Abel se sienta tras los números en llamas, sonríe a la cámara, se prepara, sopla. Las llamas se apagan de una vez, barridas por su aliento de gigante. Hipólito aplaude, Rosa no deja de hacer fotos. Todas sin flash, claro. Luego se acerca y le besa en la frente. Le pide a su amigo:
—Tómanos una juntos, por favor.
El abrazo que hay que legar a la posteridad es breve pero sincero. Tiene una belleza ingenua y feroz que cualquiera percibe, incluso el improvisado fotógrafo.
Cuando Rosa procede a cortar el pastel en varias porciones, Abel dice:
—Yo también tengo algo para ti, madre.
—¿Para mí? —se extraña ella, y deja la pala de servir congelada en mitad del vacío—. ¿Y por qué?
—Celebras que tu hijo ya tiene diecisiete años. El año que viene seré mayor de edad.
—Ya sabes que eso no… —comienza Rosa con la misma monserga de siempre, que suele terminar con un «En esta casa la mayoría de edad no tienen ningún valor Tu siempre serás mi bebé».
—Toma —la corta Abel depositando en sus manos un sobre que acaba de sacarse del bolsillo trasero de los pantalones.
—¿Qué es?
Rosa frunce el ceño y abre la boca en una expresión de desconcierto. No puede —no sabe— disimular su enorme sorpresa. Mira a Hipólito, como buscando respuestas a sus preguntas, y solo encuentra un rostro sonriente y un gesto que la anima a abrir el sobre.
—Nunca me habías hecho ningún regalo… —le dice a su hijo.
—Pues ya iba siendo hora —ríe él, y al hacerlo intercambia con Hipólito una mirada de complicidad que escama a su madre.
Rosa comienza a creer que entre Hipólito y su hijo hay demasiada camaradería. Que esto ha sido cosa de los dos.
Abre el sobre con el ceño fruncido. De su interior extrae una hoja de papel. Reconoce de inmediato el logotipo de una compañía aérea. Su nombre. El de Hipólito. Una fecha que no está muy lejana. Y el nombre de una ciudad: París.
—Siempre has dicho que te gustaría conocer París —dice Abel conteniendo la emoción.
Rosa suelta una risotada amarga. Una risotada que duele.
—Pero ¿cómo se te ocurre…? —agita el billete en el aire. Lo mira otra vez, con la expresión triste de quien deja escapar un sueño mil veces acariciado. Se lleva una mano a la frente—: Cariño, yo no puedo viajar.
—Claro que puedes —afirma Abel, mirando de nuevo a Hipólito en busca de auxilio—. Pídele vacaciones al déspota de tu jefe y ya está. Poli me ha dicho que te debe días de vacaciones. No hay nada que te detenga, incluso te he buscado compañía. ¡Cómete París, madre!
La mirada de Rosa congela el ambiente.
—¿Os habéis puesto de acuerdo? —pregunta entornando los ojos. Sus pupilas van y vienen de uno a otro: de Hipólito a Abel, de Abel a Hipólito, en busca de una respuesta que no está dispuesta a escuchar. Finalmente, se detiene en su amigo y le espeta—: Tú le has ayudado, claro.
—Me pidió consejo y yo se lo di —se defiende el hombre—. Me pareció una magnífica idea.
—¡No me lo puedo creer! ¿Os habéis vuelto locos?
Rosa suelta las hojas sobre el mantel de hilo, pone los brazos en jarras, los mira resollando, sin encontrar las palabras que ayuden a expresar su desazón.
—No te preocupes tanto, madre. No tienes que estar pendiente de mí a todas horas. No necesito niñera.
Hipólito asiente y añade:
—El chico tiene razón. Déjale demostrártelo. Sabrá cuidarse durante tres días.
Rosa boquea como un pez recién sacado del agua. Ahora sus ojos se centran en el bueno de Hipólito y parecen a punto de estallar de rabia.
—Qué sabes tú, si nunca has tenido hijos… —le lanza a su amigo con amargura. Luego le toca el turno a Abel—: Y tú… Tú crees que puedes prescindir de mí, pero te equivocas. Sin mí te morirías de hambre. O te mataría el primero que se tropezara contigo. ¿Es eso lo que quieres?
