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Authors: Laura Gallego García

Fenris, El elfo (2 page)

BOOK: Fenris, El elfo
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—¡Al corazón! —oyeron gritar al Capitán—. ¡Es la única manera de matarlos!

—No es la única —murmuró alguien en voz baja. Eilai comprendió por qué lo decía. Los hombres—lobo eran físicamente muy fuertes, y la gran capacidad de regeneración de su cuerpo los hacía casi invulnerables, por lo que la única forma de acabar con ellos era acertar directamente en el corazón, produciéndoles una herida de la que no pudieran recobrarse. Sin embargo, la leyenda afirmaba que también la plata era mortal para aquellos seres. Pero, fuera cierto o no, equipar a los Centinelas con armas de hoja de plata era un gasto demasiado elevado que el Rey no estaba dispuesto a asumir.

Volvió a sonar la señal, y los Centinelas dispararon de nuevo. Solo un hombre—lobo cayó, abatido por una flecha que le atravesó el corazón, y comenzó a transformarse rápidamente en un ser humano.

—Así no vamos a detenerlos —dijo Anthor, cargando el arco de nuevo—. No podemos acertarles en el corazón desde aquí arriba.

—Deberíamos bajar a defender la puerta —opinó Eilai, disparando cuando sonó otra vez la señal.

Un sonido de astillas rotas le dio la razón. Los licántropos habían llegado hasta la puerta y cargaban contra ella. Sus enormes garras rascaban la madera con furia y ya habían logrado abrir un par de boquetes.

—Sí —dijo Anthor—. No aguantarán mucho tiempo ahí abajo.

También el Capitán se había dado cuenta. Ordenó a la mitad de sus Centinelas que bajaran a asegurar la puerta, mientras los mejores tiradores se quedaban en las almenas. Eilai vio que Anthor le decía algo al Capitán. Este asintió. Entonces, el Centinela se volvió hacia ella.

—Quédate aquí —le dijo—. No tardaré.

Eilai quiso llamarlo, pero la señal se oyó de nuevo y tuvo que disparar otra vez junto a los demás arqueros. En esta ocasión hubo más suerte, ya que algunos de los hombres—lobo se habían alzado sobre sus patas traseras para arremeter contra la puerta, dejando el pecho descubierto. Cayeron dos más.

Eilai cargó el arco otra vez, pero su aguda vista élfica percibió algo que se movía hacia el oeste en la oscuridad. Su momentánea distracción le impidió disparar al mismo tiempo que los demás. Colocó una nueva flecha en la cuerda, sacudió la cabeza y se mordió el labio inferior, indecisa. Las sombras habían desaparecido, pero ella sabía perfectamente que las había visto.

Abajo, en el túnel que unía las dos puertas del baluarte, los Centinelas tenían problemas. Cuando Anthor y los demás llegaron, sus compañeros estaban empujando lo que quedaba de la puerta que daba al exterior, pero la lucha parecía haberse decantado por el bando contrario. Enormes y terroríficas garras asomaban por los boquetes que habían abierto en la pesada puerta de madera, y al otro lado los gruñidos de los hombres—lobo venían cargados de odio, de muerte y de locura.

—¡No podremos resistir mucho más! —gritó alguien.

Apenas acababa de decirlo cuando la puerta cedió definitivamente y dos enormes lobos saltaron al interior del bastión, entre una nube de astillas. Uno de ellos se arrojó sobre el elfo más próximo. Sus compañeros le oyeron gritar un momento, y después...

El otro lobo, por el contrario, fue a encontrar la muerte a manos de un Centinela que disparó a bocajarro en el último momento. A aquella distancia no podía fallar: la flecha se clavó en el corazón de la criatura.

Los elfos cargaron contra el primer lobo, pero había más entrando por la abertura. Anthor lanzó una flecha que se clavó en el cuello de uno de ellos; el licántropo se la sacudió de encima y siguió corriendo. Lanzando una maldición por lo bajo, Anthor dejó el arco a un lado y extrajo una daga de su cinto.

