Abre el canal de conversación. La chica aparece en la lista de usuarios desconectados.
Tienen un extraño poder, las palabras. «Nunca más volveré a estar sola», «algo importante».
Abel siente ganas de hablar con ella, de explicarle que la quiere, que le gustaría ayudarla a resolver todos sus problemas. No esta noche, sino siempre, porque no soporta pensar que se siente triste. Le gustaría mirarla a los ojos y decirle: «Eres especial, Oscura, la persona más especial que he conocido nunca». Contarle que él ha experimentado muchas veces sentimientos parecidos, y es por eso que sabe que son almas gemelas, complementarias, que se necesitan para alcanzar la plenitud. Sabe todo eso desde la primera vez que leyó su bitácora, pero esta noche está deseando decírselo. A abrirle por completo su corazón.
Un cascabeleo anuncia un cambio en la lista de usuarios. Oscura aparece como conectada. Abel se lanza sobre el teclado. Con pulso rápido y manos temblonas de puro nerviosismo, escribe:
WEIRDO:
Bienvenida, Oscura. Quería decirte que estoy enamor…
—¿Qué tal, cariño? ¿Sigues trabajando?
Abel da un respingo.
¡Cómo detesta esa maldita costumbre de su madre de entrar sin llamar! Con un rápido movimiento del ratón, adelanta la pantalla donde la página web sigue incompleta. Rosa se sienta a los pies de la cama y contempla el ordenador con el ceño fruncido. El bolsillo derecho de su batín acolchado tintinea. Son las llaves, de las que nunca se separa.
—Aún no me has dicho qué quieres de regalo de cumpleaños —dice. Se le nota que no tiene sueño y sí muchas ganas de hablar.
Abel vacila. Piensa: «Sí te lo he dicho. Te he dicho que quiero salir». Tiene pendiente una conversación seria con su madre, pero este no es un buen momento. O puede que sí. El insomnio es una costumbre tan instalada en las noches de Rosa, que gran parte de sus charlas se han desarrollado en estos intermedios entre sueño y sueño. Decide intentarlo.
—Creo que ya imaginas lo que quiero —le dice—. Quiero que te pongas en mi lugar.
Rosa frunce los labios. Presiente lo que su hijo va a decirle —no es tonta— y no le hace ninguna gracia. Frunce los labios, contrariada.
—Necesito salir de aquí, madre.
Rosa menea la cabeza hacia ambos lados, sin mirar a los ojos de su hijo.
—Ya sabes que eso no puede ser, Abel —abre la boca, como si fuera a decir algo. Calla. Otro intento—: No eres como los demás y debes asumirlo.
Rosa le acaricia el pelo. Abel rehúye el contacto.
—Soy consciente de lo que soy, madre. Sé comportarme. No soy un peligro para nadie.
Rosa sonríe. Le observa con los ojos húmedos y la cabeza ladeada, igual que miraría a un niño de cuatro años que estuviera diciendo una tontería graciosa.
—No son los demás quienes me preocupan, ya lo sabes. Eres mucho más vulnerable de lo que crees, cielo. Necesitas que alguien cuide de ti —le acaricia el pelo, tiene la mirada húmeda—. Para eso tienes a tu madre.
—Puedo cuidar de mí mismo —dice, tajante—. Y tarde o temprano tendrás que dejar…
—Crees que sabes cuidarte porque aquí no te falta nada —le interrumpe Rosa, que es experta en desoír lo que no quiere escuchar—, porque me tienes a mí, que te proporciono todo lo que necesitas, porque has tenido una existencia cómoda. Pero ahí afuera todo es diferente. Te sorprenderías.
—Sé lo que hay ahí afuera.
Abel medita sus últimas palabras. Nunca, jamás, ante nadie, reconocería el terror que le provoca el mundo que se extiende más allá de los muros de su casa. Todo lo que sabe de él se limita a los tres metros que hay más allá del porche y al reducido jardín de la parte de atrás. Y a lo que ve por internet. La vida a través de la pantalla. Un mundo del que le protege un maldito cristal y que al mismo tiempo le atrae con una fuerza irresistible.
—No, mi amor, te equivocas. No tienes ni idea… —susurra Rosa, meliflua—, y no entiendo por qué de pronto te interesa saberlo. Siempre has sido feliz aquí, conmigo…
Rosa tiene razón. Antes le bastaba con asomarse a esa diminuta porción de universo que rodea su casa para saciar su curiosidad. Enseguida entraba de nuevo, deseoso de reencontrarse con lo conocido: el encanto de su carcelera y la comodidad de su prisión.
