Fortunata y Jacinta (113 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Eso es muy grave. Hay que tratarlo despacio. Cierto que una promesa liga algo... No sostendré yo que ese joven se portó bien con usted. Pero el tiempo, la sociedad... Y sobre todo, los derechos que usted podría tener, los ha perdido con su mala conducta.

—Yo no habría sido mala —dijo la de Rubín envalentonándose, al ver en su confesora un inexplicable aturdimiento—, si él no me hubiera plantado en medio del arroyo con un hijo dentro de mí —la santa vacilaba; no sabía por dónde romper. ¡Ah! Sin aquel peligroso testigo de Jacinta ya se habría explicado ella bien, enseñando a la atrevida cuántas son cinco.

—Usted, hija mía, está como trastornada —le dijo, buscando modos de hacer insignificante la conversación—. El otro día me pareció usted más razonable... ¿Qué mosca le ha picado...?

—¿Qué mosca? —dijo Fortunata con cierto extravío en la mirada—. ¿Qué mosca?, pues una.

—Porque usted no se hace cargo de que ha pasado tiempo, de que ese hombre está casado con una mujer angelical, y que...

En la fisonomía de la prójima se encendió de improviso una luz vivísima. Fue como una aureola de inspiración que le envolvía toda la cara. Más hermosa que nunca, sacó de su cabeza un gallardísimo argumento, y se lo soltó a la otra como se suelta una bomba explosiva.

¡Pruuun! Guillermina se quedó atontada cuando oyó esta atrocidad:

—¡Angelical!... sí, todo lo angelical que usted quiera; pero
no tiene hijos
. Esposa que no tiene hijos, no es tal esposa.

Guillermina se quedó tan pasmada, que no pudo responder.

—Es idea mía —prosiguió la otra con la inspiración de un apóstol y la audacia criminal de un anarquista—. Dirá usted lo que guste; pero es idea mía, y no hay quien me la quite de la cabeza... Virtuosa, sí; estamos en ello; pero no le puede dar un heredero... Yo, yo, yo se lo he dado, y se lo puedo volver a dar...

—Por Dios... cállese usted... no he visto otro caso... ¡Qué idea!... ¡Qué atrevimiento! Está usted condenada.

Y la virgen y confesora llegó a tal grado de confusión, que no daba ya pie con bola.

—Yo estaré todo lo condenada que usted quiera... pero es mi idea; con esta idea me iré al Infierno, al Cielo o a donde Dios disponga que me vaya... Porque eso de que yo sea mala, muy mala, todavía está por ver.

La santa la miraba con verdadero espanto. Fortunata parecía estar fuera de sí y como el exaltado artista que no tiene conciencia de lo que dice o canta.

—¿Por qué he de ser yo tan mala como parece?... ¿Porque tengo una idea? ¿No puede una tener una idea?... ¿Dice usted que la otra es un ángel? Yo no lo niego, yo no pretendo quitarle su mérito... Si a mí me gusta, si quisiera parecerme a ella en algunas cosas, en otras no, porque ella será para usted todo lo santa que se quiera, pero está por debajo de mí en una cosa:
no tiene hijos
, y cuando tocan a tener hijos, no me rebajo a ella, y levanto mi cabeza, sí señora... Y no los tendrá ya, porque está probado, y por lo que hace a que yo los puedo tener, también muy probado está. Es mi idea, es una idea mía. Y otra vez lo digo: la esposa que no da hijos, no vale... Sin nosotras las que los damos, se acabaría el mundo... Luego nosotras...

«Nada, nada, esta mujer está loca y no tendré más remedio que ponerla en la calle —pensó Guillermina—. ¡Y qué trago estará pasando la otra pobre, oyendo tales lindezas!».

Notaba en ella cierta exaltación insana. No era la misma mujer con quien había hablado dos días antes. Ya tenía la palabra en la boca para despedirla con buen modo, cuando se sintió ruido como de mano golpeando en los cristales de un mirador, y luego una voz que llamaba a Guillermina. Asomose esta. Fortunata oyó claramente la voz de Doña Bárbara preguntando:

—¿Está ahí Jacinta?

—3—

L
a santa vaciló antes de dar respuesta. Por fin la dio:

—¿Jacinta?... No, aquí no está.

Poco más hablaron las dos damas, y Guillermina volvió al lado de la visita; pero la falsedad que se había visto obligada a decir trastornaba de tal modo su espíritu, que no parecía la misma mujer de siempre, segura, impávida y tan dueña de su palabra como de sus actos. La mentira y el escondite escénico de su amiga pusiéronla en la situación más crítica del mundo, porque se había hecho a la verdad, y vivía en ella como los peces en el agua. Estaba la pobre señora, con aquellos escrúpulos, como pez a quien sacan de su elemento, y aún le pasó por el magín la pavorosa idea:
¡Pecado mortal!
En fin que aquello se tenía que concluir.

—Hija mía, usted está hoy un poco alucinada. Bien quisiera poderla oír, consolarla... pero tiene que dispensarme por hoy... Otro día...