—Ojalá funcione —murmuró para sí mismo aprestándose a defenderse, mientras el lobo se abalanzaba sobre él.

Con un salvaje grito de guerra, Anthor alzó el puñal en alto y, cuando el cuerpo del enorme lobo cayó sobre él, le hundió la daga en el pecho.

Y, a pesar de que no le acertó en el corazón, el lobo aulló de dolor; Anthor vio que el filo de su daga estaba corroyendo la carne de la criatura, produciéndole una herida humeante, parecida a una quemadura de ácido. Sacó el arma del cuerpo del lobo y volvió a hundirla de nuevo, esta vez en el corazón.

Se sacudió de encima el cadáver del hombre—lobo, que volvía a metamorfosearse en hombre, y contempló su daga con sorpresa.

—¡Entonces, era verdad! —murmuró para sí.

Vio que sus compañeros tenían problemas. Seguían tratando de defender la puerta. Por fortuna, los licántropos solo podían entrar de dos en dos, pero eran enemigos formidables y varios elfos yacían muertos cerca de la entrada. Enarbolando su daga, Anthor se dispuso a reunirse con los resistentes, cuando alguien le cogió del brazo.

—¡Eilai! —exclamó el elfo al reconocerla—. ¿Qué haces aquí?

—He visto algo desde las almenas, Anthor. La manada se ha escindido. Un grupo se dirige hacia el oeste. Creo que van a intentar entrar en el bosque atravesando el río por el vado.

Anthor movió la cabeza, incrédulo.

—¿Una maniobra de distracción? No son tan inteligentes.

El rostro de Eilai era ahora de piedra.

—Eso fue lo que dijo el Capitán cuando se lo conté, pero yo sé muy bien lo que he visto. Y me ha dado la sensación de que estos tres sabían exactamente adonde iban.

Anthor frunció el ceño. Otro licántropo acababa de entrar por la abertura, y el elfo cargó su arco y disparó varias flechas seguidas. Eilai lo secundó.

—¿Insinúas que debemos acudir al vado? —dijo Anthor cuando el hombre—lobo cayó finalmente, abatido por una flecha de Eilai—. ¡Es aquí donde tenemos problemas!

—¿Es que no lo entiendes? ¡Todos los Centinelas de la frontera sur estamos concentrados en este lugar! Los otros accesos han quedado sin vigilancia.

—¡Pero no podemos acudir al vado! ¡Eso sería desobedecer las órdenes del Capitán!

—¡Él no ha visto cómo esos tres se separaban del grupo! Yo no pienso permitir que atraviesen la frontera, Anthor. Me voy a defender el vado; me da igual lo que pase después.

Eilai disparó un par de flechas más y retrocedió hasta la puerta que daba al Reino de los Elfos, y que los hombres—lobo todavía no habían alcanzado. Anthor alzó de nuevo su daga, pero vio por el rabillo del ojo cómo Eilai se deslizaba fuera del baluarte, dejando atrás la terrible batalla a muerte que se estaba desarrollando allí mismo, entre elfos y bestias. Anthor vaciló. Finalmente, soltó un juramento por lo bajo y la siguió.

La alcanzó ya en pleno bosque, pero no trató de detenerla. Sabía que las intuiciones de Eilai solían ser acertadas, de modo que se colocó a su lado con gesto hosco y la acompañó a través de la espesura en dirección al vado.

La pareja llegó al río un rato después y se ocultó entre los árboles. Ambos prepararon sus arcos y esperaron, con los músculos en tensión. Si, efectivamente, los licántropos trataban de entrar por allí, aunque los dos elfos eran excelentes tiradores, tal vez solo tendrían una oportunidad de cogerlos por sorpresa y acertarles en el corazón.

No tardaron mucho en distinguir tres pares de ojos brillando en la oscuridad, al otro lado del río. Eilai tensó la cuerda del su arco, pero Anthor le indicó con un gesto que aguardara un poco más.

