—Por supuesto que no cambia los planes —sonrió él, encantador, mirando al bebé—. Es precioso. Eres una mujer muy afortunada.
Rosa se sintió bien. Como si conociera a Arístides desde hacía mucho tiempo. Dejó al niño en su cuna y abrió una botella de vino bueno, que reservaba desde hacía tiempo.
Le gustaba la gente que no pregunta. Que no mete las narices donde no la llaman. Sentados sobre la alfombra, apoyados sobre almohadones y hablando de mil asuntos, se bebieron la botella entera. Al terminar la segunda copa volvieron a besarse, y un rato después hicieron el amor —varias veces— allí mismo. Arístides tenía la piel áspera y el cuerpo ardiendo, pero era el mejor amante que había conocido. Atento e incansable. Fue el mejor regalo de Navidad de toda su vida.
Cuando cayó, rendida de cansancio, él fue a buscar para ella una almohada y una manta. La arropó allí mismo, sobre la alfombra.
—Debo darle de comer a Abel —murmuró, agotada.
—Descansa. Tu hijo está dormido. Te avisaré cuando despierte —le dijo su amante al oído con voz dulce.
Los pechos le dolían. Los tenía hinchadísimos. A pesar de todo, hizo caso de lo que acababa de oír. Aquellas palabras fueron lo más bonito que le habían dicho en mucho tiempo. Por primera vez en trece meses se relajó, delegó la responsabilidad. Durmió de verdad, sin alertas. Bajó la guardia.
Antes de sumergirse en el sueño, Rosa escuchó una especie de rugido. Muy cerca. Parecía salir del estómago de su invitado.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—Nada. Descansa. No es nada.
Hoy sabe muy bien lo que era: Arístides tenía hambre. Cuando los chupasangres se sienten hambrientos, sus tripas rugen como siete leones.
Rosa durmió de un tirón. Fue un sueño delicioso, plácido, larguísimo. En realidad, fue el último descanso verdadero de su vida.
Cuando despertó, el sol entraba a raudales en el salón, y Arístides ya no estaba.
«En algo tenía que ser como los demás», pensó, resignada.
Entonces sintió un dolor intenso en los pechos y eso le recordó de inmediato al bebé. ¡Llevaba un montón de horas sin comer! Se levantó de una vez, sobresaltada.
La casa estaba en un silencio extraño. ¿Qué hora era? ¿Cómo era posible que Abel no se hubiera despertado? ¿Le habría ocurrido algo? ¡Nunca había aguantado tanto tiempo con el estómago vacío!
Corrió hasta la habitación de su hijo, con el peor de los presentimientos retumbando en su corazón. El cuarto permanecía a oscuras, la ventana cerrada y la persiana abajo.
Abel estaba en su cuna, boca arriba, muy quieto, con los ojos cerrados. Por un momento, Rosa pensó que había muerto. Lo miró con horror, al borde del llanto. Apartó la sábana del cuerpo diminuto. Entonces se dio cuenta de que dormía plácidamente, aunque su respiración era muy lenta, casi imperceptible.
Siguiendo su instinto, lo tomó en brazos. Lo primero que sintió fue la temperatura. Como si tuviera mucha fiebre. Se lo acercó al pecho desnudo, intentó darle de comer. El niño no reaccionó. Su sueño era tan profundo como nunca antes. Rosa insistió una y otra vez (¿qué hay más terco que una madre?), hasta que Abel volvió la cara, con una mueca de asco, y amagó una arcada, aunque sin abrir los ojos ni por un momento.
Rosa no tuvo más remedio que darse por vencida. Con su hijo aún en el regazo, se dejó caer sobre un sillón. Le acarició la carita, le inspeccionó el cuerpo centímetro a centímetro.
Tenía las mejillas ásperas como arpillera. La piel pálida como la luz de luna.
La marca de dos colmillos en su muslo derecho, exacta mente sobre la femoral.
Comprendió que había tenido mucha suerte. Su hijo no estaba muerto. Solo un poco distinto. Pero, al cabo seguía siendo su hijo.
Ahora ya sabía lo que el cazador había ido a buscar.
Después de cenar, Abel siempre se da una ducha. Detesta ese olor acre impregnado en su ropa, en su piel. También odia la imagen de esos animales muertos sobre la porcelana blanca de la bañera. Se alimenta por necesidad, y raramente encuentra en ello algún disfrute. Si pudiera permitirse dejar de comer, lo haría con gusto.
Sale del cuarto de baño con la bolsa negra donde ha metido los desperdicios.
—¿Quieres que la lleve al coche? —le pregunta a su madre.
Rosa salta enseguida:
—No, lo haré yo. Déjala ahí, junto a la puerta.
—No me voy a escapar, madre —dice Abel en tono cansino.
