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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (25 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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Podemos curar verrugas y otros males menores. Podemos hacer embrujos de amor y venganzas para los enemigos, travesuras y pequeñas intromisiones. Incluso podemos mantener caliente la sangre de un ciervo dentro de la ciudad y hacernos invisibles a la luz del día cuando hay necesidad de ello. Pero no oscurecemos los cielos ni movemos los corazones de las masas en la ciudad. No cuestionamos a las Dulces Hermanas ni hacemos temblar la tierra. El curso del río escapa a nuestro alcance, y no debe hablarse del viento, ni envenenamos la leche que contienen los senos ni secamos el semen del vientre de un hombre.

Orem no respondió, ya que justo detrás de Horca de Cristal, hollando intermitentemente en el suelo, había un venado con una cornamenta de cien puntas, y el cuello erguido para soportar semejante peso. El hechicero escuchó a la bestia casi al mismo tiempo que Orem la vio, se dio la vuelta y se arrodilló, y dijo:

—Oh, Venado, ¿para qué has venido?

El Venado lo observó y no se molestó en responder.

—¿Eres de verdad o sólo una visión? —gritó Horca de Cristal.

El hechicero tenía miedo, pero Orem no. Era la bestia que había visto antes, entre los setos de la ribera de Banningside, observando a su madre mientras se bañaba.

Contempló sus ojos brillantes y supo que no tenía por qué temer. El Venado no había venido movido por la furia. Orem apartó las mantas y avanzó hacia el inmenso ciervo.

—No hagas nada que le atemorice —le advirtió el hombre.

—No ha venido por ti —dijo Orem—. Te perdona por todos los venados que has desangrado contra el muro. —Ahora Orem veía que el pecho se agitaba con respiraciones hondas y silenciosas, y que el ciervo estaba transido de sudor, y su pellejo húmedo. —

¿Dónde has estado esta noche? ¿Por qué corriste tanto?

Orem se acuclilló y tendió la mano hasta la pezuña del animal. El venado levantó la pata y se la ofreció al joven de buena gana. Pero no estaba allí. Orem no sintió nada, no tenía peso alguno en su mano. Y a pesar de que no sentía nada, tampoco podía cerrar la mano, y una gran calidez oscura se esparció por su brazo. El Venado, Si bien era insustancial dentro de Inwit, habitaba con su cuerpo en la ciudad llamada Esperanza del Venado.

—¿Por qué has venido hasta mí? —quiso saber Orem, con la voz reverente del sacerdote en su plegaria.

—Silencio —le rogó el hechicero con suavidad.

Orem levantó la vista y el Venado inclinó lentamente su testuz. El peso de los cuernos era demasiado para que cualquier otro cuello pudiese soportarlo. Pero el del ciervo lo resistía. Apoyó sus patas traseras y se movió hacia atrás, y la cabeza se hundió hasta que los cuernos danzaron directamente ante el rostro de Orem. Entonces, la punta de un asta permaneció inmóvil como una montaña justo ante sus ojos, y no pudo ver otra cosa.

Y miró, y miró otra vez, y miró más profundamente aún, y vio: Que las estrellas de un cielo diminuto bailaban en torno al cuerno. Que caía en las estrellas, y que las dejaba atrás, y que la punta del cuerno asomaba inmensa como una

luna, grande como el mundo. Y luego fue el mundo, y Orem no pudo respirar mientras cayó más y más hasta que de pronto quedó quieto y pendió tomando aire sobre la ciudad de Inwit.

