Hay un momento en la vida en el que aún estamos a tiempo. Aún podemos elegir aquello en que vamos a convertirnos. Lo que deseamos ser. Abel está en ese momento crucial de la vida: tiene diecisiete años y se ha enamorado.
Care Santos
Esta noche no hay luna llena
ePUB v1.0
Dirdam27.05.12
Esta noche no hay luna llena
Care Santos, 2012
Ediciones SM, 2012
Imagen de cubierta: Desirée Delgado
ISBN: 978-84-675-5430-4
Editor original: Dirdam (v1.0
)
ePub base v2.0
Para todos aquellos
que sueñan con volar
y se atreven a intentarlo.
Cuenta la leyenda que cuando Dios fundó el mundo, le preguntó al lobo:
—¿Quieres que te ponga un cencerro al cuello?
Y el lobo contestó:
—No, porque si lo haces todos me oirán.
Dios dijo entonces:
—¿Quieres que te amarre con una soga?
—No —respondió el lobo—, porque si lo haces querrán dominarme.
Entonces Dios preguntó:
—¿Qué quieres, pues?
Respondió el lobo:
—Quiero ser libre para hacer lo que quiera sin rendir cuentas a nadie.
Y Dios dijo:
—Así sea.
•
Guárdate de lo que brille demasiado.
•
No temas a tu propia sombra.
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Ama como un mortal.
•
Ambiciona como un inmortal.
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Come solo por necesidad.
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No quieras poseer lo que no necesitas.
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Huye de quien te tema.
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Mira a los ojos a tus víctimas.
•
Da y toma con intensidad.
•
Nunca mires atrás.
Las pupilas de Rosa recorren la carretera de lado a lado, buscando. Los arcenes, necesita mirar en los arcenes. En los arcenes siempre hay algo. Rosa es una mujer alta, muy flaca. Tiene el pelo pobre y sucio, las uñas mordidas. Cuarenta y seis años. Nunca se maquilla. Nunca se ríe. Hace mucho tiempo que Rosa no tiene tiempo para sí misma. Mucho tiempo: dieciséis años, once meses y veintinueve días. Siempre lleva la cuenta.
Rosa conduce encorvada, echada hacia delante, con las manos sobre el volante como si fueran dos garras. La lluvia dificulta la tarea. Ahora cae muy fuerte. Es como si también esto ocurriera demasiado rápido. Rosa mira el reloj digital del coche. ¿A qué hora anochecerá? Es el primer día después del cambio al horario de invierno. Hoy el día será más corto, y la noche, interminable. El invierno se acerca y Rosa odia el invierno. En los meses de frío, todo es mucho más complicado. Y en los arcenes difícilmente se encuentra nada.
Rosa aprieta el freno hasta el fondo. Ha visto algo. Las ruedas del vehículo se deslizan bruscamente sobre el asfalto mojado. La presa es de tamaño mediano. Tal vez un corzo, o un zorro. Con un poco de suerte, no llevará muerta mucho tiempo. Rosa se acerca, cautelosa. Pasa muy de tarde en tarde, pero a veces se encuentra con animales que todavía están vivos. Una vez encontró un jabalí que parecía muerto y, cuando se acercó, por poco la muerde. Le dio tal susto que desde ese día lleva un palo en la maleta, para golpear con él a los bichos antes de tocarlos. Para asegurarse.
Hoy hace lo de siempre. Con el palo por delante, se acerca al animal que yace en la cuneta. La lluvia, que arrecia, la empapa de pies a cabeza en solo un momento. La mujer golpea el cuerpo con el palo. Se asegura de que no hay peligro. Ha tenido suerte: es un zorro. Debe de pesar unos ocho kilos. Y no lleva mucho tiempo muerto, a juzgar por su aspecto. Rosa suspira, aliviada. Ha sido una gran suerte encontrarlo, con este tiempo. Deja el palo en la maleta, mira hacia todos lados para comprobar que no viene nadie y agarra el zorro con las dos manos. Lo levanta tirando de las patas del lado derecho. Lo mete en el maletero, cuyo interior está cubierto por un hule, y lo deja junto a la gran bolsa de plástico oscuro que, naturalmente, se ha preocupado de cerrar bien. No se detiene a observar la calidad de la pieza que acaba de cobrarse. No puede perder ni un minuto. No quiere que se le haga de noche antes de llegar a casa.
Sube de nuevo al coche, empapando el asiento y la alfombrilla, y sale de allí a toda prisa.
Durante lo que queda de camino —unos treinta kilómetros—, no deja de inspeccionar las cunetas, pero sabe muy bien que será difícil, casi imposible, encontrar algo más. La suerte no es muy aficionada a presentarse dos veces el mismo día.