Rosa se seca las manos en el delantal, sonríe sin ganas y sale hacia el baño.
—Vete un ratito a ver la tele, anda. Enseguida voy.
Inspección rutinaria. Cada día lo mismo. Su madre entra en el cuarto de baño y lo husmea todo. Busca algún resto, algún descuido, alguna evidencia desagradable.
Hasta hace un par de años, ella misma lo limpiaba aprisa, con cara de asco, sin dejar de quejarse. Hasta el día en que le dijo:
—Ya eres lo bastante mayor para recoger tus cosas, hijo. A partir de ahora, te corresponde a ti dejar el baño como lo has encontrado.
Abel la oye recorrer el pasillo y piensa que ha pasado el examen. Su madre no tiene nada que decir. Más tranquila, vuelve a la cocina y continúa preparándose la cena. Un rato después, aparece en el salón con una bandeja y se sienta en el sofá, a su lado.
Él no tiene ganas de ver la tele, pero hace tiempo mirando una serie americana. De vez en cuando echa un vistazo al reloj de pared, donde hoy los segundos avanzan más despacio que nunca, como si jugaran a desesperarle. En el capítulo de hoy, la protagonista —una chica rubia preciosa— clava una estaca en el corazón a un atacante nocturno que tiene cuerpo de gimnasta. La sangre brota a borbotones del pecho taladrado de la víctima.
—Quita eso, por favor —dice Rosa con una mueca de asco.
Abel busca el mando a cámara lenta, sin apartar los ojos de la pantalla. Quiere saber cómo acaba la escena. Se indignaría si el joven muriera con tanta facilidad.
No puede ser tan sencillo. Ese chupóptero estaba dando mucha guerra hasta ese momento, no puede acabar como un mosquito aplastado. La sangre tiñe de oscuro el drama.
—Hijo, por favor, se me va a cortar la digestión —dice la madre—. Pon las noticias, a ver qué ha pasado en el mundo.
El monstruo de ficción se levanta de pronto, con la estaca aún clavada en el corazón, e intenta morder a la rubia con la rabia de quien ha sido traicionado. Su boca chorrea sangre. Es una escena impresionante. Abel está como hipnotizado. Se alegra por el personaje masculino y piensa que si él estuviera delante de la chica que le interesa, también intentaría correr tras ella aunque una estaca acabara de partirle en dos el corazón. Pero entonces la rubia hace algo inesperado: consigue un pedazo de tablón y golpea con él el pecho del chaval una, dos, tres, cuatro veces, hasta que la estaca le atraviesa de lado a lado y el pobrecito cae de espaldas, con los ojos muy abiertos y una expresión en la cara de «nunca lo hubiera imaginado de ti, princesa».
—¡Dame el mando! —ordena la madre, enfurecida.
Se lo arrebata y cambia de canal. Una presentadora mayor, vestida como si fuera a asistir a una boda, habla de un terremoto que ha ocurrido en alguna parte de Asia. En las imágenes, casas derruidas, equipos de salvamento, perros policía, personas que lloran porque han perdido a alguien querido y mucho polvo. Nada de eso le interesa. Observa a su madre mientras ella come Revuelto de huevos con patatas y un vaso de vino tinto Le llama la atención el apetito con que se lleva el alimento a la boca, con la ayuda del tenedor. Cómo muerde el pan, con qué fruición mastica. Le parece un espectáculo asqueroso. El olfato de Abel es apenas sensible a este tipo de comida. Y aunque lo fuera, no despierta su apetito. Para él, es como si su madre estuviera devorando una silla.
Se levanta, impaciente, y se va a su habitación.
—¿No puedes esperar a que termine? —inquiere ella—. Así me haces compañía. Y hablamos un poco.
Un plan poco seductor.
—Nunca me cuentas nada —dice Rosa.
—¿Y qué quieres que te cuente?
—No sé… Tus novedades. Qué hiciste ayer.
Por toda respuesta, una mueca ambigua. Abel desvía la mirada y piensa: «Se me notará. Se me notará algo».
Hasta hace poco, apenas unos días, no habría mentido al decir que él nunca tenía novedades. Su vida era una cadencia monótona, noche tras noche. Ahora, ya no. Ha habido un terremoto bajo sus pies, mucho más fuerte que el que acaban de ver en las noticias. Lo está sufriendo en este preciso instante y no hay nadie que pueda prever cuál va a ser su fuerza ni cuándo va a acabar. Por supuesto, él menos que nadie.
Rosa no se da cuenta de que su hijo rehúye su mirada. Ni siquiera sospecha lo que le ocurre a Abel. Por una prudencia aprendida a lo largo de los años, cambia de tema:
—¿Te has quedado con hambre? —pregunta.
—Estoy bien.
—Estás tan delgado…
—Es normal, madre. Ya lo sabes.
