Abel y Weirdo, Weirdo y Abel: la cara y la cruz de una misma personalidad.
Lo que Weirdo detesta de Abel: su docilidad, su fragilidad, su miedo, su incapacidad para enfrentarse a sus propias circunstancias y su cobardía. Sobre todo, su cobardía. Le odia cada vez que baja la cabeza y dice: «Sí, madre». Cada vez que permite que le traten como si aún fuera un bebé. Cada vez que cumple órdenes que no entiende, que no comparte, que hace algo que él jamás haría. Por las venas de Weirdo bulle el deseo de rebelarse. Arrebatarle al otro, al dócil, al sumiso, al conformista, las riendas de su vida y, por una vez, hacer lo que le dé la gana. Por una vez…
Lo que Abel teme de Weirdo: su garra, su fuerza, su convicción, tanta rabia acumulada durante años de aguantar y obedecer, de seguir un sistema de normas absurdas que no comprende ni comparte. Teme que un día no pueda contenerle, porque Weirdo nació de pronto, sin él saber cómo ni de qué, y desde ese instante no ha dejado de crecer en su interior. Siente que se hace más y poderoso y que, de seguir así, acabará plantándole cara a todo, también a su madre. Y sabe que el otro no está dispuesto a no salirse con la suya, porque no tolera que le den órdenes, que le traten como a un ser inferior, necesitado, minusválido.
Abel, así lo siente, es cosa del pasado.
Weirdo es el señor del futuro.
Rosa tuvo la última ocurrencia horrible la noche en que Abel cumplió quince años. Abel no se lo ha perdonado, ni cree que pueda hacerlo.
—Tengo una sorpresa para ti —le dijo con voz muy alegre—. Está en el coche, ven.
Le agarró de la mano y le condujo hasta la sala de billar, después de abrir una por una todas las cerraduras. Hizo lo mismo con la puerta de entrada. Había aparcado ahí mismo. El maletero podía abrirse casi sin salir del porche.
—Cierra los ojos —dijo la madre empuñando las llaves.
Abel obedeció. Escuchó cómo se abría la maleta.
—Qué suerte, se ha dormido —musitó Rosa antes de añadir—: Ya puedes abrir los ojos.
Abel se quedó petrificado del espanto. Dentro del maletero del coche, ovillado sobre sí mismo, había un niño de unos cuatro años. Estaba despeinado y tenía las mejillas sucias. Las lágrimas habían abierto surcos en la suciedad.
—Se ha quedado agotado de tanto llorar —dijo la madre, contemplando al niño igual que si fuera un trofeo de caza.
Abel sintió sus propias lágrimas a punto de desbordarse.
—¿Qué has hecho, mamá? ¿De dónde lo has sacado?
—Del centro comercial —dijo ella, orgullosa—. Ha sido muy fácil. Ha venido por su propio pie. No había nadie vigilándole, ningún adulto cerca. ¡Menudos padres! ¿Te gusta? Debe de pesar unos veinte kilos. Eso significa que tiene un litro y me…
—¡Cállate! —gritó Abel, fuera de sí.
Aquella fue la primera vez que le gritó a su madre. Rosa le miró sin comprender qué le ocurría. El niño comenzó a moverse, alertado por los gritos.
—¿No tienes hambre? —preguntó Rosa, desconcertada.
—Claro que sí. Pero no lo quiero. Prefiero animales muertos de los que encuentras por las cunetas.
El niño abrió los ojos. Nada más ver a Rosa, comenzó a berrear. Se puso de pie en el maletero. Abel le agarró para que no se cayera.
—No pasa nada, bonito, no te asustes. ¿Cómo te llamas?
La tripa de Abel rugió como un león al solo contacto. El niño le miró con dos ojazos de asombro, ajeno por completo al peligro.
—De verdad que no pasa nada —repitió Abel, tratando de sonar tranquilizador—. Ahora mismo volverás con tus padres. ¿Tienes ganas de ir con ellos?
El pequeño asintió con timidez.
—¿No me vas a decir cómo te llamas?