Tres enormes lobos salieron de entre los árboles y se dirigieron a la orilla. El más grande, de color negro y con una oreja partida, parecía ser el líder. Se adelantó y husmeó en el aire, pero los dos elfos se habían asegurado de colocarse de manera que la brisa soplase hacia ellos, y el lobo no percibió su olor. Gruñó satisfecho y se inclinó para beber. Sus dos compañeros debían de tenerle mucho respeto, puesto que no se acercaron a beber hasta que el lobo negro hubo terminado.

Anthor y Eilai apuntaron a los dos más grandes. El líder se internó en el vado y alzó la cabeza.

Anthor bajó un poco el arco y frunció el ceño.

El lobo negro parecía estar mirando en su dirección.

Los había descubierto.

—¡Eilai, no! —susurró, pero era demasiado tarde.

La flecha salió disparada, cruzó silbando el río y fue a clavarse en el costado de uno de los lobos, que cayó al suelo con un gemido, mientras su cuerpo comenzaba a transformarse rápidamente. Eilai le había dado en el corazón.

Anthor disparó la suya, aun a sabiendas de que fallaría; el licántropo de la oreja partida la vio venir, de modo que la esquivó, saltando a un lado con un ladrido colérico. Los elfos cargaron de nuevo los arcos y dispararon su segunda flecha. Eilai acertó al tercer lobo en la pata; sin embargo, este apenas pareció sentir el impacto, y echó a correr hacia ellos, siguiendo a su líder. El lobo negro también había recibido un flechazo, pero siguió avanzando como si no lo hubiera notado. Ya sabía exactamente dónde estaban y corría a través del vado, con un brillo de locura asesina en su mirada. Eilai y su compañero dispararon más flechas, tratando de abatirle. Todas ellas se clavaron en el blanco, pero eso no detuvo a la criatura.

El lobo dio un salto y se perdió entre la espesura. Los dos elfos se incorporaron y, espalda contra espalda, miraron a su alrededor, inquietos, con las saetas colocadas en sus arcos y los músculos tensos. Ambos se habían dado cuenta de que se enfrentaban a un enemigo formidable y más inteligente de lo habitual.

—¿Dónde se ha metido? —susurró Anthor.

Eilai se estaba haciendo la misma pregunta.

Hubo un susurro y la sombra de un lobo saltó hacia ellos desde los matorrales. Los dos elfos se volvieron con la rapidez del relámpago y dispararon a la vez. Oyeron un gañido y el sonido de un cuerpo que caía. Anthor corrió para rematarlo. Eilai lo siguió.

La criatura se había transformado en un hombre desnudo, de cabello oscuro, sucio y desgreñado, y rostro taimado, ahora congelado para siempre en una mueca de dolor y sorpresa. Estaba muerto, pero Anthor se inclinó sobre él para asegurarse. Descubrió que aún tenía una flecha hundida en la pierna, aparte de aquella que le acababa de acertar en el corazón. Anthor frunció el ceño. Le habían clavado muchas otras flechas mientras cruzaba el vado. Su mirada se detuvo sobre sus pequeñas y redondeadas orejas, y se le congeló la sangre en las venas.

Ambas estaban enteras.

Se incorporó de un salto y se volvió hacia Eilai para avisarla.

Demasiado tarde. Con un ladrido de triunfo, el enorme lobo negro de la oreja partida saltó sobre ella desde la oscuridad. La elfa lanzó una exclamación de sorpresa y alzó los brazos instintivamente para protegerse. La criatura cayó pesadamente sobre ella y su mandíbula se cerró sobre el antebrazo derecho de Eilai, que gritó de dolor. Ambos rodaron por el suelo. Los colmillos del lobo se cernieron ahora sobre el cuello de la Centinela.

