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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (67 page)

BOOK: Excalibur
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—¡Apuntalaos! —gritó Arturo, y doblamos las rodillas para recibir el impacto de los escudos. El enemigo se encontraba a doce pasos, a diez, y a punto de cargar cuando Arturo gritó de nuevo—. ¡Ahora! —y su voz detuvo el avance del enemigo pues no sabían lo que podía significar; entonces, Mordred les ordenó que mataran y, por fin, avanzaron sobre nosotros.

Perdí la lanza al chocar contra un escudo. Entonces blandí a Hywelbane, que había dejado clavada en la arena delante de mí. Un instante después, los escudos de Mordred chocaron contra los nuestros y una espada corta se agitó por encima de mi cabeza. Se me llenaron los oídos de ruido al recibir un golpe en el yelmo en el momento en que clavaba a Hywelbane por debajo del escudo en la pierna de mi enemigo. Noté que la hoja hacía presa, la retorcí con fuerza y el hombre al que acababa de dejar tullido se tambaleó. Retrocedió encogido, pero aún de pie. Bajo el abollado casco de hierro asomaban sus rizos morenos, y el hombre me escupía mientras yo levantaba a Hywelbane por debajo del escudo. Detuve una estocada salvaje de su espada corta y luego le descargué la mía en la cabeza. Se desplomó en la arena.

—¡Delante de mí! —grité al que tenía detrás, y con su lanza remató al contrincante que, de haber tenido ocasión, me habría hundido el acero en las entrañas; entonces oí gritos de dolor o de alarma y miré hacia la izquierda, aunque las espadas y las hachas me dificultaban la visión, y vi unos grandes montones de maderos ardientes que avanzaban por encima de nuestras cabezas hacia las líneas enemigas. Arturo había recurrido a la pira como arma, y su última orden antes de que las barreras entrechocaran había sido para que los hombres que estaban cerca de la pira agarraran los troncos por el extremo que aún no ardía y los arrojaran sobre las filas de Mordred. Los lanceros enemigos retrocedieron instintivamente ante las llamas y Arturo dirigió a los nuestros por la brecha que abrieron.

—¡Abrid paso! —gritó una voz a mi espalda, y miré a un lado al tiempo que un lancero corría entre nuestras filas portando un haz enorme de madera ardiendo. Lo arrojó a la cara del enemigo, el cual abrió filas para evitar las llamas y nosotros saltamos al hueco que quedó. El fuego nos chamuscaba las barbas mientras golpeábamos y cortábamos. Por encima de nuestras cabezas volaban las ramas incendiarias. El enemigo que tenía más cerca se había hecho a un lado para alejarse del fuego y dejó abierto el flanco a mi compañero; oí el crujir de sus costillas al impacto de la lanza y vi la sangre que se le acumulaba en los labios mientras caía al suelo. Había llegado a la segunda fila enemiga; el madero caído me quemaba la pierna pero convertí el dolor en rabia y clavé a Hywelbane a un contrario en el rostro. Los que venían detrás de mí echaron arena al fuego con el pie al tiempo que avanzaban empujándome hasta la tercera fila. No tenía sitio para blandir la espada, pues me quedé pegado, escudo contra escudo, a un hombre que maldecía y me escupía mientras se esforzaba en pasar la espada por encima de mi escudo. Una lanza apareció por encima de mi hombro, golpeó en la mejilla al que maldecía y la presión de su escudo cedió entonces lo justo para que yo pudiera levantar a Hywelbane. Después, mucho después, recordé que gritaba incoherencias lleno rabia mientras hundía a aquel hombre en el suelo a golpes. Se había apoderado de nosotros la locura de la batalla, el desatino desesperado de hombres en lucha atrapados en un espacio reducido, pero fue el enemigo el que inició la retirada. La rabia se tornó horror y luchamos como dioses. El sol brillaba sobre el monte del oeste.