—Mañana te traeré algo especial, ya lo verás. Te va a encantar —dice.
Abel arquea una ceja. Le dan miedo las ocurrencias de su madre. La última vez que tuvo una, fue horrible. Hizo que se sintiera fatal. Aunque la experiencia no sirvió de nada, porque a Rosa es imposible quitarle algo de la cabeza cuando está decidida a salirse con la suya. Además, Abel sabe que depende de ella. Lo cual solo significa una cosa: calla y traga.
Aunque su terremoto particular amenaza con cambiar las cosas.
Si fuera por él, todo sería muy distinto. Saldría de caza. Comería ratones, topos, gatos monteses o aves. Buen alimento asegurado, siempre fresco, siempre vivo. Sin crueldad innecesaria ni zozobra. Sin sobresaltos. Comería en el bosque, bajo la luz de las estrellas. Luego, volvería a casa. No tendría que esconderse ni sentirse un monstruo. La sangre viva no deja ese hedor. De vez en cuando, daría un paseo. Siempre después de cenar, con el estómago apaciguado, para no caer en la tentación. Y para que el fiero rugido de sus tripas no le delatara.
Mira la hora. Aún falta un buen rato, pero decide esperar frente al ordenador, escuchando un poco de música. Se levanta, camina hacia el pasillo. Las palabras de su madre le detienen.
—¿No sientes curiosidad por saber lo que he preparado para celebrar tu cumpleaños? —insiste Rosa.
—Prefiero la sorpresa —miente él, ansioso por encerrarse en sus dominios.
—Hijo, por favor, lleva la bandeja a la cocina.
Su madre pone una almohada sobre la mesa de centro y apoya en ella los pies. Enarbolando el mando a distancia, dice:
—A ver si encuentro algo que se deje ver.
Abel, como siempre, obedece. Se agacha un poco para agarrar la bandeja, que reposa en la mesa, junto a la almohada, y aprovecha para enfrentarse a la mirada de su madre.
—Cualquier cosa estará bien, madre. Me refiero a mañana. No hagas ninguna barbaridad de esas tuyas, ¿de acuerdo?
—Claro, hijo. Confía en mí. Sé lo que te conviene.
Confiar. Convenir. Dos verbos que en esta casa tienen significados complejos. Y distintos, según quien los pronuncie.
—Avísame si quieres que te ayude con las bolsas —es lo último que dice Abel mientras se aleja por el pasillo.
Cierra la puerta al entrar en su cuarto, se sienta ante la pantalla encendida y respira con alivio.
Tal vez sería más apropiado llamar a este lugar su refugio. Su madriguera. Es la mayor habitación de la casa. A un lado, la cama, rodeada de libros —todos comprados por internet—; al otro, la mesa con el ordenador, sus tres discos duros externos, los cuadernos llenos de apuntes de trabajo y los papeles con las letras de lo que serán sus primeras canciones, cuando aprenda a musicarlas. También algunos apuntes de estudiante. Últimamente se ha decidido a ampliar conocimientos: inglés, antropología, historia… Aprender le apasiona, y el conocimiento le parece el mejor medio para convertirse en otra cosa. Ropa tiene muy poca, porque apenas necesita. Hay días en que ni siquiera se cambia. Un par de zapatos de deporte (casi nuevos) y otro par de zapatillas. Y para las videoconferencias con los clientes (las mínimas, porque intenta evitarlas), una camisa blanca y una corbata que le trajo su madre de alguna parte. Debían de ser de Hipólito, porque la camisa le queda grande. Es lo mismo: da el pego. A veces, en los negocios, conviene aparentar lo que no eres.
No: en los negocios, a veces, conviene disimular lo que eres.
Y pasa lo mismo con la mayoría de personas. Se está volviendo todo un profesional de las falsas apariencias.
Mira con desgana los iconos desperdigados por la pantalla, como ovejitas que pastan a sus anchas en un campo. No tiene ganas de trabajar, aunque debería hacerlo. En un par de días debe entregar el diseño de una nueva página web. Aunque esta noche no le importa nada. Nada más que…
Abre la carpeta de música, dispuesto a elegir la banda sonora de su jornada. Tiene mucho donde escoger, pero hoy nada le parece apropiado. Sus ojos recorren la lista, en busca algo que encaje con su estado de ánimo. ¿Bon Jovi? ¿Guns 'n Roses? ¿Covenant? ¿Metallica? ¿O mejor algo clásico? Vivaldi, Beethoven, Schubert, Elgar…
Pero ninguna de las tonadas que se han compuesto en el mundo le sirven esta noche para expresar cómo se siente.
En silencio, comienza a tararear una canción. Mira la hora. Las 22:03. Falta una eternidad para la una de la madrugada.
Abre un documento en blanco. Escribe:
El mundo merece la pena