Ninguno de los dos contesta.
Rosa no puede creer lo que ocurre. Su único amigo y su hijo, aliados para contradecirla, para restarle importancia a las reglas que rigen con mano de hierro su existencia desde hace tantos años. Peor: imponiendo normas en su propia casa.
—Hipólito, podía esperar una tontería como esta de un mocoso como Abel, pero de ti… de ti… ¡Ni siquiera sé cómo calificarte! ¡Eres un descerebrado si crees que puedo ir contigo a París dejándole aquí solo!
Hipólito es de esas personas que nunca pierden los nervios, que siempre encuentran el modo de hablar pausado, sin alterarse. Esta vez no es una excepción. Sin levantar la voz, agarra la mano de Rosa y susurra:
—Creo que estás sacando las cosas de quicio, Rosa, cariño. Siéntate y hablamos del asunto con tranquili…
—¡No iré a ninguna parte! ¡Yo no puedo marcharme de aquí! ¡Mi sitio está junto a mi hijo! —en un ataque de furia, Rosa hace trizas los billetes de avión. Los pedazos caen al suelo—. ¡Y no hay nada, absolutamente nada más que hablar!
Sale del salón hecha una furia, se encierra en el baño y echa el pestillo dando un golpe. Los dos hombres se miran estupefactos, cada uno desde su lado de la mesa. A los dos les parece que las llamitas de las velas rojas tiemblan por lo que acaba de pasar.
Rosa solo le habló de su padre una vez, el día en que cumplió trece años. Ni siquiera quiso decirle su nombre.
—Se marchó antes de que nacieras —le explicó—. No llegó a conocerte.
Abel quiso saber por qué. Rosa se encogió de hombros.
—No quería hijos. Se enfadó mucho cuando me quedé embarazada.
Abel no entendía aquellas complicaciones de adultos. Visto desde el punto de vista de los mayores, el mundo le parecía a menudo un lugar complicado y feo. A los trece años es difícil comprender a un padre que no quiere conocerte o que no desea siquiera tu existencia.
—Yo deseaba tenerte más que nada en el mundo —añadió Rosa acariciándole el pelo, como solía—. Le tenía mucho miedo a la soledad.
No nos gusta reconocerlo, pero el miedo nos lleva a hacer muchas más cosas de las que imaginamos. A veces, cosas muy importantes.
—¿Y nunca volviste a saber de él?
—No.
Rosa se quedó pensativa, sus ojos se llenaron de lágrimas, le agarró la mano.
—Toda la gente a la que he querido ha terminado abandonándome: mi padre, mi madre, mi hermana, tu padre…
Abel se sintió incómodo. Le habría gustado cambiar de conversación, apartar la mano, huir de aquellas palabras que le señalaban como de una casa que se está quemando.
Su madre se limpió las lágrimas con el dorso de la mano libre y esbozó una sonrisa que le salió muy triste.
Abel guardó silencio. Se abrazó a su madre. Le prometió que él nunca la abandonaría. Nunca, pasara lo que pasara. Jamás.
—Lo sé, cariño, lo sé. Por eso necesitaba tener un hijo —concluyó ella.
La noche de su cumpleaños resulta un infierno. De Oscura, ni rastro.
Rosa, encerrada en su habitación, sin querer ver a nadie.
Hipólito, esperando la ocasión para disculparse con ella («¿Disculparte de qué?», le ha preguntado Abel, y el hombre se ha encogido de hombros), pero prisionero de esta casa de la que no se puede salir sin abrir seis cerraduras (por supuesto, las llaves están donde siempre: en el bolsillo derecho del batín de Rosa).
La guitarra, en un rincón, muda y tan estupefacta como su propietario.
Para entretenerse, Abel recoge las trizas del papel que ha desgarrado su madre y las pega con cinta adhesiva, como si estuviera armando un rompecabezas.
Hipólito y Abel, abandonados en el salón, hablan de música, de viajes, de trabajo. Bajito, para que Rosa no se enfurezca al oírlos.