—¡Escudos! ¡Escudos! ¡Escudos! —aullaba Sagramor, recordándonos que mantuviéramos la formación, y mi compañero de la diestra trabó su escudo con el mío, sonrió y atacó con la lanza. Una espada enemiga tomó impulso para descargarme un golpe mortal, salí con Hywelbane al encuentro de la muñeca de mi rival y se la rebané como si sus huesos fueran juncos. La espada voló hasta nuestras filas de retaguardia con una mano ensangrentada aferrada al pomo todavía. El hombre que tenía a la izquierda cayó con una lanza enemiga clavada en el vientre, pero enseguida el de la segunda fila ocupó su puesto y, con un potente juramento, embistió contra el escudo del contrario y asestó un golpe con la espada.

Otro tronco ardiente voló bajo por encima de nosotros y cayó sobre dos enemigos, que se separaron al punto. Asaltamos la nueva brecha y entonces sólo vimos arena ante nosotros.

—¡Cerrad filas! ¡Cerrad filas! —grité. El enemigo se rendía. Todos los de su primera fila habían perecido o estaban heridos, los de la segunda agonizaban y los de retaguardia eran los menos dispuestos a luchar y, por tanto, los más fáciles de matar. En las filas de retaguardia se agazapan los duchos en violaciones y los despiertos para el saqueo, pero jamás se habían enfrentado a una barrera de escudos de soldados aguerridos. ¡Y qué masacre llevamos a cabo entonces! La barrera enemiga se deshacía, corroída por el fuego y el miedo, y nosotros cantábamos a voces un canto de victoria. Tropecé con un cuerpo, caí hacia adelante y rodé con el escudo en la cara. Una espada me golpeó el escudo con un estruendo ensordecedor y, de pronto, Sagramor se plantó delante de mí y un lancero me levantó.

—¿Herido? —me preguntó.

—No.

El lancero siguió adelante. Me detuve a mirar dónde hacían falta refuerzos en nuestras líneas, pero en todas partes había al menos tres hombres y las tres filas avanzaban demoledoramente sobre los despojos de un enemigo acabado. Los hombres gruñían sin dejar de esgrimir las armas, cortando y hundiendo las hojas en el cuerpo del enemigo. Tal es la seductora gloria de la batalla, la pura euforia de destrozar una barrera de escudos y saciar la espada en el odiado enemigo. Miré a Arturo, un hombre amable como ninguno, y no percibí sino júbilo en su mirada. Galahad, que afirmaba diariamente que podía obedecer el mandamiento de Cristo de amar a todos los hombres, mataba en esos momentos con una eficacia terrible. Culhwch aullaba insultos. Había soltado el escudo para manejar su pesada lanza con ambas manos. Gwydre enseñaba los dientes, detrás de los protectores de las mejillas, y Taliesin cantaba y remataba a los enemigos heridos que íbamos dejando a nuestro paso. No se obtiene la victoria en la barrera de escudos mostrando sensibilidad o moderación sino dejándose llevar por el torrente divino de una locura clamorosa.

Y el enemigo no pudo contener nuestra locura, de modo que huyó a la desbandada. Mordred trató de detener a sus hombres, pero no estaban dispuestos a quedarse allí por él y hubo de huir tras ellos hacia la fortificación. Algunos de los nuestros, dominados todavía por la furia de la batalla, iniciaron la persecución pero Sagramor los hizo volver. Había recibido una herida en el hombro del escudo y, tras rechazar todas nuestras tentativas de ayudarlo, gritó a sus hombres que abandonaran la persecución. No nos atrevimos a seguirlos aunque estaban vencidos, pues habríamos llegado a la parte más ancha de la lengua de tierra, donde podían rodearnos con facilidad. Nos quedamos, pues, en el campo de batalla escarneciendo al enemigo y llamándolo cobarde.

Una gaviota picoteaba los ojos de un muerto. Busqué la
Prydwen
con la mirada y la hallé con la proa hacia nosotros, flotando libremente lejos del amarradero, aunque el viento suave apenas hinchaba su refulgente vela; pero la nave se movía y el color de la vela se reflejaba temblorosamente en el agua cristalina.

