Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
La peor de las medicinas era esta, pues gustaba la joven de estar sola, entretenida con sus pensamientos. Hizo por dormirse; su marido le ató fuertemente un pañuelo a la cabeza, y después se puso junto a la cama. Después de un breve sueño, vio ella la escueta figura de Maxi dando paseos en la habitación. Tan pronto miraba su persona como su sombra corriendo por la pared, larga, angulosa, doblándose en las esquinas del muro. «¡Ah!... Jacinta, yo te quisiera ver casada con este... Entonces me reiría, me estaría riendo tres años seguidos».
Maximiliano se desnudaba para acostarse. Al quitarse el chaleco, salían de las boca—mangas los hombros, como alones de un ave flaca que no tiene nada que comer. Luego, los pantalones echaron de sí aquellas piernas como bastones que se desenfundan. Todas sus coyunturas funcionaban con trabajo, cual si estuvieran mohosas, y el pelo se le había hecho tan ralo, que su cabeza ofrecía una de esas calvas sin dignidad que suelen verse en jóvenes de poca y mala sangre. Al meterse en la cama y estirar los huesos, exhalaba un
¡ah!
que no se sabía si era de dolor o de gusto. Fortunata, fingiendo dormir, se volvió para el otro lado y a media noche dormía de veras.
A la madrugada abrió los ojos. La alcoba estaba en completa oscuridad. Oyó la respiración de su marido, áspera a ratos, a ratos silbante y con diversos flauteados, como si el aire encontrase en aquel pecho obstrucciones gelatinosas y lengüetas metálicas. Incorporose Fortunata, cediendo a un movimiento interior cuyo impulso inicial se determinó cuando estaba dormida. Lo que pensaba entonces era por demás peregrino. El disparate que se le había ocurrido, porque disparate era y de los gordos, fue que debía echarse del lecho muy callandito, buscar a tientas su ropa, vestirse... ir hacia la percha, coger su bata y ponérsela. El mantón, ¿dónde estaba? No pudo recordarlo; pero lo buscaría, a tientas también; y una vez hallado, saldría de la alcoba, cogería el llavín que estaba colgado de un clavo en el recibimiento, y ¡aire!... ¡A la calle! La idea de la evasión estuvo flameando un rato sobre sus sesos, como una luz de alcohol, sin que pudiera entender cómo se había encendido semejante idea. En el bolsillo de la bata tenía medio duro, una peseta, y algunos cuartos, la vuelta del duro que dio a Papitos para que le trajera... no recordaba qué. Pues con aquel dinero tenía bastante. ¿Para qué más? ¿Y a dónde iría? A una casa de huéspedes. No... a casa de Don Evaristo... No, porque Don Evaristo la reñiría. Esta idea de que la reñiría su
padrino
fue el golpe que le aclaró el sentido, porque la idea de la fuga era un rastro del sueño. «¿Estoy despierta o dormida?» se preguntaba al reconocer su desatino; y quedose un rato sentada en la cama, con la mano en la mejilla. El pañuelo se le había desatado de la cabeza, y deshecho el peinado, sus espesas guedejas le caían sobre los hombros. «¡Qué marido este! —pensaba, recogiéndose el cabello—, ¡ni atar un pañuelo sabe!». Después creyó ver ojos, que en aquella profunda oscuridad la miraban. «Debo de estar soñando todavía. ¿Qué me miras tú? ¿Qué dices? ¿Que estoy guapa? Ya lo creo. Más que tu mujer».
Y se volvió a acostar. Maximiliano, al revolverse, le dio un encontronazo con un omoplato. «¡Ay!, me ha hecho ver las estrellas —dijo para sí Fortunata, recogiéndose más en su lado».
—¿Duermes, vidita? —murmuró el otro despertándose, y rechupando luego como si tuviera una pastilla en la boca.
Pero sin oír la respuesta, se volvió a dormir.
A
l día siguiente Fortunata se sentía mejor; pero aún estaba en la cama cuando su marido, después de dar una vuelta por la botica, subió a verla.
—¿Qué tal? —le dijo inclinándose sobre ella y besándola en frente—. Te puedes levantar. El día está bueno. ¡Ay!, yo tengo menos salud que tú, y no me quejo tanto. Siento tal debilidad que a veces me cuesta trabajo mover un dedo. Todos los huesos me duelen, y la cabeza la siento a ratos como si estuviera vacía, sin sesos... Pero no me duele, y esto es mala señal, porque las jaquecas son un puntal de la vida. Yo no sé lo que me pasa. A ratos me distraigo, me entra como un olvido, me quedo lelo sin saber dónde estoy ni lo que hago... Pues digo, ¿y cuándo pierdo la memoria y se me va de ella lo que más sé?... Tú estarás buena mañana; pero yo no sé a dónde voy a parar con estas cosas. Dice Ballester que tome mucho hierro, pero mucho hierro, y que esto es falta de glóbulos en la sangre, y así debe de ser... Esta máquina mía nunca ha sido muy famosa, y ahora está que no vale dos cuartos...