—¿Tiene usted que salir? —dijo la anarquista con pena—. Bueno, volveré; yo tengo que contarle a usted una cosa... Si no se la cuento a usted, lo sentiré... ¡Ay!, una cosa que me ha pasado ayer... ¡Tremenda, muy tremenda!

Guillermina permaneció en pie, diciendo para sí: «¿qué será?».

—Si persiste usted —agregó en voz alta—, en tener esas ideas estrambóticas, es difícil que yo la consuele. No nos entenderemos nunca.

En aquel momento la pecadora clavaba sus ojos en la santa. Se le estaba pareciendo a Mauricia. La cara no era la misma; pero la expresión sí... y la voz, se le había enronquecido como la de las personas que beben aguardiente.

—¿En qué piensa usted? ¿Por qué me mira tanto? —le preguntó Guillermina, que ya estaba impaciente por terminar.

—La miro a usted porque me gusta mirarla... Anoche y anteanoche, y todos los días desde aquel en que hablamos, la tengo a usted metidita dentro de mis ojos, la veo cuando duermo y cuando no duermo. Ayer, cuando me pasó lo que me pasó, dije: «No tengo sosiego hasta que no se lo cuente a la señora.

Guillermina, movida de gran curiosidad, se sentó, y tomándole una mano, le dijo en voz queda:

—Cuente usted... Ya oigo.

—Pues ayer —refirió la joven con los ojos bajos, alzándolos al final de cada frase, como si pusiera con ellos las comas, más que con el acento—, pues ayer... iba yo tan tranquila por la calle de la Magdalena, pensando en usted... porque siempre estoy pensando en usted y... me paré a ver el escaparate de una tienda donde hay tubos y llaves de agua... Ni sé por qué me paré allí, pues ¿qué me importan a mí los tubos?... cuando sentí a mi espalda... mejor dicho aquí en el cuello, una voz... ¡Ay, señora!, la voz me sonó aquí detrás junto a estos pelitos que tenemos donde nace la cabellera, y fue como si me entraran una aguja muy fina y muy fría... Me quedé helada... volvime... le vi... se sonreía.

Guillermina extendió la mano para taparle la boca; pero sin resultado.

—Yo no podía hablar... Me quedé como una estatua; me dieron ganas de llorar, de echar a correr o de no sé qué.

—No le diría a usted nada de particular —indicó la santa muy asustada, quitando gravedad al asunto—. Nada más que un saludo...

—¿Qué saludo?... Verá usted. Me dijo: «¿Chiquilla, qué es de tu vida?...». Yo no le pude contestar... Di media vuelta, y él me cogió una mano.

—Vamos, vamos, esto ya es demasiado —declaró Guillermina, levantándose turbadísima—. Otro día me contará usted eso...

—No, si no hay más... Yo retiré mi mano, y me fui sin decirle nada... No tuve alma para seguir adelante sin mirar para atrás, y miré y le vi... Me seguía, distante. Apresuré el paso y me metí en mi casa...

—Muy bien hecho, muy bien hecho...

—Pero aguárdese usted —dijo Fortunata que ya no estaba exaltada, sino en un grado de humildad lastimosa, y su tono era el de los penitentes muy afligidos, que no pueden con el peso de sus culpas—. Aún falta lo mejor. Después que le vi, se me ha clavado de tal manera en el pensamiento la idea de... Es una idea mía, idea mala, señora... pero usted es una santa, y me la quitará de la cabeza... Por eso no tengo sosiego hasta no decírsela...

—Basta, basta; no quiero, no quiero.

—Que sí quiere —insistió la joven reteniéndola por ambas manos, pues la confesora hizo ademán de apartarse de ella.

—Una idea infame... la idea de pecar otra vez... —dijo Guillermina, balbuciente—. ¿Es eso?...

—Eso es... pero verá la señora. Yo quiero echarla de mí; pero a veces se me ocurre que no debo echarla, que no peco...

—¡Jesús!

—Que así debe ser, que así está dispuesto —añadió la señora de Rubín, volviendo a exaltarse y a tomar la expresión del anarquista que arroja la bomba explosiva para hacer saltar a los poderes de la tierra. Es una idea mía, una idea muy perra, una idea negra como las niñas de los ojos de Satanás... y no me la puedo arrancar.

—Cállese usted...

Guillermina puso cara de consternación y dio algunos pasos, vacilando como una persona que se va a caer. Tiempo hacía, mucho tiempo, que la insigne fundadora no se había encontrado en compromiso semejante. Sentíase atada y sin libertad, y esto la ponía fuera de sí, destruyendo aquella serenidad soberana que normalmente tenía. Aún intentó un esfuerzo para dominar situación tan penosa, y echando miradas de alarma a la vidriera de su alcoba, dijo:

—Pero usted... no reflexiona... que...

No pudo concluir esta frase trivial. La otra, que siendo cifra de todas las debilidades humanas, parecía más fuerte que la gran doctora y santa, se permitió sonreír oyéndola.

—¿Y qué saco de reflexionar? Mientras más reflexiono peor.

—Veo que usted no tiene atadero... Con esas ideas, pronto volveríamos al estado salvaje.

Con sonrisa sarcástica y un expresivo alzar de hombros, dio a entender Fortunata que por ella no había inconveniente en que la sociedad volviera al estado salvaje...