Mordred vio la embarcación y el gran oso de la vela y comprendió que su enemigo podría escapar por mar, de modo que ordenó a sus hombres a voces que formaran de nuevo la barrera de escudos. No dejaban de llegar refuerzos, y entre los últimos en llegar había hombres de Nimue, pues vi tomar posiciones a dos Escudos Sangrientos en la nueva barrera de escudos que se preparaba para el asalto siguiente.

Volvimos al punto en el que habíamos empezado y formamos sobre la arena empapada de sangre, delante de la pira que nos había ayudado a ganar el primer combate. Los cuerpos de nuestras cuatro primeras bajas habían ardido sólo a medias y sus rostros ahumados nos sonreían macabramente enseñando dientes descoloridos entre consumidos labios. Dejamos a los enemigos muertos donde estaban para que obstaculizaran el camino a los vivos, pero retiramos a los nuestros y los amontonamos al lado de la pira. Teníamos dieciséis bajas y una veintena de heridos de gravedad, pero aún éramos suficientes para formar una barrera de escudos, aún podíamos luchar.

Taliesin cantaba. Nos ofreció su propia versión de Mynydd Baddon y, al ritmo severo de la canción, trabamos los escudos una vez más. Las hojas de nuestras espadas y lanzas estaban desafiladas y cubiertas de sangre, mientras que el enemigo contaba con hombres de refresco, pero nos acercamos a ellos con animosa algarabía. La
Prydwen
apenas se movía. Semejaba un barco posado sobre un espejo, pero entonces vi que del casco se desplegaban unos largos remos como alas.

—¡A matar! —gritó Mordred, poseído finalmente por la furia de la batalla, una furia que lo impulsó hasta nuestra línea. Un puñado de valientes lo apoyaba y, tras ellos, algunos de los atormentados seguidores de Nimue, de modo que la primera carga que cayó sobre nosotros era una formación irregular; sin embargo, entre los recién llegados había hombres que deseaban ponerse a prueba, por eso doblamos otra vez las rodillas y nos parapetamos tras los escudos. El sol nos cegaba en ese momento, pero un instante antes de que la demencia! embestida se produjera, percibí unos destellos luminosos en el monte de occidente y supe que por allí llegaban más lanceros. Tuve la impresión de que otro ejército completo se había reunido en la cima, aunque no sabía de dónde habría salido ni quién lo dirigiría; y después ya no tuve de tiempo de pensar en los recién llegados porque arremetí con el escudo; la colisión me despertó un dolor punzante en el muñón y exhalé un grito de agonía al tiempo que descargaba la hoja de Hywelbane con todas mis fuerzas. Mi oponente era un Escudo Sangriento y hundí el filo de la espada despiadadamente en el hueco que encontré entre su coraza y su casco; una vez librada la espada de su presa, ataqué salvajemente al siguiente enemigo, un demente, y lo hice girar sobre sí mismo sangrando por la mejilla, por la nariz y por un ojo.

Tal fue el asalto de los primeros atacantes, destacados de la barrera de escudos de Mordred, pero enseguida se nos echó encima el grueso del ejército y empujamos contra ellos gritando valientemente al tiempo que descargábamos las hojas al otro lado de nuestros escudos. Recuerdo confusión, el entrechocar de las espadas, la colisión de los escudos. La batalla es una cuestión de centímetros, no de kilómetros. Los centímetros que separan a un hombre de su rival. Se huele el hidromiel en su aliento, se oye el aire en su garganta, los gruñidos, se notan los cambios de peso y su saliva en tus ojos, y se buscan señales de peligro, se mira a los ojos del siguiente rival buscando un hueco, se toma el hueco, se cierra otra vez la barrera de escudos, se avanza un paso, se nota el empuje de los de atrás, se tropieza en los cuerpos de los que se acaba de matar, se recobra el equilibrio, se empuja hacia adelante y, después, apenas se recuerda otra cosa que los golpes que estuvieron a punto de matarnos. Uno se abre camino, empuja y hiende para hacerse un hueco en la barrera de escudos del enemigo, y luego uno gruñe, se abalanza y reparte estocadas para ampliar el hueco, y sólo entonces sobreviene la locura, cuando el enemigo rompe filas y se comienza a matar sin tino como un dios porque el enemigo tiene miedo y huye, o tiene miedo y se queda helado, y lo único que sabe hacer es morir mientras uno siega vidas.

