—Sí, mis gayumbos.
Oscura suelta otra carcajada.
—¿En serio?
—Es que no uso pañuelos.
—A ver, pruébalos.
Abel hace lo que le pide. Deja los calzoncillos sobre la cámara.
—Perfecto —dictamina Oscura—, no se ve nada. Así tiene que ser.
Abel retira la prenda rápidamente.
—¿Por qué no quieres verme?
—No tengo tiempo de explicártelo ahora, pero es mejor, hazme caso —Oscura mira el reloj en la esquina del ordenador—. Espera, voy a echar el pestillo. Ya casi es la hora.
La chica se levanta y desaparece del plano. Abel aprovecha para echar un vistazo a la habitación. No hay nada en ella que le parezca extraordinario: una cama cubierta por una colcha rosa, algunos libros, peluches, un marco con una fotografía (que no alcanza a ver), una silla llena de ropa, una alfombra redonda, una maqueta del
Halcón Milenario
… Parece la típica habitación de alguien de dieciséis años. No parece el cuarto de un ser peligroso, ni siquiera de un bicho raro.
—¿Te gusta
Star Wars
? —pregunta en cuanto ella reaparece.
—Ah, ¿lo dices por eso? —señala la nave de Han Solo, posada en el tercer anaquel—. Es de mi hermano. A veces duerme aquí.
Lo ha dicho con cara de fastidio, mientras corregía de nuevo la posición de la cámara. La imagen tiembla un poco antes de detenerse. En primer plano, Oscura, muy seria.
—¿Estás preparado? —pregunta otra vez.
—Claro. Cuando quieras.
—Oye, Weirdo… Si pasara algo… Si no nos volviéramos a ver… Quiero que sepas…
—No va a pasar nada. Y nos vamos a volver a ver —dice él, demasiado asustado por las palabras que escucha.
—Solo quería darte las gracias.
—Me las darás en persona.
—Ojalá.
—Seguro.
—Bien, ¿preparado? —pregunta ella por tercera vez, mirando el reloj. No espera respuesta para decir—: Ahora tienes que tapar la cámara y bajar el volumen de los altavoces.
Se apresura a hacerlo. Está listo.
Nunca en la vida se ha sentido más nervioso.
Antes de encontrarte odiaba mi vida,
era un laberinto sin una salida.
Antes de encontrarte no había futuro.
Solo noches largas y un dolor profundo.
Antes de encontrarte todo estaba oscuro.
La noche está en calma,
yo te necesito,
sueño cada noche
que escapo contigo.
Abel sigue las instrucciones al pie de la letra. Su imagen desaparece del recuadro inferior, oculta tras un telón negro.
Abel mira el reloj. Son las 21:14. Escucha a Oscura decir:
—Ya está todo. Ahora tengo que abrir la ventana.
Weirdo, con el corazón desbocado, se atreve a lanzar una pregunta osada:
—¿Me dices tu verdadero nombre?
—Me parece tan raro que aún no lo sepas… Me llamo Olivia.
«Olivia», repite Abel, encantado con la sonoridad de una palabra que, sin saberlo, ya era tan importante en su vida.
La chica vuelve a estar justo en mitad del plano, sentada en el suelo, sobre la alfombra. Mira hacia la ventana fijamente, como si algo llamara mucho su atención.
—Yo me llamo Abel —informa él.
—Abel… —repite ella, muy seria, con voz de sonámbula—. Tienes nombre del bueno de la historia.
A Abel le parece que hay un brillo diferente en sus ojos Es un cambio muy pequeño, pero perceptible.
—¿Has visto la Luna? —pregunta Oscura, con voz más apagada que la de hace un momento—. ¿No te parece preciosa? A mí me da mucho miedo.
—No puedo verla. Mi habitación no tiene ventanas.
Oscura cierra los ojos. Comienza a moverse con mucha lentitud adelante y atrás, como si se meciera al compás de una música que solo suena para ella. Adelante, atrás, adelante, atrás…
—La Luna me da mucho miedo, Abel… —susurra, cada vez más bajo—. No me dejes sola, por favor…
Abel no tiene tiempo de contestar. No puede decirle que no, que jamás la dejará sola. Que ahora que la ha encontrado, nunca va a dejarla escapar. Que no podría ni siquiera imaginar su vida sin ella. No tiene tiempo porque la verdadera coreografía, inesperada, abrupta, acaba de dar comienzo.
