Esta noche no hay luna llena (16 page)

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Authors: Care Santos

Tags: #Fantasía, Romantico

BOOK: Esta noche no hay luna llena
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—En fin, tú verás. Pero creo que te equivocas.

Rosa levanta la mirada del suelo y la clava en los ojos de su hijo. Es una mirada extraña y vacía, que da miedo. La mirada de alguien que hace mucho tiempo decidió que nunca sería feliz. La mirada de alguien que no es capaz de dejar que las cosas ocurran de otro modo porque ha hecho de su desdicha su religión.

Abel sabe que raras veces las palabras logran cambiarlas cosas, pero a pesar de todo se atreve a decir:

—Madre, deberías permitir que las cosas fueran de otra manera.

Rosa le corta, seca, rotunda:

—No me digas lo que debo hacer. Hace mucho que lo sé.

Acto seguido, se levanta y camina hacia la cocina, dando la conversación por terminada.

Si alguien le preguntara a Abel qué siente en este preciso momento, no sabría describirlo. Es una mezcla de rabia con tristeza con resignación con soledad con desprecio con odio y con años y años de aburrimiento acumulado. No cree que haya nadie en el mundo más desesperanzado que él.

Cuando cierra la puerta de su habitación, desea que el mundo desaparezca tras ella.

Treinta y uno

La noche transcurre lenta, insufrible. Su madre permanece en el salón, pensando, con la televisión apagada. Después, en medio del silencio denso, Abel escucha los pasos de Rosa bajar las escaleras. Es un movimiento nuevo, diferente a los de otros días. Los dos cerrojos se abren, luego los otros cuatro, la puerta chirría.

¿Su madre se marcha? ¿A estas horas?

No. No le llega el ruido del motor del coche. Más bien debe de haber salido a tomar un poco el aire, a tranquilizarse. No lo hace muy a menudo, pero no es tan raro.

Abel se esfuerza por volver a sus cosas, pese a la inquietud, fingiendo normalidad, cuando escucha de nuevo pasos precipitados. Su madre sube la escalera. Ha dejado la puerta abierta (no ha oído los cerrojos), va directa al cuarto de los trastos, remueve las cosas de un armario, sale de nuevo precipitadamente. Al pasar junto a la habitación de Abel, exclama con voz nerviosa:

—Hijo, hay un lobo ahí afuera.

Abel se levanta de un salto. Su corazón ha triplicado sus pulsaciones en menos de un segundo. Sale al pasillo a tiempo de ver a su madre con una escopeta en las manos, bajando la escalera a gran velocidad. Corre tras ella, con el corazón a punto de estallar.

Recuerda unas palabras que le escribió Oscura en el chat: «Suelo pensar que echo a correr y llego hasta tu casa».

Entonces le dijo que deseaba que lo hiciera. Ahora maldice que pueda haberlo hecho.

Rosa sale al jardín con el arma en ristre, mirando a todos lados, como un cazador histérico. Atraviesa la cancela de entrada y sus pasos crujen en la gravilla del camino. Dice para sí misma:

—Debí poner trampas más allá del muro. Ahora le habríamos cazado.

Abel se alegra de que no existan esas trampas. Olisquea el aire frío de la noche, en busca de rastros del cuadrúpedo al que persigue su madre. Un olor acre inconfundible llega hasta sus fosas nasales. Es sangre. No hay duda de que hay un animal herido merodeando la casa. Si pudiera salir al camino, allí donde su madre escruta la oscuridad, tal vez sus ojos de criatura nocturna serían capaces de verlo. Pero cuando intenta rebasar la vega de hierro, su madre le impide el paso:

—Ni se te ocurra salir. Estos bichos son muy peligrosos —grita muy nerviosa.

Abel no se mueve. Desde aquí puede ver varios metros del camino de gravilla y un primer tramo de bosque.

Distingue un par de ratones que corretean entre el follaje y un búho mudo encaramado a una rama alta. Nada más. Aunque el olor de la sangre le indica que la presa no está lejos.

Rosa achina los ojos, se carga de espaldas, sujeta la escopeta con las dos manos cruzándola sobre el pecho, da vueltas sobre sí misma, como si en cualquier momento una gran bestia fuera a saltar sobre ella. Se comporta como el protagonista de una película de acción. Resulta un poco cómica, pero Abel no está para bromas.

Suena un susurro entre el follaje. Rosa se vuelve de pronto, le parece que ve algo y dispara tres veces. Los disparos resuenan en la amplitud de la noche.

