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Authors: Laura Gallego García

Fenris, El elfo (3 page)

BOOK: Fenris, El elfo
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—Eres su esposo, ¿no?

—Sí.

Anthor enrojeció levemente. Llevaban muy poco tiempo casados y todavía no se había acostumbrado. El brujo le dirigió una extraña mirada.

—Entra.

Inquieto, Anthor lo siguió hasta el interior de la habitación. Eilai dormía sobre un camastro. Su brazo había sido cuidadosamente vendado, y en la gasa podía apreciarse una mancha pardusca, producto sin duda de algún ungüento que el brujo había aplicado sobre la herida. El cabello rubio de la Centinela, ahora suelto, caía en ondas sobre la almohada. Su rostro estaba pálido y cubierto de sudor, pero su expresión era tranquila.

—No perderá el brazo —aseguró el brujo—. Aunque tardará años en volver a disparar como antes. Sin embargo...

Hizo una pausa y lo miró con gravedad.

—¿Qué ocurre? —preguntó Anthor, nervioso—. No vas a decirme que se convertirá en una de ellos, ¿verdad? ¡A los elfos no nos afecta esa repugnante enfermedad!

—No nos afecta —concedió el brujo— porque hace muchos milenios que conocemos una cura, la cual resulta completamente efectiva cuando se aplica a tiempo y la víctima no es un elfo especialmente débil. Tu esposa no se transformará, Centinela.

Anthor respiró, aliviado. Sin embargo, algo en el rostro del brujo lo inquietó de nuevo.

—No obstante —prosiguió este—, nada podemos hacer cuando se trata de víctimas enfermas o de niños muy pequeños. Sus cuerpos no tienen fuerzas para repeler la infección, y en la mayoría de los casos el antídoto no es efectivo.

Anthor lo miró, preguntándose adonde quería llegar. El brujo posó delicadamente su mano sobre la frente húmeda de Eilai.

—¿Sabías que tu esposa está embarazada, Centinela? —preguntó con suavidad.

Anthor sintió que el corazón se le paraba por un instante. Aquella revelación lo golpeó como una maza, y tardó un poco en reaccionar. Las implicaciones de las palabras del brujo eran tan aterradoras que decidió aferrarse a su última posibilidad.

—No... no es posible, brujo. Me lo habría dicho.

—Sospecho que ni siquiera ella lo sabía todavía.

«Entonces, ¿cómo lo sabes tú?», quiso preguntar Anthor, pero no lo hizo. Nadie sabía más que los brujos acerca de los secretos del mundo natural, de la vida y de la muerte. Quiso decir algo, pero no encontró palabras.

—Os daría la enhorabuena —añadió el brujo con gravedad—, pero no sé si sería lo apropiado, dadas las circunstancias.

Anthor se dejó caer sobre una silla y, desolado, enterró el rostro entre las manos.

—¿Quieres decir... que mi hijo será un monstruo?

—Oh, no —sonrió el brujo—. De hecho, me atrevería a decir que será una criatura muy hermosa, dada la apostura de sus padres.

—Pero...

—Pero existen muchas posibilidades de que, al llegar a la adolescencia, comience a transformarse en lobo las noches de luna llena.

Anthor cerró los ojos. «Esto no puede estar pasando», pensó. «Simplemente es producto de una pesadilla...»

—Comprendo que, para una pareja joven como vosotros, tener semejante vástago sería una carga. Si no queréis correr riesgos, conozco a una mujer humana que puede ayudaros.

Anthor alzó la cabeza y lo miró con una llama de esperanza en sus ojos de color violáceo, pero no pudo evitar fruncir el ceño y preguntar, no obstante:

—¿Has dicho una humana?

—Oh, sí, pero ella no hace distinciones entre razas cuando se trata de dinero. Serán apenas unas horas y podréis libraros de la criatura antes de que nadie se percate de que tu esposa está embarazada.

Anthor palideció.

