En Los Halcones no hay nadie en esta época del año, de modo que está sola en varios kilómetros a la redonda.
Cuando apaga el motor, el silencio del campo le parece sobrecogedor. Es un silencio que duele, que provoca el vacío. Rosa piensa que si se quedara aquí, quieta, sola, escuchando, terminaría por volverse loca.
Sale del coche para abrir la cancela. Aparca en el jardín, frente a la entrada, y cierra con llave. Tiene la sensación de que ha llegado por los pelos. Abel debe de estar despertando. Antes de sacar su cargamento del maletero, aún hay un acto rutinario más con el que debe cumplir. Deja el vehículo abierto y recorre el camino que rodea la casa. El lateral izquierdo, en primer lugar. Una por una, revisa las trampas. Algunas están ocultas bajo los arbustos. Hay dos al pie de los rosales. Las demás las instaló en la parte de atrás. Incluso cavó una en el suelo y la cubrió con ramitas. Con el tiempo, ha resultado la más efectiva.
Hoy la lluvia debe de haber espantado a las posibles presas. Las trampas están intactas, expectantes, con sus fauces abiertas y vacías. Sin víctimas. Todas, excepto una. Mientras da la vuelta por la parte posterior de la casa, Rosa oye un quejido diminuto. Un animal atrapado.
Bingo.
A juzgar por su modo de lamentarse, no debe de ser muy grande. En efecto, nada más tomar el camino lateral, lo distingue. Es una comadreja. Está oronda, pero como mucho puede pesar medio kilo. Lo cual significa unos ciento setenta y cinco gramos de sangre fresca. Ni medio vaso. Ni para empezar.
Sea como sea, se lleva la mano al bolsillo del chaquetón y saca un guante de jardinero. Con él protegiéndole la mano, agarra al animal y lo libera del cepo que le ha destrozado la pata. Luego vuelve a la parte delantera y lo mete en una de las grandes jaulas vacías que instaló junto a la puerta principal.
Una vez, el capataz que en verano se encarga de cuidar la explotación vecina se lo preguntó:
—¿Para qué son las jaulas?
No supo qué decirle. El vecino nunca volvió a curiosear. Igual vio algo. Igual alguien le contó alguna historia de miedo.
Rosa rebusca ahora en la guantera para sacar el puñado de llaves. Mañana tiene el día libre, así que podrá darse un baño, pintarse las uñas, ver una película, tranquilizarse un poco. Por la tarde, a primera hora, saldrá a recorrer los caminos. O tal vez por la mañana. Después de la lluvia, los animales necesitarán comer, y a lo mejor hay suerte. Siempre tiene la esperanza de capturar alguno vivo.
La casa recuerda a un búnker. Ni una sola ventana en la planta baja; la única abertura es la puerta principal. En el piso de arriba, la cosa no es mucho mejor. Dos ventanas delanteras que dan al camino. Dos posteriores que dan al pedazo de tierra que ellos llaman «jardín». Las delanteras corresponden a la habitación de Rosa y a su cuarto de baño. Las otras, al salón comedor. El resto son habitaciones interiores, oscuras como un mal presagio. Antes había más ventanas, como en todas las casas, pero Rosa mandó tapiarlas.
En la puerta principal hay cuatro cerraduras. Rosa las abre una por una, alternando las llaves con una maestría aprendida hace mucho tiempo. La entrada comunica con un espacio vacío, parecido a un hangar, solo habitado por una mesa de billar que nadie usa nunca, una chimenea, una carretilla y algunos trastos (jaulas, una pala, la manguera).
Rosa se cerciora de que todo está en orden antes de secarse los pies en el felpudo y agarrar la carretilla metálica. Con ella se dirige al coche, sujeta el zorro muerto por las patas y lo deposita sobre la cubeta de un golpe. Antes de entrar otra vez en la casa, observa con preocupación a la comadreja. No parece muy animada. Deja un momento la carretilla y camina hasta un banco de madera donde se amontonan bebederos de distintos tamaños. Toma uno —el más pequeño— y lo llena de agua en un grifo que sobresale del muro. Luego se acerca a la jaula donde languidece el bicho, abre con cuidado la portezuela y deposita el bol cerca del animal. La comadreja se acerca sin muchas ganas al bebedero.
Rosa agarra de nuevo la carretilla, entra en la casa, la deja junto a la chimenea y cierra las cuatro cerraduras.
El cuerpo exánime del zorro le recuerda una prenda abandonada.
Solo al terminar se siente un poco más tranquila. Suspira. Mira el reloj. 18:22. Tiene que conseguir organizarse mejor. No prolongar su jornada ni cinco minutos, por mucho que se lo pida el encargado, como ha ocurrido hoy, o que algún cliente venga a última hora con exigencias. A las seis menos diez debe de haber llegado a Valdelobos. Del pueblo a su casa no tarda ni un cuarto de hora. Su jefe tiene razón cuando le dice que está histérica. Tiene sus razones. Necesita tranquilizarse como sea.
