial, llena de aire. Fue el primero que habló a Orem.

—Reyecito, veo que luces sabiamente la sortija. Obsérvala a menudo y sigue su consejo. —Entonces se dirigió a la Reina y la miró a los ojos. Orem se sorprendió por la fuerza de su mirada. Cuando los ojos del viejo se posaron sobre los suyos habían sido

suaves y amables, pero ahora lanzaban llamaradas. ¿Odio? Este hombre tenía poder a pesar de su cuerpo débil y de la inmensa armadura que le dejaba en ridículo—. Belleza, querida Belleza —manifestó el anciano soldado—. Esta es la bendición que doy a tu hijo: que tenga mi fortaleza.

Orem miró a la Reina alarmado. Seguramente se pondría furiosa al ver que el anciano había maldecido al hijo que llevaba en el vientre de tal modo. Orem sabía bien el poder que tenían los deseos sobre los hijos por nacer: muchos tontos y tullidos habían sido el resultado de bromas malintencionadas. Pero la Reina sólo asintió y sonrió, como si el hombre le hubiera concedido un gran don.

Y luego la mujer. Caminaba con una ligera cojera y tras un paso largo venía uno corto.

Las manos eran arrugadas y nudosas, y cuando tocó la mejilla de Orem los dedos le resultaron escamosos como la piel de un pez. Sonrió y Orem vio que la sombra que ensuciaba sus labios era un bigote ralo; el cabello también era delgado y áspero, y en ciertos sectores era calva. Ni siquiera se le había concedido la misericordia de una peluca.

—Reyecito —dijo con voz chillona y quebrada como el cacareo de una gallina en celo—, quédate solo, no ames a nadie y vive muchos años. —Ella también se volvió a la Reina.-

Yo también otorgo una bendición a tu hijo: que tenga mi belleza.

Nuevamente la Reina aceptó la cruel maldición como si se tratara de una dádiva. El enano se puso de pie torpemente, con sonrisa idiota. Se detuvo frente a Orem y se bajó la ropa interior para mostrar que sólo tenía un testículo en el escroto y un pene tan pequeño que apenas se podía ver.

—Soy la mitad de lo que debiera ser —dijo el bufón— pero dos veces el hombre que tú eres. —Entonces se echó a reír, se subió los calzones y saltó hacia adelante. Abrió el manto de Orem y le levantó la camisa para atisbar por debajo. Orem intentó retirarse, pero el enano era rápido y vio lo que quería—. ¡Reyecito! ¡Reyecito! —aulló mientras salía de entre las ropas de Orem. Y luego, de pronto, se puso serio.— La Reina lo ve todo, excepto aquello que no ve que no ve. Recuérdalo, Reyecito.

Antes de dar la vuelta, el hombre guiñó un ojo y Orem sintió con inexplicable certeza que el tonto sabía algo que Orem necesitaba aprender.

—Belleza, querida Belleza —canturreó el enano moreno a la Reina.

Bendigo a la pequeña criatura concebida.

Menos cuatro, todos los dioses le han sonreído.

Y aunque sólo escuche mentiras en toda su vida,

que sea tan sabio como yo lo he sido.

Entonces, riendo a voz en grito, el bufón dio un salto mortal y fue a parar debajo de la mesa.

Orem se quedó aterrorizado ante los horrendos dones que habían concedido al hijo de Belleza… a su hijo, aun cuando distaba de tener grandes sentimientos paternales hacia una criatura que todavía no podía imaginar siquiera. Todo lo que sabía Orem era que se había cometido una grave descortesía, y trató de repararla. No conocía más bendiciones para un niño que la que se usa en Banningside y en las granjas del campo, la bendición que empleaba invariablemente el sacerdote Dobbick. Orem se volvió hacia la Reina y dijo:

—Reina Belleza, me gustaría bendecir al niño.

Ella esbozó una sonrisa a medias; él pensó que era de asentimiento, no de diversión.

Expresó su deseo con palabras que en sí mismas tenían escaso significado para él, salvo por el hecho de ser una bendición apropiada.

—Que el niño sirva a Dios.

Orem había querido manifestar una gentileza, pero la Reina lo tomó como una maldición. Le lanzó un sopapo al rostro con tal fuerza que Orem cayó al suelo. Su sortija

le había abierto el pómulo. ¿Qué había dicho? Desde el suelo observó mientras ella miraba a los demás imperiosamente y anunciaba con voz transida por el odio:

—El don de mi Reyecito no tiene más valor que el pajarito que lleva allí puesto. —Luego se volvió a su niño-esposo—. Ordena y bendice como te plazca, mi Reyecito; sólo te obedecerán quienes se rían de ti. —Entonces la Reina se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo antes de trasponerla—. Urubugala —dijo con firmeza. El negro bufón salió de su escondite debajo de la mesa y Orem supo entonces que ese era su nombre.