—¿Estás sugiriendo... que nos libremos del bebé antes de que nazca?

—Podéis hacerlo después, si os resulta más sencillo —replicó el brujo, indiferente, encogiéndose de hombros—. Pero lo dudo: sois muy jóvenes y este será vuestro primer hijo. No tendréis valor para matarlo o abandonarlo si lo miráis a los ojos una sola vez.

Anthor sintió que la cabeza le daba vueltas. Todo aquello era demasiado espantoso para ser verdad. Miró a su esposa dormida y trató de imaginarse cuál sería la respuesta de ella. Tuvo una visión fugaz de un bebé con los rasgos de Eilai, sus ojos color ámbar, aquella sesgada sonrisa suya que él había aprendido a amar.

El brujo vio que vacilaba.

—¿Qué sabes de los licántropos, Centinela? —le preguntó.

Anthor frunció el ceño.

—Poca cosa —reconoció—. Son violentos y salvajes y se transforman en lobos las noches de luna llena. La plata es mortal para ellos. Devoran todo ser viviente que encuentran en su camino y...

No fue capaz de decir nada más, y el brujo lo notó.

—Te diré lo que yo sé —dijo con suavidad—. Son bestias salvajes una noche de cada mes. Y son personas normales el resto del tiempo. Humanos. Elfos. Qué más da. Todos tenemos un mal día. Ellos tienen doce días pésimos al año.

Anthor reflexionó.

—Podríamos encerrarlo las noches de luna llena —aventuró—. Además... también existe una pequeña posibilidad de que la mordedura no lo haya afectado, ¿no es así? —preguntó con cierta ansiedad.

—Mínima —replicó el brujo—, pero sí, existe.

Anthor exhaló un suspiro de alivio.

—¿Estás dispuesto a dejar vivir a esa criatura? —preguntó el brujo—. ¿Eres consciente de lo que será su vida? Si lo descubren, lo matarán. Y, aun en el caso de que no lo descubrieran, pasará siglos ocultándose de sus congéneres las noches de luna llena. ¿A eso lo llamarías vivir?

—Es mejor que estar muerto —replicó Anthor, aunque sin mucha convicción—. No lo entiendo, brujo, ¿qué pretendes? ¿Qué es lo que quieres que haga?

—Lo que hagas será únicamente elección tuya. Pero es mi deber asegurarme de que consideras las consecuencias de todas las posibilidades antes de decidir. Y hay otra cosa que debes saber.

—¿Qué?

—Se dice que algunos licántropos, los llamados Señores de los Lobos, pueden aprender a controlar sus cambios. Se requieren, sin embargo, siglos de dominio personal y autocontrol, por lo que esta habilidad generalmente no está al alcance de los hombres—lobo corrientes. Pero sí de algunos elfos.

Anthor sacudió la cabeza.

—No existen elfos licántropos. No puedes saberlo.

—Si existen, serán solo un puñado en todo el mundo. Pero no seré yo quien vaya a buscar a esos legendarios Señores de los Lobos y, desde luego, tu hijo tampoco debe hacerlo.

—¿Por qué no?

Los ojos del brujo brillaron de manera siniestra.

—Si un licántropo se transforma en una bestia asesina una vez al mes... ¿qué clase de criatura sería alguien que tuviese la capacidad de hacerlo en cualquier momento?

Anthor calló, reflexionando sobre las palabras del brujo.

—¿Y bien? —preguntó este tras un largo silencio.

El Centinela pensó qué sería de su hijo si lo alcanzaba la maldición de la licantropía. Se verían obligados a encerrarlo una vez al mes y a mantenerlo alejado de los demás elfos, por lo que pudiera pasar. Jamás podría llevar una vida normal.

Pero un licántropo era una persona la mayor parte del tiempo.

Eran solo doce días al año.

Doce días.

Anchor contempló una vez más el sereno rostro de Eilai. Lo consultaría con ella antes de tomar una decisión definitiva, pero ya sospechaba cuál iba a ser su respuesta.