Fue de pronto, al cumplir los dieciséis, cuando empezó a nacer dentro de él una curiosidad, nueva. Reparó en detalles que nunca antes había visto: las luces de algunas casas titilando al otro lado del monte. La entrada casi fantasmal de Los Halcones. Por primera vez sintió deseos de cruzar el porche, dejar atrás la valla de la casa y caminar campo traviesa, más allá, mucho más allá del territorio que sus ojos eran capaces de abarcar. Pisotear los campos, sentir el universo entero sobre su cabeza, alcanzar la carretera que se vislumbraba, serpenteante, en la montaña y recorrerla para llegar a cualquier parte, sin importar adonde.
De modo que su madre esta vez tiene razón. No sabe nada del mundo exterior, salvo que la curiosidad que le inspira es muy superior al miedo que siente. Sabe bien cuál es el antídoto para eso, qué necesita: salir.
—No puedes esconderme toda la vida —dice.
—No te escondo —salta Rosa—. Solo te protejo.
Abel se da cuenta de que su madre está a punto de echarse a llorar y piensa que debe hablarle de otro modo. Si quiere conseguir algo, tendrá que ser por las buenas. Prueba otra estrategia. La verdad sin aditivos:
—Quiero estudiar música, madre.
—Pensaba que ya lo hacías por internet.
—Quiero ir a una escuela. Conocer gente.
Rosa niega con la cabeza de un modo cada vez más rotundo.
—Tú no puedes conocer gente.
—¿Por qué no? Podrías llevarme a Valdelobos y recogerme después. Hasta que pueda sacarme el permiso de conducir…
—¿El permiso de…? —una carcajada incrédula, que Abel encuentra ofensiva—. ¡Deja de decir tonterías, hijo!
Abel toma una decisión: basta por hoy. Se siente ofendido, humillado. No son tonterías, son intereses legítimos a su edad. Cualquier adolescente querría sacarse el carné de conducir.
«Claro», piensa; pero él no es un adolescente como los demás. Él es un monstruo.
Rosa se levanta.
—Piensa otra cosa, cariño. Algo que sí puedas hacer —le besa en la frente—. Me voy a la cama.
La última de las estrategias de su madre suele consistir en una huida sin respuestas. Rosa mira a su hijo con ojos ausentes.
—No quiero otra cosa —añade él—. Quiero estudiar música en Valdelobos.
Rosa ofrece la peor de las respuestas. La que no significa nada. Ni sí ni no. Ni la renuncia a la esperanza ni la celebración del éxito:
—Buenas noches.
Abel se levanta y corta el paso a Rosa.
—Madre, necesito que me dejes hacerlo. Es muy importante para mí —implora—. Por favor…
—Hay tantas cosas importantes… —susurra ella, cansada, ausente, ajena, indiferente a la enorme preocupación de su hijo.
Abel se queda en mitad del pasillo, observándola con ojos de incredulidad y tristeza. Se pregunta por qué su madre tiene tanto miedo de lo que pueda ocurrir que necesita disfrazarlo de instinto de protección. De un amor que renuncia a la libertad, ahogando poco a poco.
Rosa se da cuenta de las toneladas de tristeza que se esconden en los ojos de su hijo y se ve en la necesidad de añadir algo. Le agarra la cara entre las palmas calientes de sus manos y, una vez más, le habla como si fuera un niño de pocos años:
—Es un disparate, Abel, ¿no lo ves? Tú no eres como los demás, hijo, mentalízate. Además, ya tienes ese curso de internet, ¿no? Yo te lo pago, cueste lo que cueste.
«Cueste lo que cueste». El precio de la libertad.
Cuando su madre se retira, después de apagar la luz del pasillo, Abel regresa a su cuarto y cierra la puerta. Hace desaparecer de la pantalla la página de diseños web y de nuevo aflora el mensaje del canal de conversación. Oscura aparece como desconectada. En la pantalla principal, un vacío que recuerda a un campo de hielo. A un desierto. A una noche sin estrellas ni esperanza.
El reloj marca las 2:03. Hora de comenzar la maldita clase.
Abel revisa varias veces más a lo largo de la noche el canal de conversación y también el blog de Oscura. La última, a las 7:14. No hay cambios. Oscura no ha vuelto a aparecer por ninguna parte. Se pregunta qué estará haciendo.
Al final, ha conseguido concentrarse en el trabajo y las horas han sido más fructíferas de lo que pensaba.
A las 7:21 envía la página web terminada junto con la factura por sus servicios.