Sonríe con tristeza. Tranquilidad. ¿Cuánto hace que no sabe lo que significa de verdad esa palabra?
Más allá de la puerta de entrada, otra puerta y otras dos cerraduras. Las abre. Con paso cansino, sube las escaleras. A partir del último escalón comienza su verdadera vida. La que la tortura día y noche desde hace dieciséis años, once meses y veintinueve días. Pero, por otra parte, la única que tiene. Aquella de la que ni puede ni sabría escapar.
—Hola, hijo, ya estoy en casa —saluda con voz cantarina, aparentando normalidad—. Espera a ver lo que te he traído para cenar.
A las 18:17, Abel comienza a despertar. Lo primero que piensa es: «¿Qué hora será?». Le parece raro no escuchar ningún ruido abajo. Ni pasos, ni cerrojos oxidados, ni el motor del coche, ni el gemido de ningún animalito inocente… Nada. Se alegra. Paladea su soledad, la disfruta. Adora el otoño. Más aún, el invierno. En los meses más fríos, las noches son tan largas y comienzan tan temprano que dispone de un rato para sí mismo antes de que llegue su madre. Claro que luego tiene que soportar los malos humores de Rosa, sus nervios innecesarios, sus prisas.
Ya no sabe cómo decírselo: no tiene por qué preocuparse. Es mayorcito y sabe cuidar de sí mismo. No tiene por qué correr tanto por la carretera, ni mucho menos pedir favores al dueño de la gasolinera para que la deje salir antes. Incluso podría irse por ahí, a cenar con alguna amiga o con Hipólito. Cuando se lo dijo, Rosa le miró como si se hubiera vuelto loco.
—¿Una amiga? —soltó una carcajada amarga—. ¡Como si tuviera alguna!
Y, por supuesto, su madre zanjó la cuestión.
—Aunque creas que no, me necesitas. Yo siempre estaré contigo. Para eso soy tu madre —repuso.
Abel se quedó pensando. Siempre. Del latín
semper
, que significa «en todo momento». Y se preguntó si su madre pensaría de cuánto tiempo estaban hablando y qué ocurriría después. Porque es evidente que en algún momento las madres deben dejar de cuidar de sus hijos.
En invierno, y eso es lo malo, Rosa está desquiciada continuamente. Es insoportable. Tanto que a veces, cuando la oye llegar, se hace el dormido para darle tiempo a tranquilizarse. Ha comprobado que después de una ducha y de una visita a la nevera, el humor de su madre mejora mucho.
Para que luego digan que el cambio de hora solo reporta beneficios.
Alarga el brazo hacia la mesilla y enciende la lámpara. Proyecta una luz muy tenue, que apenas molesta a los ojos. Ideal para acostumbrarse a la tonalidad del mundo.
Piensa que sería agradable, alguna vez, pasar una noche completa a solas. Desconoce por completo esa sensación. La intimidad. Le encantaría probarla, aunque solo fuera una vez. Hacer algo sin que su madre estuviera vigilándole, cualquier cosa. Nunca se lo ha pedido a Rosa a las claras. ¿Para qué? Conoce la respuesta.
Poco a poco va integrándose en el mundo. Como siempre, no recuerda nada de lo que ha soñado. Cada día se interroga al respecto, con la esperanza de obtener alguna respuesta. Pero cada día se dice lo mismo: «Nada, el vacío».
Sus sueños son una pantalla en blanco. Un silencio continuo y desolador.
Su madre dice que es uno de los síntomas de su enfermedad y que debe aceptarlo con resignación. Resignación. Su enfermedad. Aceptarlo. A veces es como si su madre hablara en un idioma desconocido.
«¿Qué día es hoy?», se pregunta.
Entonces oye los pasos de Rosa subiendo la escalera.
—Hola, hijo, ya estoy en casa —la escucha decir, jovial, al llegar arriba—. Espera a ver lo que te he traído para cenar.
Su madre se detiene en el umbral de la puerta de su habitación y sonríe. Está demacrada. Parece mucho más vieja que de costumbre.
—Mañana es tu cumpleaños —dice ella, fingiendo una alegría que le sale fatal.
—¿Estás cansada? —le pregunta.
—He venido a toda prisa —y añade, como si fuera necesario—: Ya han cambiado la hora. Hoy es el primer día del nuevo horario…
—Ya lo sé. El horario de invierno.
—No sabía si te acordabas y no quería que te encontraras solo.
—Me acordaba, madre. No hacía falta que corrieras.
Rosa suelta una risilla extenuada:
—Soy una tonta, ya lo sabes.