A lo lejos, en lo alto de la hondonada, distingue las primeras luces titilantes de Valdelobos. Mira el reloj. 17:47. Ya debería estar llegando a la planta incineradora. Aprieta el acelerador. Los limpiaparabrisas producen un ruido acompasado y desagradable. La lluvia golpea el cristal con furia. Rosa pone la radio, sin dejar de mirar a todos lados. No se ve un alma en ninguna parte. No le extraña. Aquí no vive nadie. Las pocas personas que pueblan el valle se concentran en Valdelobos y sus alrededores.
Tras atravesar un auténtico diluvio, Rosa llega a la zona donde se alinean un par de destartaladas naves industriales. Aparca frente a la que tiene un aspecto menos descuidado y hace sonar la bocina tres veces, para anunciarse. Luego sale del coche, se dirige con movimientos rápidos, compulsivos, al maletero y saca la bolsa de basura negra y cerrada. Pesa bastante. Con ella en la mano, se adentra en el hangar principal. Es un lugar lóbrego, helado. Las goteras se filtran desde el techo y encharcan el suelo.
Desde el fondo, con paso tranquilo, camina hacia ella un hombre de unos cincuenta años, calvo, relleno y vestido con una bata blanca.
—Hola, Hipólito. Hoy voy muy tarde. Casi no tengo tiempo de nada —le saluda Rosa.
—El cambio de hora, ¿eh? Menos luz.
—Sí, menos luz —confirma mientras le entrega la bolsa—. Es decir, menos tiempo. Ya he pedido el favor de todos los años y desde hoy salgo a las cinco. ¿Te importa hacerlo tú solo? ¿O prefieres que la vacíe yo?
El hombre sopesa la bolsa antes de contestar.
—Tranquila. No importa. ¿Qué es? —dice señalando la bolsa.
—Un perro.
—Sería grande —sopesa Hipólito.
—Un setter. Debió de perderlo un cazador el fin de semana pasado. Ni siquiera estaba herido.
El hombre arquea las cejas, impresionado.
—Te había hecho café —dice con resignación.
Se quedan en silencio, mirándose. Hace frío. Rosa se sube el cuello del chaquetón.
—Te agradezco mucho todo lo que haces, de verdad.
—No hay nada que agradecer —dice el hombre—. Ya sabes que cuentas conmigo para lo que quieras.
—Gracias, Poli. De verdad —dos segundos, un suspiro, una pausa en el ritmo acelerado de la jornada, y Rosa pregunta—: ¿Te vas ya a casa?
—En cuanto termine con tu perro cazador.
Rosa sonríe. Echa un vistazo hacia el interior de la planta. No queda nadie. Como de costumbre, Hipólito se ha quedado solo por esperarla. Otra razón para que no se le haga tan tarde. Añade:
—¿Vendrás mañana? Es el cumpleaños del niño.
—Claro que sí. ¿Cuántos…?
—Diecisiete.
Hipólito parece incrédulo. Como si la cifra que acaba de escuchar no le pareciera posible. Llega a su conclusión:
—Ya es un hombre.
Pero Rosa salta al instante:
—Para mí nunca lo será.
Un silencio tenso, al que la lluvia pone banda sonora.
—Gracias por todo, Poli —dice ella agarrando el fuerte antebrazo de su amigo, en un gesto más de gratitud que de cariño. El hombre corresponde levantando ligeramente el labio superior, en un ensayo muy tímido de sonrisa—. Otro día me tomo ese café, prometido.
—Tranquila —responde él.
Luego, Rosa da media vuelta y se dirige a la salida. Nada más ver la escasa luz que le queda a la tarde, susurra:
—Dios mío.
Hipólito la ve entrar en el coche, dar marcha atrás, alejarse bajo la lluvia. Se pregunta si Rosa se dará por vencida, si algún día terminará esto. Qué ocurriría si no se preocupara tanto.
Desde que la conoce, y hace ya más de quince años, Rosa vive en esta zozobra constante que nada ni nadie parece capaz de calmar.
La mujer acelera. Por estas carreteras rara vez se cruza con otros vehículos, de modo que a nadie le importan demasiado. No hay radares, ni patrullas vigilando. Puede darse prisa. Además, la lluvia parece que va remitiendo. Cuando enfila la última recta, ya apenas cae una fina llovizna. A lo lejos, Rosa vislumbra los primeros techos de pizarra, y más allá, los campos de labranza, los viejos castaños y la carretera que conduce a la explotación agrícola Los Halcones, erigida en mitad de la nada hace ya casi seis décadas. Junto a lo que antaño fueron campos de labranza, se levantó en los buenos tiempos una casa de dos plantas para los guardas. Esa fue la casa que Rosa compró cuando decidió instalarse aquí con su hijo, huyendo de la ciudad y, sobre todo, de la gente. Es una casa amplia, de anchos muros de piedra y techo de pizarra, que ella reformó para convertirla en su refugio, su hogar, su retiro. La verja que la circunda ya había sido instalada, y con una mano de pintura y algo de aceite quedó como nueva.