—¡No dispares! —grita Abel, y se precipita sobre su madre con tanto ímpetu que la hace caer.

Rosa se retuerce, no comprende la reacción de su hijo.

—¡Déjame! ¿Qué estás haciendo? —brama.

El olor de la sangre fresca es ahora más intenso, pero Abel sabe dominarse. Por primera vez, las emociones pueden más que su instinto de animal hambriento.

Desde esta nueva posición horizontal, más allá de la verja de entrada, Abel ve un par de ojos brillantes que le observan escondidos entre la espesura. Ve en ellos mucho más de lo que comprende: ve terror. Ve súplica. Ve deseo. Escucha un breve aullido de dolor. Es una loba parda, de mediano tamaño e inusitada belleza. Ágil a pesar de la herida que la hace cojear. La ve salir de su escondrijo y escabullirse en la espesura de la noche.

—¿Lo ves? —exclama ella, maldiciendo su mala suerte—. ¡Era un lobo! ¡Hubieras tenido comida para dos días! ¡Mierda!

Abel ayuda a su madre a levantarse. Rosa se sacude la ropa. Encañonando el arma, sale al camino y observa en todas direcciones, nada dispuesta a darse por vencida.

—No importa, madre —dice él—. Ya te he dicho que no tengo hambre.

—¿Se puede saber qué te pasa? ¡Estaba frente a nuestras narices! ¡Le teníamos a tiro!

—No quiero comer lobo, madre. Eso es todo.

—¿No quieres? ¡Ah, no me digas! —hay un tono de desprecio en la voz demasiado alta de Rosa—. ¿Vas a hacerte vegetariano?

Abel frunce el ceño. Le molesta la ironía de su madre.

—Ojalá pudiera —masculla.

Entran de nuevo en la casa. Abel aguarda mientras su madre echa los cuatro cerrojos de la entrada principal. El encuentro con la loba le ha dejado trastornado. No puede apartar de su mente esos ojos, esa mirada de brillo casi humano, inteligente.

Aunque hay varios indicios que le llevan a creer que su sospecha es imposible: ya no hay luna llena, Oscura se transformó hace ya muchas horas y, además, Benjamín asegura que esta noche acudirá al bar donde, de algún modo, se han citado. No, es imposible que ese animal fuera ella. Es solo su deseo de encontrarla el que le empuja.

Su madre sigue insistiendo.

—¿Piensas explicarme qué está pasando? Estás rarísimo —dice.

—No pasa nada, madre.

Y ante la mirada inquisitorial de ella, que se ha detenido junto a la segunda puerta con los brazos en jarras y el pelo revuelto, añade:

—He decidido cambiar.

—¿Cambiar?

—Intentarlo, al menos.

—¿Cambiar cómo?

—No quiero que el instinto me domine.

Rosa suelta una carcajada larga, hiriente, antes de comenzar a subir los escalones. Su voz resuena como un eco en el techo de la escalera cuando dice:

—Muy bien, hijo. Si lo consigues, serás el único ser vivo del planeta que logra sobreponerse a sus instintos. No dejes de avisarme, por favor.

Treinta y dos

Abel está en lo cierto: puede cambiar.

Hay un momento en la vida en el que aún estamos a tiempo. Aún tenemos la posibilidad de elegir aquello en lo que vamos a convertirnos. Lo que deseamos ser. Abel está en ese momento crucial de la vida: tiene diecisiete años.

El chupasangre que desea cambiar espera ahora a que su madre se duerma. No apaga el ordenador. Deja la luz de su habitación encendida a propósito. Cierra la puerta. Alinea los zapatos junto a su mochila, en el pasillo. Camina en calcetines sobre las baldosas, para no hacer ruido. Mira a su madre desde el umbral.

Rosa tiene la tele puesta, una revista abierta sobre el pecho, las gafas a punto de caer de la punta de su nariz y la bata abrochada.

Abel se acerca al lecho donde se ha dormido sin esperarlo. La examina con prudencia, calcula las distancias. Solo unos centímetros le separan de las llaves, pero sabe que no va a ser un objetivo fácil. Un objetivo ruidoso siempre es un riesgo. Y del llavero cuelgan unas diez piezas, cada una con su propia banda sonora. Toma aire reúne fuerzas. Se atreve.

Se sitúa junto a la cama. Su brazo describe una parábola y su mano, como una pinza, se abalanza sobre el llavero y las diez minúsculas ruidosas. Casi lo ha conseguido, pero un segundo después tiene que echarse atrás.