Por debajo de él, la ciudad bullía de vida. Los botes amarraban y zarpaban en los embarcaderos; la guardia marchaba por allí, como un ejército de hormigas sobre los muros de la ciudad. Pero no era la vida del lugar lo que daba el aspecto de constante movimiento. Ya que mientras Orem observaba, la ciudad se deshacía, como si el tiempo fuera hacia atrás, y regresaran un siglo, dos siglos. Los caminos cambiaban su rumbo; crecían nuevos edificios como breves esqueletos de andamios y luego desaparecían para dejar paso a otros m s simples y pequeños. Había más y más granjas dentro de los muros de la ciudad y los asentamientos de afuera se dispersaban hasta casi no existir. De pronto desapareció el Gran Templo, y el Pequeño Templo cambió tanto que ya no tenía siete círculos sobre cada columna de su fachada, y entonces también desapareció el Pequeño Templo y la ciudad adquirió otro aspecto. La Calle del Rey viraba abruptamente hacia el oeste y el gran portal de la ciudad era la Huella de la Cierva, la Puerta del Oeste, el Hoyo.

Y luego esto también pasó; las murallas de la ciudad se desmoronaron, para revelar paredes más pequeñas, y éstas también cayeron y entonces ya no quedaron muros, ni castillo, salvo el diminuto Viejo Castillo en el punto más oriental de la Colina del Pueblo del Rey. Este vaciló y luego permaneció firme durante un tiempo, y finalmente también se desmoronó, y no quedó más que bosque. Y de la ciudad de Inwit no hubo más que unos pocos centenares de casitas construidas en círculos alrededor del único templo. Y las casas desaparecieron y el templo disminuyó, palmo a palmo, y Orem cayo una vez más hasta que se sintió pender a unos metros por encima de la tierra. No había aldea, sólo bosque, y un claro con una choza en el medio. Y ahí donde había estado el templo ahora había un granjero arando la tierra.

Este labriego no araba como solía hacerlo el padre de Orem. Él mismo transportaba la hoja con que hendía el suelo y su esposa le guiaba, y la cuchilla formaba un solo surco débil y superficial sobre el terreno. Era una labor penosa, y Orem veía por qué el lote era tan pequeño: no había posibilidad de arar más tierra en ese sector.

De pronto hubo un movimiento al borde del claro. Para alivio de Orem, el tiempo comenzaba a ir hacia adelante nuevamente, y a paso normal. Un venado bordeó el surco.

Sus pezuñas se hundieron en la tierra floja. Estaba asustado. A sus espaldas venían cuatro cazadores con arcos y lanzas, y perros que ladraban ante el animal como enloquecidos. El ciervo corrió hasta el granjero, quien arrojó el arnés del arado y tomó la cabeza del venado entre sus manos por un instante y luego lo dejó ir. Pero el ciervo no se movió. Ni demostró temor del granjero, y tal vez fue por esto que los cazadores se detuvieron, para ver tal prodigio.

El granjero alzó la mano, y el venado dio un paso atrás, hacia el bosque, al otro lado del claro. Y mientras lo hacía los cazadores también se movieron y los perros dieron un salto hacia adelante. El granjero bajó la mano y los movimientos se detuvieron, y todos aguardaron por él.

El labriego se volvió hacia el arado. Lo alzó, cuan pesado era y lo puso con el filo hacia arriba, ante los perros de los cazadores. Se arrodilló, temblando, ante el arado. Y

entonces, detrás de él, su esposa le tomó la cabeza entre las manos y le ayudó a hundir la garganta contra el filo. Durante un momento aguardaron, paralizados. No fue la esposa, puesto que en el último instante sus manos se apartaron, demasiado misericordiosa para hacerlo. Fue el mismo granjero quien impulsó su cuello con vigor para que acabara de pasar por la hoja. La sangre salió a borbotones, y Orem dio un respingo ante tanto dolor.

En ese momento la esposa terminó la tarea de su marido. Siguió empujando la cabeza más y más hasta que ésta casi acabó de separarse.

Entonces los cazadores bajaron los arcos, y no advirtieron que el venado había huido por entre los árboles. En cambio vieron cómo sus perros se acercaban y lamían la sangre

que chorreaba por la hoja del arado. Saltaron por el aire como si estuvieran jugando, y se alejaron del claro alegremente, por el mismo sitio por donde llegaron. Los cazadores se arrodillaron, maravillados, y la esposa hundió el dedo en la sangre y trazó sobre sus rostros el signo del venado. Los cazadores también se alejaron henchidos de regocijo.