En las horas que lleva esperando este momento, Abel ha imaginado muchas cosas. Ahora ocurre algo que podía sospechar ni en la mejor de sus fantasías: la realidad supera la ficción con creces.
En el centro de la alfombra, Oscura comienza a desabrocharse los pantalones. Sus movimientos son naturales, sin afectación. Los mismos que haría si estuviera sola y se desnudara para meterse en la cama. Se quita la prenda y la deja en el suelo, a su lado.
—No te vayas, Abel —susurra Olivia en un aliento casi inaudible—, por favor, no dejes de mirarme.
Abel no podría dejar de mirarla aunque en este momento apareciera por la puerta de su dormitorio el mismísimo Arístides.
Ahora Olivia se quita el suéter de lana. Lleva una camiseta de manga corta, de color rosa. Se la quita también. La melena negra se desparrama sobre sus hombros casi desnudos.
Olivia echa las dos prendas al suelo. Lleva un sujetador blanco. Las braguitas son de color rosa. Tiene un cuerpo precioso. Todo en ella es precioso.
Abel se frota los ojos, suspira, se recuesta en la silla. Le cuesta trabajo respirar, pero procura que no se note. Como si Olivia estuviera atenta a algo que no fuera ella misma y esta especie de inconsciencia en la que parece haber caído.
Abel comienza a sentir que le palpitan las sienes cuando ella se quita el sujetador. Todavía se le nota la marca del biquini de un verano ya lejano, que el otoño casi ha borrado.
«Todo esto es como un sueño», piensa Abel, y se contra dice: «No, no, es mucho mejor que un sueño».
Olivia se contonea ligeramente para despojarse de la última prenda. Abel agradece no tener que hablar y que ella no pueda verle. Es la primera vez que ve a una chica desnuda. Ha visto otras, en sus largas noches de aburrimiento e internet, pero no parecían reales. Ninguna le ha provocado todos estos sentimientos que ahora se aglomeran en alguna parte de su corazón, o de su cabeza, o de su sexo… Está eufórico. Podría gritar, darle gracias a su suerte, a los dioses, a la vida de la que últimamente reniega. Podría, si ella no estuviera escuchando.
De pronto, Olivia deja de moverse, abre los ojos, dirige una mirada helada, como muerta, hacia él y acto seguido se desploma sobre la alfombra. Cae como un pájaro muerto, con un golpe seco.
Abel se levanta, asustado. La llamaría a gritos, pronunciaría sus dos nombres, pero recuerda las instrucciones:
«No debes decir nada, solo mirar».
Observa el hermoso cuerpo inerte. Tiene las piernas flexionadas, un brazo bajo la cadera, el otro extendido, la mano fuera del círculo de la alfombra, la melena cubriéndole la cara.
Oscura comienza a convulsionar. A moverse como la marioneta que acciona un demente. Una y otra vez, y otra… Adelante y atrás, adelante y atrás, con una violencia inusitada, inhumana. Adelante y atrás. A cada nueva sacudida, deja escapar un gemido de dolor. El llanto de la chica es el llanto de un cachorro desvalido.
Luego, sus extremidades adoptan una rigidez repentina, vuelven a su lugar, y el cuerpo comienza a retorcerse. Comienza a emitir otra clase de ruidos: gruñe, gime más fuerte, jadea. Poco a poco, el sonido deja de ser humano.
Abel comienza a comprender todo lo que leyó en el blog de Oscura. Aquella historia que le tenía atrapado como lo hacen las buenas novelas. Comprende el significado de la luna llena, de la soledad y el desasosiego de ella. Comprende que son mucho más almas gemelas de lo que se hubiera atrevido a desear.
Está en estas cavilaciones, intentando comprender y asimilar lo que ve, cuando de pronto Oscura se pone a cuatro patas de un salto. La cabeza gacha, el pelo sobre la cara rozando el suelo. Cuando levanta la cara, Abel siente que la sangre se le congela. Es como si su corazón hubiera dejado de latir un momento.
Lo que ocurre desde este momento resulta increíble incluso para alguien tan acostumbrado a lo inaudito como él.
Hola, Olivia:
Aún estoy temblando. Como me pediste que hiciera, te escribo para explicarte todo lo que he visto. A pesar de que ni siquiera ahora termino de creerlo.
Ha sido la influencia de la luna. En cuanto la has visto, te has transformado. Primero, parecías dormida. Luego, te has desmayado sobre la alfombra.