—Ton.
—¿Ton? Es un nombre un poco raro, ¿no crees?
—Aún no habla muy bien. Es muy pequeño —dijo Rosa—. A saber cómo se llama. Tomás o Antonio o lo que sea…
—Muy bien, Ton —siguió Abel—. Yo soy Abel y esta es mi mamá. Y ahora vamos a llevarte a casa, ¿de acuerdo?
El niño no contestó. Siguió mirando con ojos asustados.
—¿Tienes hambre?
Ton meneó la cabeza.
—Agua —dijo.
Abel le ayudó a bajar del coche y le llevó hasta la toma de agua del jardín. Allí, el pequeño bebió como de una fuente. Luego regresaron al vehículo.
—Llévalo adónde lo has encontrado —le ordenó a su madre, con la voz más firme que había utilizado jamás para dirigirse a ella.
—Hijo, piénsalo bien. Nadie sabe dónde está. Te conviene tomar sangre de niño, te dará fuerzas. No hace falta que le mates. Puedes hacer como Arístides…
Abel saltó en el acto:
—Yo no soy como él, madre.
Aquella fue la primera vez que llamó «madre» a Rosa. Nunca más volvió a llamarla mamá.
La mujer contempló a su hijo desde una distancia de años luz.
—Si te vas ahora, puede que aún encuentres el centro comercial abierto —añadió Abel.
Rosa suspiró, derrotada. Tendió la mano a Ton y le llevó hasta el asiento trasero del coche. Le puso el cinturón. Cerró la portezuela. Luego se volvió hacia Abel y dijo:
—Muy bien, le devolveré. Pero antes entra en casa.
Rosa jamás se marcha sin echar todas las llaves. Las seis. Aquella noche tampoco lo hizo.
De modo que Abel tiene conciencia de ser un monstruo. No es fácil vivir con esa certeza.
También sabe por qué razón es un monstruo. Rosa le habló de Arístides. Y también de su padre biológico, una vez. Abel no quiere saber nada de ninguno de los dos. Les debe cuanto es. Es decir, todo aquello que detesta y de lo que nunca podrá librarse.
Después del episodio de Ton, Abel comenzó a sentirse muy deprimido. Se odiaba a sí mismo. Maldecía su vida. No quería ser como era. Su madre achacaba su estado de ánimo a los trastornos propios de la adolescencia, pero él sabía que su mal era mucho más profundo y tenía que ver con el monstruo que llevaba dentro. Con el monstruo que no quería ser.
Resolvió combatir de una vez por todas todo lo que odiaba. Comenzando por la alimentación. Probaría la comida. La comida
normal
, aquella que sirve de alimento a los seres humanos, no a los monstruos.
Lo hizo oponiéndose a su madre.
—Ya te he contado qué ocurrió cuando volviste a probar la leche, después del ataque. Se te hinchó la garganta. Te salieron ronchas en la piel. Por poco te mueres cariño.
Pero Abel también es terco. Estaba convencido de lo que debía hacer. Intentarlo, por lo menos. Tenía que intentar ser
normal.
Un solo mordisco a una manzana le provocó un día de náuseas. Medio filete de pescado hizo que le salieran manchas de color violeta en la piel de todo el cuerpo. Dos días después, le dolían todos los músculos y sentía ganas de vomitar, además de un dolor insoportable en el estómago. Al tercer día, apenas podía levantarse de la cama. Su piel era del color del pergamino y sus articulaciones estaban laxas, desmayadas. Su poca energía se agotaba cuando bajaba los párpados e intentaba conciliar el sueño. Un sueño que, presentía, iba a ser mucho más que eso.
Si no llega a ser por su madre, que consiguió media docena de gallinas vivas, no hubiera sobrevivido. Estaban encerradas en el cuarto de baño cuando Rosa le ayudó a levantarse y recorrer el pasillo. A varios metros de la puerta, Abel comenzó a olisquear el alimento. Salivó. Una vez dentro, no pudo contenerse. Se comportó, más que nunca, como una fiera salvaje. En menos de diez minutos, ni una sola de las aves conservaba la cabeza, y Abel, después de succionar el líquido precioso del cuello del último de los bípedos, lamía las manchas del suelo, goloso.