Abre la página de una operadora de telefonía y curiosea entre los distintos modelos de teléfonos celulares. Todos le parecen atractivos. Los hay caros y muy caros.
Cuando su madre se levanta, a la misma hora de siempre, es la cuarta vez que lo hace desde que se fue a dormir.
Abel desconecta el ordenador, apaga la luz, se quita las zapatillas y se mete en la cama.
Rosa, en bata y zapatillas, entra en el cuarto de su hijo, le arropa con las mantas, besa su mejilla áspera y susurra junto a su oído:
—Que descanses, cariño.
Se comporta como si la conversación de la noche anterior no hubiera tenido lugar.
Abel susurra, con poca convicción:
—Que tengas un buen día, madre.
Abel cierra los ojos. Rosa echa las seis llaves de las seis cerraduras. Doble vuelta.
A partir de este momento, nada de lo que ocurra en el mundo puede afectar a Abel.
Con las primeras luces del amanecer, las criaturas de la noche corren a esconderse.
Nada se parece más a la muerte que el sueño de un hematófago. Solo una cosa puede perturbarlo: la luz del sol.
Desde que cierra los ojos con el primer anuncio del amanecer hasta que vuelve abrirlos en la oscuridad de la noche, Abel no forma parte de este mundo. Su corazón late con una lentitud imposible, apenas respira, no hay actividad bajo sus párpados, sus músculos están paralizados. Tampoco sueña. Nunca.
Rosa comenzó a saberlo solo unas horas después del contagio. Su hijo durmió todo el día, sin despertar ni para comer. No la reclamó a su lado para que le diera la mano a través de los barrotes de la cuna, como hacía siempre. Eran cerca de las dos de la tarde cuando ella, asustada, decidió hacer algo. Comenzó a subir la persiana.
Fue una decisión fatal.
Nada más percibir el leve hilo de claridad filtrado a través de los cristales, el pequeño soltó un chillido largo y agudo. No era un llanto normal, sino un graznido espantoso. Rosa dejó caer la persiana, asustada. La habitación quedó de nuevo sumida en las tinieblas.
Tomó al pequeño en sus brazos y le acunó, como solía hacer las noches en que no podía dormir o cuando estaba enfermo. Necesitaba tenerle cerca, protegerle, convencerse de que no iba a ocurrir nada. Se aterrorizó nada más sentir el cuerpo de su hijito. Rígido, ardiente, duro como un muñeco de plástico. Le dejó de nuevo, desolada, y se sentó a velar su sueño, preguntándose qué debía hacer.
Llamó al trabajo para decir que estaba enferma. También telefoneó a Merche. Con ella fue más difícil que con el idiota de su jefe. Su amiga se ofreció a ayudarla a pesar de que ella le dijo una y otra vez que no era necesario. Hizo preguntas, prometió visitarlos por la tarde. No le quedó otro remedio que decirle cosas desagradables para que la dejara en paz. Merche no comprendió por qué su amiga le hablaba de aquel modo y se sintió muy herida. Pensó que no le correspondía a ella arreglar las cosas y desde ese día creció entre ambas una distancia que nunca más se repararía y que Merche nunca lograría comprender.
Rosa acababa de decidir que no le convenía la gente dispuesta a meter las narices en su vida.
—Tendremos que prescindir de todo el mundo —susurró, sentándose en la oscuridad del cuarto de Abel.
El osito de dormir de su hijo —de trapo, deforme y gastado— estaba en el suelo. Había sido expulsado de la cuna. Era la primera vez que Abel no lo necesitaba para conciliar el sueño. Peluches, pañales, pequeños juguetes musicales, un andador… Algo le decía que aquella escenografía pertenecía ya a otra vida. Durante las horas que faltaban para el anochecer, pensó mucho. Hizo planes.
En el mismo instante en que la noche borró del atardecer el último rastro de claridad, Abel abrió los ojos. Contempló a su madre durante unos segundos que se hicieron eternos. Antes de que ella pudiera levantarse y agarrarlo, él trepó por los barrotes y bajó de la cuna. Por primera vez, sin su ayuda. Caminó hacia Rosa con pasos firmes, que no recordaban en nada a su modo de caminar antes del contagio. Se detuvo ante ella y le acarició las mejillas con sus dos manitas ásperas y rechonchas. Un rugido anunció que Abel necesitaba su ración de comida. Rosa lo identificó al instante: le recordó a Arístides, al rato que pasaron en su casa, charlando. Le pareció que su hijo la miraba con avidez, como si quisiera comerla.