—El niño vivirá —dijo.

II. EL HIJO DEL CENTINELA

El niño nació y tenía los ojos ambarinos de su madre. Era un bebé hermoso y saludable, y todos felicitaron a Anthor y Eilai por ello. Pero solo ellos apreciaron en la criatura pequeños detalles que resultaban inquietantes, como el extraño brillo de sus ojos bajo la luz del atardecer, o el hecho de que su cabello castaño rojizo no creciera lacio como el de los otros elfos, sino rebelde y desordenado, como si estuviera siempre despeinado.

Pasó la primera luna llena, sin novedad; y, pese a que el brujo les había advertido de que probablemente la licantropía no se manifestaría hasta la adolescencia, los padres respiraron aliviados.

Solo entonces le pusieron nombre.

Lo llamaron Ankris.

Como hijo de Centinelas que era, su hogar estaba en el bosque, lejos de los altos palacios de oro y cristal que se alzaban en el corazón del Reino de los Elfos. Pero pronto quedó claro que Ankris era, si cabe, mucho más salvaje y solitario que cualquier otro Centinela. Sus primeras décadas de vida las pasó deambulando solo por el bosque y apenas frecuentaba la compañía de los demás elfos. A sus padres no les molestaba que esto fuera así. Parecían pensar que, cuanto menos se acostumbrara Ankris a la compañía, menos problemas tendría en su vida adulta si llegaba a padecer la maldición de la licantropía.

Para cuando cumplió los cuarenta años, pocos Centinelas conocían realmente al hijo de Anthor y Eilai, y absolutamente ninguno de ellos habría sido capaz de encontrarlo en él bosque si él no quería dejarse encontrar.

Sus habilidades llamaron la atención del Capitán, quien un día sugirió a Anthor que Ankris ya tenía edad para ingresar en la Escuela de Centinelas.

—Con todos mis respetos, mi Capitán... —titubeó Anthor—. No estamos seguros de que Ankris desee ser Centinela.

—Tonterías. Es tradición que los hijos sigan los pasos de Sus padres. Mi Toh—Ril es el mejor de su clase —añadió, con mal disimulado orgullo—. Por otro lado, tu hijo se mueve por el bosque con una soltura envidiable y un sigilo que da escalofríos. Sería una lástima desperdiciar su talento.

Le recordó que una semana más tarde tendría lugar la ceremonia de investidura de tres nuevos Centinelas.

—Tú y Eilai deberíais asistir —dijo—. Y también tu chico.

Cuando Anthor se lo dijo, Eilai no lo consideró una buena idea. Estaba educando a su hijo para que se mantuviese alejado de los demás elfos, y no estaba segura de que Ankris supiera comportarse en un acto social de aquel calibre.

Durante la ceremonia quedó claro que Eilai no andaba muy desencaminada. El niño no se sentía a gusto con su traje nuevo, y daba la sensación de que reprimía el impulso de sacudir la cabeza para desordenar de nuevo sus cabellos, cuidadosamente peinados hacia atrás y pegados a la cabeza. Observaba con cierta cautela y desconfianza a todo aquel que se acercaba, y dirigía frecuentes miradas al bosque, deseando sin duda correr a ocultarse de nuevo entre los árboles.

Con todo, se portó bastante bien.

Además, el Capitán tenía razón. A partir de aquel día, el niño deseó con todas sus fuerzas ser un Centinela, como sus padres. Pero no se debió a nada que viera en la larga y aburrida ceremonia, sino a algo que sucedió después.

Ankris salía con sus padres de la fortaleza, considerablemente aliviado, cuando le llamó la atención un lujoso carruaje que se había detenido ante la puerta que cerraba el Paso, esperando que esta se abriese para abandonar el Reino de los Elfos.

Solían entrar y salir muchos carros y jinetes a través del Paso del Sur; Ankris los había visto antes, pero nunca había tenido la oportunidad de contemplar un carruaje tan grande y tan de cerca, de modo que lo observó con curiosidad.