Anthor corrió hacia ellos; tenía el arco preparado y, aunque no era sencillo acertar a un blanco en movimiento, disparó. La flecha se clavó en los cuartos traseros de la criatura, pero eso ni siquiera la distrajo. Eilai logró lanzarle una estocada con su cuchillo de caza, pero tenía el brazo herido y no le acertó en el corazón. Anthor maldijo por lo bajo, sacó su propio puñal y, con un grito salvaje, se arrojó sobre el lobo. Logró hundir la daga en su espalda, y en esta ocasión el licántropo lanzó un horrible alarido de dolor y se sacudió al elfo de encima, tratando de alejar de sí aquella arma que abrasaba su carne como ni siquiera el fuego lograba hacerlo. Anthor se puso en pie inmediatamente y se volvió hacia él, sosteniendo su puñal en alto. El lobo gruñó amenazadoramente, pero se apartó de Eilai, que esgrimía también su cuchillo dispuesta a utilizarlo, y a no fallar en esta ocasión.

Antes de desaparecer entre la espesura, el licántropo clavó en Anthor una mirada llena de odio, demasiado inteligente para ser animal y demasiado salvaje para ser humana.

Anthor no se movió. Había quedado paralizado momentáneamente por aquella mirada y supo, con total seguridad, que nunca lograría olvidarla.

En otras circunstancias habría ido en pos del hombre—lobo hasta matarlo, pero Eilai estaba herida, y ambos sabían muy bien lo que ello significaba.

Los dos se quedaron inmóviles, pero el lobo no regresó. Anthor respiró hondo.

—Son repugnantes —dijo, evitando mirar el cuerpo del licántropo que había quedado tendido en el suelo.

Eilai no dijo nada. Anthor la ayudó a levantarse.

—Déjame ver esa daga —susurró ella; cuando Anthor se la tendió, Eilai la examinó a la luz de la luna llena—. Es de plata. ¿De dónde la has sacado?

—Una vieja herencia de familia.

—De modo que es cierto lo que dice la tradición... La plata les hace daño.

—Ahora no es momento de pensar en eso, Eilai. Estás herida.

Ella asintió, pálida, y los dos se pusieron en marcha, de regreso al Paso del Sur. De camino oyeron los cuernos anunciando la victoria y supieron que el ataque había sido repelido. Pero ninguno de los dos sonrió.

—Con un poco de suerte, el brujo ya habrá llegado —murmuró Anthor, preocupado.

El brujo vivía en lo más profundo del bosque, pero sin duda había escuchado el aviso del cuerno, que revelaba también la naturaleza de los atacantes.

Llegaron por fin a la fortaleza, pero el Capitán les cerró el paso. Su rostro era una máscara de piedra.

—Exijo una explicación —dijo solamente.

Ambos se pusieron firmes. Anthor fue a contestar, pero Eilai se le adelantó.

—Fue culpa mía, Capitán. Vi desde las almenas que la manada se dividía. Pensé que el grupo trataría de entrar por el vado y convencí a Anthor de que me acompañara. Asumo toda la responsabilidad.

—Matamos a dos e hicimos huir al tercero —añadió Anthor.

El Capitán no dijo nada, pero sus ojos almendrados se entrecerraron. Acababa de descubrir que la joven Centinela estaba herida.

—La han mordido, señor —dijo Anthor.

El Capitán, sin decir una palabra, se dio la vuelta y echó a andar hacia el baluarte, consciente de que el tiempo apremiaba. Anthor y Eilai lo siguieron.

Al pie de la torre los aguardaba un elfo de cabello blanco, algo más bajo que los demás. Cubría su cuerpo con un manto de color verde y se apoyaba en un bastón del que colgaban diversos abalorios. Sus ojos rojizos se clavaron en el brazo sangrante de Eilai, y frunció el ceño con gravedad.

La elfa fue conducida a una habitación del segundo piso. El brujo entró con ella y la puerta se cerró para los demás.

Anthor aguardó fuera durante largo rato. La espera se le antojó eterna, pero, cuando comenzaba a temerse lo peor, el brujo salió de la habitación y lo miró fijamente.

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