—Ven aquí —ordenó la Reina. Urubugala siguió andando a gatas, como lamentándose del triste fardo que le tocaba cargar en la vida. Pasó cerca de Orem, quien instintivamente se apartó del hombre estrafalario. De pronto la mano negra del enano salió disparada y atrapó a Orem por el brazo. Lo acercó hasta él con fuerza. Orem perdió el equilibrio y en el esfuerzo por incorporarse halló los labios del hombrecito contra su oreja.

—Te conozco, Orem —llegó el suspiro casi inaudible—. Te he esperado durante largo tiempo.

Orem estaba de rodillas, y el bufón de pie ante él. Así, los dos quedaban casi a la misma altura. El tonto le besó firmemente en la boca, posó sus manos sobre la cabeza de Orem y gritó:

—¡Te nombro por tu nombre verdadero, niño! ¡Eres la Esperanza del Venado!

Orem sintió que un temblor recorría su cuerpo, violento como si el mismo suelo se hubiese sacudido. Orem ap Avonap, el Carniseco, el de Banningside, el Reyecito… de todos los nombres que le habían sido conferidos, sólo Esperanza del Venado era el que le habían dado con el Pasaje de los Nombres. Si hubiese tomado los hábitos, su nombre sacerdotal habría sido ése.

Y tal vez el suelo se había movido, ya que el tonto se estaba revolviendo en el suelo, gritando en agonía, oprimiéndose la cabeza. ¿Era parte de un juego, parte de su juego de imbecilidad, o acaso el dolor era real?

—Su nombre es Reyecito y no tendrá otro —dijo la Reina desde la puerta.

Se marchó. Urubugala dejó de gritar de inmediato. Durante un momento permaneció jadeando sobre el suelo, luego se puso de pie y se fue de la habitación, siguiendo a la Reina.

Orem también se levantó. Le dolía la mejilla y también los codos, que habían recibido el peso del cuerpo en la caída. Estaba confundido, no comprendía nada. Se volvió a los demás, a la mujer horrenda y al soldado enclenque. Lo contemplaron con ojos piadosos.

Tampoco comprendió su compasión.

—¿Qué hago ahora? —preguntó.

Se miraron entre sí.

—Eres el Reyecito —dijo el soldado—. Puedes hacer lo que te plazca.

—Rey —dijo Orem sin saber qué hacer—. Una vez vi a Palicrovol.

—¿Ah, sí? —dijo la mujer. No parecía interesada.

—Se cubre los ojos con hemisferios de oro, para que la Reina no pueda ver a través de él.

La mujer rió entre dientes.

—Entonces lo hace en vano, pues la Reina lo ve todo.

Salvo cuando yo estoy y suprimo su visión, pensó Orem pero no lo dijo.

—Ella todo lo ve, como si detrás de la cabeza tuviera una orquesta de visiones. Siempre está observando. —La mujer se echó a reír—. Nos está viendo ahora. Y se está riendo, estoy segura.

Entonces Orem sintió temor. ¿Cuánto veía realmente? No le había dado muestras de saber acerca de las facultades que Orem podía ejercer sobre sus poderes. Pero si nada sabía de su don, ¿entonces por qué le había elegido? No por amor, ahora ya lo tenía claro. Sabía lo suficiente para sentirse avergonzado frente a estas compañías de la Reina, avergonzado de ser tan débil, indefenso y patético. Su misma vergüenza apabulló al temor. Si iba a descubrir su poder o de algún modo limitarlo, pues que fuese en ese momento. Dejó que su red se deslizara a su alrededor, lo suficiente para llenar la habitación, para limpiar la sala de esa capa dulce y adherente que constituía el Ojo Inquisidor de Belleza. Cuando Belleza ya no podía verlos, habló:

—¿Qué se le permite hacer al puerco una vez que la cerda ha sido servida?

Sus ojos se agrandaron y durante un instante no dijeron nada, a la espera de que la Reina le derribara, según Orem supuso. O bien le había escuchado y no le importaba, o como confiaba Orem, no lo había oído. No había oído y en ese caso él tenía cierto patético e ínfimo poder allí, suficiente para no tener que sentirse avergonzado.

—He preguntado —repitió— qué se me permite hacer.

—Aparentemente todo lo que quieras —replicó la mujer.

El retumbar grave de la voz del anciano agregó:

—Tú mandas a todos. Eres el esposo de la Reina. Eres el Reyecito, y deben obedecerte.

Era un pensamiento muy lógico, pero Orem desconfió.

—Entonces decidme vuestros nombres.

—Oh, si me disculpas —acotó la desagradable mujer—, hemos cometido un error. Tú mandas a todos salvo a Urubugala y a nosotros.

—¿Y por qué a vosotros no?

—Porque no nos reímos de tí.

La implicación era obvia.

—En ese caso todos los demás se reirán…

Se miraron nuevamente, y la mujer susurró:

—Tal es la voluntad de Belleza. Y ¿quién puede impedir que Belleza sea obedecida?