«Usted no tiene sentido moral; usted no puede tener nunca principios, porque es anterior a la civilización; usted es una salvaje y pertenece de lleno a los pueblos primitivos». Esto o cosa parecida le habría dicho Guillermina si su espíritu hubiera estado en otra disposición. Únicamente expresó algo que se relacionaba vagamente con aquellas ideas:

—Tiene usted las pasiones del pueblo, brutales y como un canto sin labrar.

Así era la verdad, porque el pueblo, en nuestras sociedades, conserva las ideas y los sentimientos elementales en su tosca plenitud, como la cantera contiene el mármol, materia de la forma. El pueblo posee las verdades grandes y en bloque, y a él acude la civilización conforme se le van gastando las menudas, de que vive.

De repente Fortunata vaciló en su ánimo. Parecía una fuerza nerviosa que caía en brusca sedación. La otra, en cambio, se creció de repente por una sacudida de su conciencia.

—Ya no más, no más mentira. No puedo, no puedo...

Alzó los ojos al techo, cruzó las manos, su cara se puso muy encendida y sus ojos iluminados. Quedose atónita la anarquista oyéndole decir estas palabras con un acento que parecía ser de otro mundo:

—Salva, Jesús mío, esta alma que se quiere perder, y apártame a mí de la mentira.

Después se llegó a ella y le cogió una mano, diciéndole con profunda lástima:

—¡Pobre mujer! Yo tengo la culpa de las atrocidades que ha dicho usted, yo, yo, Dios me lo perdone, y la causa ha sido una farsa, una mentira... La verdad ante todo. La verdad me ha salvado siempre y me salvará ahora. Usted ha dicho cosas infernales que desgarran el corazón de mi amiga, y las ha dicho porque creía que hablaba sólo conmigo. Pues la he engañado a usted, porque Jacinta está escondida en aquella alcoba.

Diciéndolo, corrió hacia la puerta vidriera y la empujó. Fortunata, que estaba sentada frente a la puerta aquella, levantose de golpe, quedándose yerta y muda. Jacinta no aparecía. Se oyeron tan sólo sus sollozos. Estaba sentada en una silla, apoyando la cabeza en la cama de la santa. Esta se fue a ella y le dijo:

—Perdónala, querida mía, que no sabe lo que se dice. Y usted... —añadió, saliendo a la puerta—, bien comprenderá que debe retirarse. Hágame el favor...

Quizás todo habría concluido de un modo pacífico; pero la Delfina se levantó de repente, poseída de la rabia de paloma que en ocasiones le entraba. ¡Ánimas benditas! De un salto salió al gabinete. Estaba amoratada de tanto llorar y de tantísima cólera como sentía... No podía hablar... se ahogaba. Tuvo que hacer como que escupía las palabras para poder decir con gritos intermitentes:

—¡Bribona... infame, tiene el valor de creerse!... No comprende que no se la ha mandado... a la galera, porque la justicia... porque no hay justicia... Y usted, —por Guillermina— no sé cómo consiente, no sé cómo ha podido creer... ¡Qué ignominia!... Esta mujerzuela aquí, en esta casa... ¡Qué afrenta!... ¡Ladrona...!

Fortunata, en el primer movimiento de sorpresa y temor, había dado una vuelta y puéstose tras el sillón en que poco antes estaba sentada. Apoyando las manos en el respaldo, agachó el cuerpo y meneó las caderas como los tigres que van a dar el salto. Mirola Guillermina, sintiendo el espanto más grande que en su vida había sentido... Fortunata agachó más la cabeza... Sus ojos negros, situados contra la claridad del balcón, parecía que se le volvían verdes, arrojando un resplandor de luz eléctrica. Al propio tiempo dejó oír una voz ronca y terrible que decía:

—¡La ladrona eres tú... tú! Y ahora mismo...

La ira, la pasión y la grosería del pueblo se manifestaron en ella de golpe, con explosión formidable. Volvió a la niñez, a aquella época en que trabándose de palabras con alguna otra zagalona de la plazuela, se agarraban por el moño y se sacudían de firme, hasta que los mayores las separaban. No parecía ser quien era, ni debía de tener conciencia de lo que hacía. Jacinta y Guillermina se acobardaron un momento; pero luego la primera lanzó un grito de angustia, y la santa salió a pedir socorro. No tuvo tiempo Fortunata de prolongar su altercado ni de volver en sí, porque apareció en la puerta el criado de Moreno, que era un inglesote como un castillo, y a poco vino también Doña Patrocinio, y después el mismo Moreno.

La señora de Rubín no se dio cuenta de lo demás... Tenía después una idea incierta de que la mano dura del inglés la había cogido por un brazo, apretándoselo tanto que aún le dolía al día siguiente; de que la sacaron del gabinete, de que le abrieron la puerta y de que se vio bajando la escalera.

Todos acudieron a la señora de Santa Cruz que había perdido el conocimiento, y Moreno, poniendo una cara entre burlesca y consternada, se dejó decir:

—Estas cosas le pasan a mi querida tía por meterse a redentora.

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