Entonces la cortina de raso que cubría una de las ventanillas se retiró para dar paso a unos ojos color zafiro que se detuvieron en él un breve instante.

Ankris tragó saliva. La dueña de aquellos ojos era una niña de su edad, de piel de porcelana y elegantes cejas arqueadas. Su cabello castaño estaba primorosamente recogido hacia atrás y adornado con pequeñas joyas refulgentes como estrellas. Lo único que enturbiaba su belleza era un cierto mohín de tedio y desdén que torcía ligeramente su boca.

Ankris no advirtió este último detalle. Aquel rostro era lo más hermoso que había visto nunca.

Los ojos de la elfa no se quedaron mirándolo, sin embargo, sino que recorrieron el grupo de Centinelas con un cierto interés.

—¡Shi—Mae! —dijo entonces una voz severa procedente del interior del carro; la niña suspiró, y la cortina se cerró de nuevo, ocultando su rostro de ojos de zafiro.

«Se llama Shi—Mae», pensó Ankris, sonriendo estúpidamente.

Echó a correr tras el carro. Su padre trató de atraparlo, pero no lo consiguió. Ankris esquivó, igualmente, a uno de los Centinelas que vigilaban la puerta, pero el otro logró retenerlo. El niño se debatió inútilmente, mientras observaba, impotente, cómo el carruaje se alejaba del Reino de los Elfos.

—¿Adónde va? —exigió saber—. ¿Adónde se la llevan?

—Eso no es asunto tuyo, jovencito.

—Dejadme hablar con él —dijo entonces una voz.

Ankris se volvió con curiosidad. Tras él se hallaba el brujo, que se aproximaba apoyándose en su bastón. Ankris lo había visto a menudo mientras exploraba el bosque, aunque sospechaba que en tales ocasiones el brujo nunca había llegado a percatarse de su presencia.

Se sintió inquieto, sin embargo. Nunca se había encontrado con él cara a cara y, además, cuando sus padres hablaban del brujo siempre lo hacían en susurros para que él no pudiera escucharlos, a la vez que aparecía en sus rostros una sombra de preocupación.

—De modo que tú eres el joven hijo de Anthor y Eilai —comentó el brujo.

Ankris no respondió, pero lo miró desafiante. La carrera había alborotado de nuevo su cabello y el forcejeo con los guardias le había desbaratado el elegante traje. Además, había perdido un zapato por el camino y ya tenía los pies llenos de barro.

—Acércate —dijo el brujo.

Ankris vaciló. Su interlocutor dio media vuelta para alejarse un poco de los guardias, y el niño optó finalmente por seguirle.

—No volverás a verla en mucho tiempo —dijo entonces el brujo en voz baja.

El corazón de Ankris dio un vuelco.

—¿Por qué? ¿Adónde va?

El brujo echó un rápido vistazo a las puertas cerradas del Paso del Sur.

—Se llama Shi—Mae y es la heredera de la Casa Ducal del Río. Está emparentada con la realeza.

»Probablemente no lo sepas, lobezno, pero el Reino de los Elfos pasa por una delicada situación política. El Rey no nos ha dado aún un heredero y muchos nobles se disputan el poder. El padre de Shi—Mae la envía a estudiar lejos de nuestro reino para salvarle la vida, porque corre sangre real por las venas de esa niña, y la Casa del Río aspira a ocupar el trono algún día.

Ankris solo retuvo una cosa del largo parlamento del brujo: que Shi—Mae se marchaba lejos porque su vida corría peligro.

—Pero, ¿adónde va?

—A una Escuela de Alta Hechicería situada en un reino lejano. Mí pequeño lobezno, esa muchacha posee el don de la magia, pero su padre no se atreve a ingresarla en la Escuela del Bosque Dorado, que se encuentra en nuestro reino. Demasiados jóvenes de la alta nobleza están muriendo en extrañas circunstancias en estos días difíciles.

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