Anochecía. La luna se elevó y el cuerpo del hombre seguía doblado sobre la hoja cuando el ciervo regresó al claro. Esta vez el venado venía acompañado de una docena de otros ciervos y de una docena de ciervas, y después siete veces siete venados, y uno por uno, se acercaron y lamieron el cabello del labriego muerto. Cuando acabaron, fueron hasta la esposa del granjero, y el ciervo cuya vida había salvado el labriego estiró el cuello ante ella. Ella tomó un pequeño retoño de árbol que crecía al lado de su cobertizo, y lo partió como si fuera leña seca, a pesar de que sus hojas eran verdes y lozanas.

Entonces, con el extremo desgarrado del arbolito cortó el vientre del venado desde el pecho hasta el ijar. Las entrañas del animal asomaron por la herida. El venado sangrante avanzó tambaleándose hasta el hombre muerto y se echó a su lado, y la sangre de ambos se mezcló sobre el arado.

Entonces, mientras Orem observaba, el arado se convirtió en una balsa, y la cabeza del hombre y la del venado colgaron del borde, meciéndose sobre las aguas brillantes. La balsa avanzaba a contracorriente. ¿O acaso el agua fluía de los cuerpos heridos de los dos seres muertos? Por encima de las riberas del río un millón de personas se agachaba y bebía, cada una un sorbo y se marchaban cantando.

Por fin la balsa descansó contra una orilla. Los dos cuerpos parecían odres vacíos, y de ellos ya no salió más agua.

Orem alzó la vista y vio sobre la ribera, de pie al lado de los cadáveres, al hombre y al venado vivos, enteros, desnudos bajo la luz de la luna.

Y el rostro del labriego era el de Orem, y el venado era el ciervo que estaba en la habitación ante él, con el cuerno inclinado para ofrecer un punto marrón y desnudo.

Orem tomó aire para serenar el violento batir de su corazón. ¿Cuánto de todo esto era verdad?, y si era cierto, ¿qué significaba?

Como en respuesta, apareció la faz de una mujer. Era el rostro más maravilloso que Orem había visto en toda su vida, una expresión adorable y gentil, que clamaba como trágica virgen vida por tener dentro de sí la vida de un hombre. Orem no sabía quién era, pero la reconoció de inmediato. Sólo un ser humano podía tener semejante rostro, ya que esa faz expresaba un único nombre: Belleza. Era la Reina y ella le llamaba, y una lágrima de alegría asomó en uno de sus ojos cuando le vio y extendió los brazos hacia él y le estrechó en un abrazo.

Entonces, abruptamente, la visión desapareció y Orem y Horca de Cristal se encontraron solos en la habitación del ático.

—¿Lo vio? —preguntó Orem.

—Vi que te arrodillabas ante el Venado, y que te ofrecía su cuerno, y que de pronto comenzó a salir sangre de una profunda herida en tu garganta, y entonces pensé que habías muerto.

Herida. Orem alzó la mano y sí, a través de su propio gaznate se veía la marca honda de una herida cruel pero cerrada largo tiempo atrás.

—Jamás tuve una cicatriz en el cuello.

—¿Qué fue lo que viste?

—Vi que el nombre del lugar pasaba a ser Esperanza del Venado. Y vi cómo se construyó el Templo del Árbol Partido. Y vi el rostro de Belleza.

Cuando mencionó el nombre ya no hubo lugar para la ambigüedad. Belleza tenía un solo rostro en todo Burland, aunque pocos lo habían visto con sus propios ojos. Cada hombre tenía una imagen de Belleza en su rostro, que adoraba y temía cuando estaba solo. Cada mujer la conocía, y cada mujer conocía la forma en que Belleza se burlaba de su insuficiencia.

—¿Me ha encontrado? —preguntó Orem.