Su madre se remueve en la cama. Las gafas resbalan y le caen sobre la boca, provocándole un sobresalto que amenaza con despertarla. Por suerte, Abel ha sido rápido y sigiloso. Ha salido antes de ser visto, ha recogido sus cosas y se ha refugiado en su cuarto, a la espera de la segunda oportunidad.

El corazón le late en la garganta.

Antes de volver a intentarlo, ha tenido que pasar una hora y media. Para aprovechar el tiempo, y también porque la ansiedad le devora, inspecciona de nuevo su mochila. Añade un bote de alcohol y otro de yodo, y algunas vendas. Si encuentra a Olivia va a necesitarlos, porque sabe que está herida.

Encontrarla. Puede que esa posibilidad sea una quimera; que el cazador ya se haya cobrado su pieza. Que sea verdad que es la novia de otro, y que él se disponga a hacer el primer y mayor ridículo de su vida. Aunque algo en su interior se niega a creer que todas las palabras de ella en el chat fueran una mentira. Le resulta mucho más fácil pensar que quien miente es Benjamín, por alguna razón que no alcanza a comprender.

Conclusión: aunque esta noche fuera la última, valdría la pena ir tras ella.

Son más de las cuatro cuando sale de nuevo de su cuarto. En esta ocasión tiene más suerte. Su madre se ha quitado la bata y la ha dejado sobre la colcha, como si fuera una manta. Sin embargo, la televisión está apagada y el silencio es profundo, absoluto. Tiene a favor la luna menguante, que alumbra en mitad del cielo nocturno y parece querer ayudarle, y su desarrollada visión nocturna (una gran ayuda, por segunda vez en la misma noche). En contra, los rugidos feroces de su estómago vacío.

Entra en la habitación deslizándose sobre las baldosas. Como antes, se acerca a la cama y aguarda. La respiración de su madre es acompasada, calmosa. No hay revistas ni gafas que estorben. El único riesgo es el insomnio, esos despertares abruptos de Rosa, que pueden ocurrir en cualquier momento. Y que de hecho ocurren —lo sabe bien— varias veces todas las madrugadas.

El bolsillo derecho de la bata está mucho más abultado que el otro. Ahí está su objetivo.

Calibra sus posibilidades. Cuenta hasta diez mentalmente, para infundirse valor. Al fin se lanza. Su mano entra limpiamente en el bolsillo, agarra el llavero y todo su contenido como si fuera un ovillo y cierra el puño con tanta fuerza que se lastima los dedos, pero no le importa. El tacto frío de las piezas de hierro le envalentona y le asusta. Tiene en su mano la libertad con la que lleva tanto tiempo soñando. El mundo entero en un puño.

Comprende que ahora no puede volverse atrás. Su madre se revuelve un poco, busca instintivamente su bata para arroparse con ella. Abel sabe que no tardará en despertar. Que no tiene mucho tiempo.

De modo que sale a toda prisa por el pasillo y recoge los zapatos. Casi trastabilla por la escalera, debido a los nervios. Alcanza la puerta. Enciende la luz. Se vuelve a toda prisa. Ha creído ver a alguien observándole. Es el miedo. Si su madre le descubre ahora, se pondrá hecha una furia y le obligará a volver a su cuarto. Todo habrá sido en vano. Un riesgo inútil.

Se queda paralizado al observar las cerraduras de la puerta interior. ¿Qué llave corresponde a cada una? Muchas llaves, dos cerraduras, una probabilidad entre varias de acertar a la primera. Infinitos intentos (contando los nervios y las repeticiones). No hay tiempo que perder.

Comienza a intentarlo sin ningún orden, sin ninguna precaución. Le parece que introduce varias veces la misma pieza en la misma hendidura. Tarda una infinidad en dar con la primera. Luego, vuelve a la carga con la segunda. Hasta que la puerta se abre y conquista el vestíbulo de la chimenea y se encara a la puerta de entrada, el acceso a otro mundo, al único verdadero. Le parece que oye ruido arriba y maldice su suerte. Le tiembla el pulso cuando elige otra llave, una cualquiera. Piensa:«Debería separar las que ya he utilizado». Pero no lo hace hasta más tarde, está demasiado nervioso para seguir ningún método.

Da con la tercera llave al sexto intento y luego todo parece más fácil. La ley de probabilidades le ayuda. De pronto, la última cerradura cede con suma facilidad y la puerta se abre. El frío de la noche le golpea la cara. La luna le recibe, impasible. Una brisa ligera mece las copas de los árboles más altos, que susurran una canción misteriosa.

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