Abel se incorpora, se despereza. Rosa continúa el camino hacia su cuarto. Por el pasillo la oye decir:
—Mañana cumples diecisiete años, cariño. A ver si tengo suerte y consigo traerte algo especial.
—No hace falta, madre.
—Claro que sí. ¿Cómo te apetece que lo celebremos?
—No lo sé.
Abel miente. Le gustaría, por una vez, un cumpleaños diferente: salir al jardín, dar una vuelta en coche, pasear por el camino que lleva a Los Halcones, contemplar la noche estrellada bajo los árboles… Nada de todo eso es posible si se atiene a las normas de su madre, lo sabe. A pesar de todo, se atreve a decir:
—Me gustaría salir de casa.
Rosa enmudece. Termina de quitarse la ropa. Su voz suena vacilante y débil cuando dice:
—Bueno, ya veremos. Ya sabes que no me gusta.
Abel protesta, aunque sabe que es en vano:
—Mamá. Ya no tengo cinco años.
Rosa salta de nuevo. Segunda vez en la misma noche y por el mismo tema:
—Para mí siempre serás mi bebé.
Abel detesta esa frase. Suspira cansado. Oye a su madre entrar en el baño y poner en marcha la ducha. Se queda en silencio, sentado en la cama, pensando. Saliendo del sueño lentamente. Cuando, unos quince minutos después, Rosa abre la puerta del baño, su voz no acusa ni rastro de la conversación anterior.
—Hoy he encontrado algo bueno —dice ella— y, además, tengo una sorpresa especial para ti.
Abel deja escapar un suspiro. Se quita el pijama y se pone unos vaqueros negros que le vienen grandes y una camiseta blanca, de algodón. Su estómago lanza un rugido que recuerda al de un tigre. Busca sus zapatillas y se las calza. Se queda un momento quieto, mirándose los pies, intentando reaccionar. Necesita un rato más para sentirse en plenitud de facultades. Eso, según su madre, también forma parte de su enfermedad.
—¿No quieres saber qué es? —pregunta Rosa.
—¿El qué?
—La sorpresa.
«No, madre, no quiero verla. No me interesa tu sorpresa, que de todos modos ya puedo imaginar. Y aunque nunca me atrevería a decírtelo de esta forma, tampoco me interesa mi vida. Nuestra vida. La vida que tú quieres para mí. Cada vez comprendo menos tus desvelos, tu intranquilidad. Sufres porque quieres sufrir, madre. Yo no te lo pido. Yo te podría ahorrar parte de esos sufrimientos si me dejaras ser como soy. Ser
lo
que soy. Estoy cambiando, madre, aunque tú no quieras darte cuenta. No porque vaya a cumplir diecisiete años, sino porque ha ocurrido algo. Ha ocurrido
alguien
. Nunca como ahora había sentido que ya no soy un niño. Parece increíble, madre, pero creo haber encontrado a alguien que me comprende».
—¡Un zorro atropellado! ¡Está muy fresco! —exclama ella, exultante, y sus ojos brillan con picardía al añadir—: Pero tengo algo más. Algo vivo. Ha caído en las trampas del jardín.
Rosa ha pronunciado esta última frase como si anunciara algo portentoso. De pequeño, desde luego, se lo parecía. Le encantaba salir al jardín, desde el mismo momento en que su madre abría una a una las cerraduras de la puerta principal. Era algo estupendo, un instante de libertad del que gozaba al máximo.
Ahora, sencillamente, las cosas son distintas. Comenzando por él. No tiene los mismos gustos que hace diez años. Su madre no quiere darse cuenta.
—Claro —contesta para no herirla—, ¿qué es?
—¡Ven!
Rosa agarra la mano de su hijo y baja la escalera. Es un movimiento muchas veces repetido pero que hoy, por primera vez, a Abel le parece ridículo. Es bastante más alto que ella. Sus manos pálidas también son mucho más grandes.
Juntos atraviesan la segunda puerta, la que comunica con el hangar de la chimenea, y luego Abel espera con la paciencia de siempre a que su madre termine de hacer girarlas llaves.
Finalmente, el paso queda libre y ella le indica con mucho misterio:
—En la segunda jaula. A ver si te gusta.
La puntualización no era necesaria, porque todas las jaulas están vacías excepto una, en cuyo interior Abel distingue el cuerpecillo ensangrentado de una comadreja. El chico propina unos golpecitos sobre los barrotes y se vuelve hacia Rosa.
—Está muerta, madre —dice.
—¡No puede ser! Si acabo de meterla… —con el rostro descompuesto, observa el interior de la jaula. También ella golpea los barrotes—. Eh, tú, bicho, ¿para esto te he dado agua?
No hay duda: con agua o sin ella, la comadreja está muerta.