No era una pregunta retórica. No totalmente. Ella le estaba preguntando si acaso él sabía algo que ellos ignoraban. Pero no se atrevió a responder, no osó explicarles quién era, aun cuando él mismo lo hubiese sabido sin dudarlo. ¡Quién puede impedir que Belleza sea obedecida? Belleza lo ve todo… salvo lo que no ve que no ve. ¿No me ve?

¿Y acaso no ve que no me ve? Enigmas, acertijos… No puedo responderles porque no lo sé.

—Cuanto menos ordenes —dijo el soldado— menos se reirán de ti.

—No le digas eso, Pusilánime —dijo la horrenda mujer—. Reyecito, ordena todo lo que desees. La vida te ser más fácil si se ríen. Que se rían. La Reina también reirá.

—Si la Reina se ríe, entonces podré darle órdenes, ¿o no?

Nuevamente hubo un momento de azoramiento ante su irreverencia; y tampoco sucedió nada. Y esta vez la mujer horrible sonrió y el viejo soldado resolló.

—¿Quién sabe? —susurró el soldado.

—Pusilánime. ¿Es ese tu nombre?

El soldado se avinagró de inmediato.

—Es el nombre que me ha dado la Reina.

—¿Y a ti —preguntó Orem a la mujer— cómo debo llamarte?

—Me llaman Comadreja. Bocatiznada. Es el nombre que me ha dado la Reina.

—Antes de que me diera un nombre, yo tenía otro —comentó Orem—. ¿Y vosotros?

—Si fue así, ya lo he olvidado —dijo Comadreja.

—Pero debes recordarlo. Mi verdadero nombre es… —Pero ella posó su mano arrugada y callosa sobre sus labios.

—No puedes decirlo. Y si pudieras, te costaría mucho. No intentes recordar.

Y entonces él les demostró sin rodeos que no era el niño de carnes enjutas que parecía ser. Extendió su sutil lengua interior y les lamió suavemente, allí donde sus destellos brillaban esplendorosos. En ese instante de sabor pudo ver que estaban sujetos a tanta frialdad y opacidad que sus luces estaban sofocadas por un millar de hechizos. No los deshizo a todos; sólo al pequeño hechizo del olvido que había allí, algo fácil y sencillo de hacer. ¿No lo había hecho con Horca de Cristal?

Pero tan pronto lo hubo hecho lo lamentó. Lo miraron con ojos inmensos, con ojos que no lo veían; estaban vueltos para sus adentros, veían lo que ahora regresaba, después de tanto tiempo de haberse perdido de la memoria. Y lloraron. El viejo soldado Pusilánime dejaba que las lágrimas grises y frías le golpearan las mejillas mientras evocaba su fortaleza. La horrenda Comadreja Bocatiznada recordaba a su esposo, con el rostro más deforme que nunca a causa de tanto dolor. Se retorcieron de pesar y luego miraron hacia la puerta. Allí estaba la Reina.

La Reina Belleza, pero ya no distante e imperiosa; ahora estaba enfurecida y sus ojos danzaban como envueltos en llamaradas. Orem vio que realmente estaban inflamados, ya que de ellos salía fuego, y la luz que arrojaban bailoteaba sobre los discos de plata y se reflejaba sobre la mesa.

—¿Cómo habéis recordado lo que os quité? —Su voz hizo temblar la habitación.

Comadreja y Pusilánime no respondieron.

La Reina gritó, y los discos hicieron estruendo sobre los muros. Comadreja y Pusilánime cayeron al suelo. A pesar de su temor, Orem se preguntó si debía pretender mostrarse afectado por la magia que estaba empleando. Antes de que pudiera actuar, sin embargo, Urubugala quitó el asunto de las manos de Orem. Apareció rodando ante la Reina y se extendió en posición supina, con el rostro casi sobre sus pies.

—No puedes hacer que Urubugala olvide —dijo—. Lo que Urubugala fue una vez, Urubugala siempre seguirá siéndolo.

Nadie se movió. La Reina miró al enano desde arriba y sonrió celestialmente. Era la sonrisa de la crueldad inminente; todos lo sabíamos muy bien por entonces. Todos menos Orem.

—¿Ah, sí? —preguntó—. ¿Y qué esperabas conseguir? No pudiste detenerme antes;

¿crees que unos insignificantes hechizos me aterrorizarán? —Lo asió por los cabellos y lo alzó como si se tratase de un perro—. Urubugala, mi tontuelo, ¿no sabes que tus pequeños hechizos causaron todo esto? Oh, sí, Urubugala, intentas ofrecerme resistencia, intentas ayudar al viejo gallo a que se me escape… lo advertí cuando estaba a tiempo, a tiempo de renovarme, Urubugala. Y por eso el Reyecito está aquí. Les ordené a las Dulces Hermanas que me enviaran un sueño y obedecieron, y me enviaron al Reyecito y al niño que tengo en el vientre. ¿Crees que podrás detenerme?

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