Has estado inconsciente apenas un minuto y te has despertado agitada, rugiendo, haciendo todo tipo de ruidos de bestia salvaje.
Luego te has puesto a cuatro patas. Aún conservabas tu cuerpo humano, pero tu cara había comenzado a transformarse. ¡Tenías las mejillas cubiertas de pelo de color marrón oscuro! No sé si «pelo» es la palabra adecuada. Primero era como una mancha, un momento después ya parecían las cerdas de un cepillo de dientes, luego se han ido transformando en un manto peludo y compacto, un pelaje adecuado para pasar las noches entre la nieve, a la intemperie. Crecía delante de mis ojos, a una velocidad increíble.
También me ha parecido que se te agrandaban los ojos. De pronto había desaparecido el color blanco y la pupila lo invadía todo. Y de tu boca empezaban a asomar unas fauces de grandes colmillos. En ese momento, aún no tenías tu forma definitiva. No eras loba ni humana. Eras un ser a medio transformar.
Luego, tu cuerpo ha comenzado a cambiar de verdad. Algunas partes (como las piernas o el trasero) han menguado. Otras, como los hombros, han crecido y se han hecho más robustas. El pelo ha terminado de invadir toda tu anatomía. Creo que en esta última etapa es cuando te ha crecido la cola (estaba tan impresionado que no sé si el orden será el correcto, perdona). Todo ocurría sin interrupción, a una velocidad imposible de asimilar.
Nada más completar tu forma de loba, has lanzado un aullido muy largo y muy triste. Creo que has mirado a la cámara, pero ya no eras tú. No había ni rastro de ti en esa mirada. No había memoria, ni comprensión, ni miedo. Te habías liberado de todas las emociones humanas.
Has dado algunas vueltas por el cuarto. No entiendo el comportamiento de los lobos, pero juraría que buscabas por dónde escapar. Lo importante es que te has parado a husmear tu ropa (amontonada en el suelo) como si te despertara mucho interés, como si reconocieras algo tuyo en ese montón de prendas.
Justo en ese momento han sonado los primeros golpes en la puerta. Te has asustado. Has soltado otro aullido, más corto y más desgarrador. Los golpes han cesado y se ha escuchado una voz (de hombre) gritando desde el otro lado:
—¡Ha entrado un lobo en la habitación de Olivia!
Llegado este momento, he subido el volumen de los altavoces para escuchar bien lo que ocurría (perdona, no te he hecho caso en este punto, pero ha sido el único). La voz de hombre ha preguntado:
—¡Olivia! ¿Estás bien? ¿Me oyes, hija?
Mientras, tu forma animal daba vueltas más deprisa. De pronto, has alzado la cabeza, como reparando en la luna y en la ventana abierta.
Demasiado tarde.
Tu padre (un señor muy grande, armado con una escopeta) ha entrado en la habitación rompiendo el pestillo. Alguien (una mujer) lanzaba gritos en alguna parte que yo no podía ver. Ha sido esa voz la que ha dicho:
—¡La niña no está! ¡Gracias a Dios!
Se te ha erizado todo el pelo del lomo al verlos. Has lanzado un gruñido aterrador, mostrando los colmillos enormes. Por un momento he pensado que ibas a atacar a tu propio padre, pero entonces ha ocurrido algo.
Cuando le has tenido frente a frente, él armado y tú rabiosa, ha habido un cruce de miradas entre vosotros. Igual pensarás que estoy loco, pero me ha parecido ver algo de ti en lo más profundo de esa mirada lobuna. Algo que te ha impedido matar al cazador que iba por ti. Y creo que a él le ha ocurrido lo mismo. Empuñaba la escopeta, pero no ha disparado. También él se ha quedado como congelado unos instantes. También él te ha mirado a los ojos y ha sido como si esa mirada le detuviera.
Tal vez esa mirada os ha salvado la vida a los dos. O puede que tenga demasiada imaginación. Bueno, será mejor que deje las especulaciones a un lado y termine de una vez de contarte lo ocurrido.
Un segundo después de lo que acabo de narrar, se ha roto el sortilegio. Tú has lanzado una dentellada al aire. Él, tu padre, el cazador, ha apretado el gatillo. Ha sonado un disparo y, a continuación, un aullido de dolor. El tiro ha hecho blanco en una de tus patas traseras.