Hipólito le cuenta a Abel lo especial que es su madre. Abel le cuenta lo mucho que desea —que necesita— salir al exterior. Le dice que se siente atrapado, que a ratos se deprime y piensa que la vida no merece la pena. Son dos amigos sincerándose el uno con el otro, sin que la diferencia de edad sea un obstáculo entre ellos.
Abel se pasa toda la noche reprimiéndose las ganas de hablarle a Hipólito de Oscura. También será la primera vez que le hable a alguien de una chica, y necesita reunir el valor necesario para hacerlo.
Es Hipólito quien confiesa, a media voz, cerca de las tres de la mañana:
—Me gusta tu madre, chaval. Me gusta mucho. Pero creo que ella no se da cuenta y me da miedo decírselo.
Abel sonríe.
—No me extraña —dice—. A mí también me daría.
—¿Tú crees que tengo alguna posibilidad?
Abel se encoge de hombros. Observa las dos velas a punto de apagarse, consumidas. Observa la botella de whisky que Rosa dejó sobre la mesa al principio de la velada. Observa el poso que el café ha dejado en el fondo de la taza del invitado.
—Ojalá la tuvieras. Formáis una buena pareja.
Hipólito se emociona. Se le humedecen los ojos. Le agarra el hombro y le zarandea suavemente, en un gesto de camarada.
—Gracias, chaval. Me gusta tener tu bendición.
Hipólito no ha tenido hijos, es cierto, pero es un hombre sabio. Ha visto mucho de la vida y ha aprendido a esperar su oportunidad. Solo que no esperaba tropezar con un hueso tan duro de roer como Rosa.
—Yo no pienso darme por vencido.
—Me alegro. Yo estoy de tu parte.
Hipólito brinda por ello. Bebe dos buenos tragos de whisky. Tiene pintada en la cara una sombra de esperanza, que se confunde con la tristeza. A ambos les gustaría que las cosas fueran diferentes.
—Deberías decírselo —propone Abel. Hipólito le mira de hito en hito, sopesa la respuesta—. A las mujeres les gustan los valientes capaces de desconcertarlas.
—¿Tú crees?
—Claro.
El gesto de suficiencia con que Abel acompaña estas últimas palabras alerta al compañero de mesa. Acaban de intercambiar los papeles. Y ambos se dan cuenta.
—Te vas a echar a reír, pero… nunca me he declarado a una mujer.
Abel, en efecto, se echa a reír.
—¿En serio?
—En serio. Cada vez que sentí tentaciones de hacerlo, me frenó el pánico. Pensé que ellas echarían a correr, asustadas por mi torpeza. Que no volvería a verlas.
Abel sigue riendo.
—¿Tú te has declarado? —pregunta Hipólito.
—Sí.
—¡Lo sabía! —Hipólito golpea la mesa y los platos cantan—. ¿Y qué tal?
—Ha desaparecido. Igual es eso que dices.
—¡No fastidies! ¿En serio?
—En serio.
Hipólito pone cara de gran catástrofe. Abel ríe:
—Eres la primera persona a quien se lo cuento. Si se lo explicas a mi madre, te como para cenar.
Hipólito no puede parar de reír ante la ocurrencia del chico. Tal vez sean los nervios por lo que acaba de contarle, o tal vez la propia situación, que es un poco anómala, inesperada.
A las cinco y media de la madrugada, Rosa se levanta para ir al baño y encuentra en su salón a dos camaradas compinchados en temas de amor y estrategia. Aprovecha para decirle a Hipólito que se marche, abre los seis cerrojos y le deja ir sin siquiera despedirse.
Tras cerrar de nuevo, después de subir la escalera como si fuera la cuesta del cielo, se detiene en el rellano, frente al salón, para espetarle a su hijo:
—Estarás contento. Me has estropeado la celebración.
Ya en su habitación, con la puerta cerrada y la luz tenue, Abel piensa: «Menos mal que tengo la música».
Surgió de pronto en su cabeza, sin más. Sus pensamientos nunca son silenciosos.