—No —replicó Horca de Cristal. De pronto se volvió y echó a andar por la habitación con paso vacilante. Orem tardó un momento en darse cuenta de que estaba afligido. El joven se puso de pie, se vistió y ajustó su atuendo con el cinturón. Siguió al hechicero por las escaleras y al llegar al salón vio que el mago ya había destapado un barril y luego hizo lo mismo con el otro, y con el restante. Luego levantó los cuerpos de las mujeres que flotaban en el musgo. Los levantó bien y los tendió encima del borde de los barriles, con el rostro hacia arriba y hacia afuera, colgando hacia abajo y chorreando agua fangosa sobre la alfombra.

—¡Me habéis traicionado! —gritó el hechicero—. ¡Sois ladronas, sois insurrectas! —Y tomó la cabeza rubia y arrugada de su hija y la acercó tanto que casi le escupió en los ojos fijos—.

¿Qué sois para mí, carne mugrienta e hinchada? Me engañasteis privándome de vuestro poder, privándome de vuestras vidas dentro de esta casa, y ¿dónde estabais? ¿Dónde estabais cuando la vida fluyó de la garganta de mi niño terrible? ¡Un sorbo y habríais vivido, habríais vivido, habríais vivido!

Y el hechicero dejó que la cabeza se balanceara otra vez. Y fue hacia el estante donde guardaba el saco con la sangre pulverizada. Orem no podía soportar que el hechicero convocara a las mujeres desde ese lugar de ultratumba donde las obligaba a vivir. Y por eso se lanzó repentinamente, del modo en que un ladronzuelo extrae la navaja, y en un instante la sangre quedó vacía de su poder disecado. Mientras lo hacía sabía que estaba concediendo el deseo de las mujeres muertas y que a la vez destrozaba el corazón de Horca de Cristal. El hechicero arrojó un toque de polvo pero esta vez en lugar de revivir a las mujeres las descompuso, y sus rostros se oscurecieron, y el cabello cayó al suelo en mechones, y la carne se desolló y se depositó sobre la alfombra empapada en pequeños fragmentos, y una por una las cabezas se aflojaron y gotearon para disolverse rápidamente en una masa irreconocible de putrefacción.

Sólo cuando los huesos cayeron en una pila descuidada sobre la alfombra, sólo cuando la otra mitad de los cuerpos se hundió en los toneles y desapareció de la vista, sólo entonces el hechicero se volvió a Orem, con rostro terrible. Sus ojos brillaban con una luz del color del rubí, y sus dientes asomaban como los de un tejón, y Orem vio que en las manos del hombre asomaba la muerte.

Se arrojó hacia la izquierda, en busca de la puerta, y la abrió de par en par. Una mano le aferró por el dorso de la camisa para hacerle retroceder, pero Orem se retorció y dejó que la camisa se hiciera jirones con tal de poder escapar. Corrió por las calles amargamente frías, con la ropa colgando de los hombros, atada a la cintura por la faja de cuero. Corrió bajo el constante gotear de los carámbanos que se derretían, para seguir en loca carrera ante la vista de la calle congelada con el frío sol sobre la espalda.

EL TEMPLO DEL ÁRBOL PARTIDO

Corrió sin propósito, más temeroso de lo que había hecho que del mismo Horca de Cristal. Para cuando llegó a la Calle de los Ladrones, sin embargo, ya tenía un plan en mente. Hallaría nuevamente a Zumbón, y le pediría que le ayudase a esconderse. La Reina le estaría buscando entre los hechiceros, y Horca de Cristal ya no podría dar con él porque tampoco podría valerse de su magia.

Con lo que no había contado, desde luego, era con el enemigo que siempre acechaba para capturar a los incautos en Inwit. Una tropa de guardias patrullaba la zona. Uno observó la ropa hecha jirones y el rostro atemorizado de Orem y supo que el joven sería suyo. No necesitaban averiguar su delito para saber que era culpable. Lanzaron el grito de alto y le pidieron que les mostrara el pase.

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