Y los rechazarnos una vez más. Y de nuevo utilizamos las llamas de la pira y volvimos a romper su formación, aunque también rompimos la nuestra en el intento. Recuerdo el sol deslumbrante tras el alto monte del oeste, y recuerdo que llegué tambaleándome a un espacio arenoso y abierto pidiendo ayuda a gritos, y recuerdo que descargué a Hywelbane sobre el cogote desnudo de un enemigo y me quedé mirando cómo se le acumulaba la sangre en el pelo y cómo se le caía la cabeza hacia atrás bruscamente; luego vi dos frentes de batalla mutuamente destrozados, sólo pequeños grupos de hombres cubiertos de sangre enzarzados en encarnizada lucha sobre un ensangrentado terreno de arena cubierta de cenizas.

Pero vencimos. La retaguardia enemiga corría en vez de despojarnos de las espadas, pero en el centro, donde luchaba Mordred y donde luchaba Arturo, los hombres no huían y el combate se recrudeció en torno a los dos cabecillas. Intentamos rodear a los hombres de Mordred, pero presentaron batalla y comprendí que éramos muy pocos, y que muchos no volverían a luchar jamás porque su sangre se derramaba en la arenas de Camlann. Una multitud de enemigos nos miraba desde las dunas, cobardes que no acudían en socorro de sus compañeros, de modo que los últimos de los nuestros lucharon contra los últimos de Mordred. Arturo asestaba golpes con Excalibur tratando de acercarse al rey, y también estaban Sagramor y Galahad, y me uní a la lucha sin lanza ni escudo, acuchillando con Hywelbane, abriéndome camino; tenía la garganta seca como el humo y una voz como graznido de cuervo. Golpeé a otro hombre, Hywelbane dejó una cicatriz en su escudo, el hombre se tambaleó hacia atrás y no halló fuerzas para avanzar de nuevo; yo también me debilitaba por momentos, así que me quedé mirándolo con los ojos escocidos por el sudor. Avanzó despacio, lo ataqué, retrocedió con paso inseguro al interceptar el envite con el escudo y contraatacó con un lanzazo que me hizo retroceder. Yo jadeaba y, en toda la extensión de la lengua de tierra, hombres exhaustos luchaban entre sí.

Hirieron a Galahad, le partieron el brazo de la espada y la cara se le cubrió de sangre. Culhwch murió. No lo vi pero más tarde encontré su cuerpo con dos lanzas clavadas en la desprotegida ingle. Sagramor cojeaba, aunque su veloz espada era mortífera todavía. Trataba de proteger a Gwydre, que sangraba por un corte en la mejilla y se esforzaba por llegar junto a su padre. Las plumas de ganso de Arturo estaban rojas de sangre, como su manto blanco. Le vi reducir a un hombre alto, esquivar el ataque desesperado de su víctima de una patada y rematarlo brutalmente con Excalibur.

En ese momento atacó Loholt. No lo había visto hasta entonces, pero él, al ver a su padre, espoleó al caballo y echó la pica atrás con su única mano. Cargó contra la maraña de hombres agotados con un canto de odio en la boca. El caballo tenía los ojos en blanco de terror, pero las espuelas lo obligaron a avanzar y Loholt se acercó a Arturo apuntándolo con la pica; entonces, Sagramor cogió una lanza y la arrojó a las patas de la bestia, la cual tropezó con la dura asta y cayó levantando una lluvia de arena. Sagramor pisó entre los cascos que pateaban el aire y marcó una estocada de lado con su negra hoja curva; brotó sangre del cuello de Loholt y, en el momento en que Sagramor acababa con él, un Escudo Sangriento se le echó encima lanza en ristre. Sagramor retiró bruscamente su arma haciendo correr la sangre de Loholt por la punta y el Escudo Sangriento embistió aullando; en ese instante, un grito anunció que Arturo había alcanzado a Mordred y los demás nos volvimos instintivamente a mirar la confrontación de los dos hombres. Una vida entera de odio mutuo palpitaba entre ellos.

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