Aquella noche comprendió que siempre sería un monstruo.
Y que debía aprender a aceptarlo, aunque fuera insoportable.
A las doce en punto, Rosa ha entrado en el cuarto de su hijo. Sin llamar.
—Me voy a la cama, cariño. Si necesitas algo, despiértame, ¿de acuerdo? —ha dicho besándole en la frente.
Exactamente las mismas palabras y el mismo gesto de todas las noches, sin excepción. También su respuesta es la de siempre, sin apartar la vista de la pantalla:
—Que descanses, madre.
Rosa ha salido, dejando de nuevo la puerta abierta.
Abel sabe que su madre tampoco conseguirá hoy dormir más de dos horas seguidas, como le ocurre todas las noches desde hace dieciséis años. Se quedará dormida hojeando una revista, pero despertará poco después, y así varias veces antes de la hora en que todos los días suena el despertador, las 7:30. Durante los intermedios, merodeará por la casa, visitará la cocina, abrirá la nevera y volverá —varias veces— a meter las narices en los asuntos de su hijo. Lo mismo de siempre.
Desde aquella noche en que Arístides le susurró al oído «descansa», Rosa nunca más ha conseguido descansar.
Abel se levanta a beber un poco de agua. Lleva algo más de una hora reviviendo las conversaciones que ha mantenido con Oscura, analizando cada línea, preguntándose qué esconden sus palabras veladas. Y también sintiéndose mal porque lo que debería estar haciendo es terminar el diseño del sitio web que debe entregar pasado mañana. Se siente como el niño que no hace sus deberes. Decide levantarse un momento. A veces es bueno despistarse un poco, pensar en otra cosa, dar una vuelta por la casa y volver a la carga con otro ánimo. Mientras llena el vaso, oye el campanilleo que anuncia, en su ordenador, la llegada de un nuevo mensaje.
Cierra la nevera dando un golpe y camina a paso rápido por el pasillo. Comprueba el correo. En efecto: aquí está. Lo que estaba esperando. Oscura acaba de actualizar su blog.
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Esta noche no hay luna llena
. El corazón se le acelera solo de comenzar a leer el texto que la chica virtual depositó en la red después de su primera conversación.
Ayer pasó algo. Algo importante, creo.
Mantuve una conversación silenciosa, anónima, pero llena de palabras bonitas, con alguien que se hace llamar «Extraño». Weirdo en inglés.
En las últimas semanas he tenido que aprender a prescindir de todo el mundo. Mi novio, mi mejor amiga, mi familia. Parece que no encajo en el mismo mundo donde ellos se mueven como pez en el agua. Me siento como si perteneciéramos a universos diferentes. Ha sido muy doloroso comprenderlo.
Creo que, en parte, comencé el blog porque no tenía a nadie dispuesto a escuchar de verdad mis problemas. Por eso, y porque escribir siempre ha sido mi refugio, mi verdadero mundo, el territorio donde me siento libre de verdad, sin que nadie me diga lo que espera de mí o lo que tengo que hacer. Escribir ha sido un modo de hablar con mi silencio, de decirme a mí misma cosas que a nadie parecían interesarle… y de algún modo es como si mi silencio me hubiera contestado, como si las palabras me hubieran hecho un regalo maravilloso: tú, Weirdo.
Había perdido la costumbre de tener a alguien. Por eso ayer me sentía rara, avergonzada, y te lo dije. Luego lo pensé mejor. Me dormí contenta. Por primera vez en muchas semanas desde que todo ocurrió, estaba alegre. Me gusta saber que estás ahí, en mitad de la noche, esperando mis palabras.
Creo que nunca podré dejar de escribir para ti y que nunca más volveré a estar sola.
Abel llega al final del texto con el corazón desbocado. Como si quisiera aprenderlas de memoria, lee una y otra vez las hermosas palabras de Oscura, que le emocionan como nada nunca.