Fortunata le miraba y sentía una lástima profunda. Quizás esta lástima refrescaba el cariño fraternal que había empezado a marchitarse. Pero no estaba muy segura de esto, y cuando le vio salir, pensaba que si aquella planta raquítica del cariño se agostaba, debía hacer ella esfuerzos colosales por impedirlo.
Poco después, hallándose en el gabinete sentada junto al balcón, por donde entraba el sol, sintió en los pasillos ruidos de voces que al pronto no se podía saber si eran de gozo o de ira. Pero ni tuvo tiempo de asustarse porque vio entrar a Nicolás haciendo aspavientos de júbilo, el rostro encendido, los ojos chispos, y llegándose a su cuñada le dio un fuerte abrazo:
—Denme todos la enhorabuena... Ya... al fin... No ha sido favor, sino justicia. Pero estoy muy agradecido a las personas que...
—¡Gracias a Dios! Ya tenemos a Periquito hecho fraile —dijo Doña Lupe, que después de haber recibido el estrujón en el pasillo, entraba tras él, radiante de dicha, porque se le quitaba de encima aquella fiera boca—. ¿Y de dónde?
—De Orihuela, tía —replicó el clérigo frotándose las manos—. Mala catedral; pero ya veremos si sale una permuta.
—Canónigo te vean mis ojos, que Papa como tenerlo en la mano.
—¡Cuánto me alegro! —dijo Fortunata por decir algo, y miró a la calle al través de los cristales, temiendo que le leyeran en la cara los pensamientos que la canonjía de su cuñado le sugería.
«¡Lo que es el mundo! —pensaba—. Razón tenía Don Evaristo. Hay dos sociedades, la que se ve y la que está escondida. Si no hubiera sido por mi maldad, ¡cuándo habría sido canónigo este tonto de capirote, ordinario y hediondo! ¡Y él tan satisfecho!».
—Me voy mañana mismo a que me den la colación... Pero antes convido a todo el mundo. Juan Pablo no lo sabe todavía. ¡Que rabie!... Ayer me apostaba que no me la darían. Ese Villalonga es una gran persona, y Feijoo lo que se llama un caballero, y el Ministro también... ¿Sabéis quién me dio la noticia? Pues Leopoldo Montes, que está ahora en Gracia y Justicia. Corrí allá, y cuando el jefe del personal de catedrales me dijo que eran ciertos los toros, creí que me daba un desmayo. La credencial estaba allí, y no me la habían mandado por no saber mis señas... Lo repito, convido a todo Cristo... a lo que quieran... y convido a las de Torquemada, a Ballester... a Doña Casta y sus simpáticas hijas...
—Para, hijo, para —dijo Doña Lupe amoscándose—, que para esas convidadas no te va a bastar el sueldo de un año; y si piensas que yo cargo con el mochuelo de los gastos, te equivocas...
Nicolás se calmó luego, tomando el tono que cuadra a un sacerdote y con el cual sabía él muy bien rectificar la descompostura que le producían la ira o el contento.
—Nada, yo estoy satisfecho, y aunque creo que me lo merezco por mis estudios y por los servicios que he prestado en el confesonario, no he de tener orgullo; y desde ahora lo digo, me he de llevar bien con mis compañeros de cabildo... esta es la cosa. A mí me gusta la paz y concordia entre príncipes cristianos. Una vida descansada, mi misita por las mañanas con la fresca, mi corito mañana y tarde, mi altar mayor cuando me toque, mi paseíto por las tardes, y vengan penas.
Cuando estaban almorzando, Fortunata no podía alejar de sí este comentario: «Si fue un bien que me adecentaras, estúpido, ya te lo he pagado y no te debo nada».
—Yo tengo que ir al Monte —le dijo más tarde Doña Lupe—, que hoy empiezan las subastas. Ten cuidado con Papitos, que estos días anda muy salida. Tú la echas a perder con tus benevolencias. Date una vuelta por la cocina y no le quites ojo. Hazle que ponga el bacalao de remojo o ponlo tú. Y que cuando yo venga esté lavada toda la ropa.
Quedose sola Fortunata con la chiquilla; pero no pudo vigilarla, porque toda la tarde estuvieron entrando visitas. Primero fue Doña Casta Moreno, viuda de Samaniego, con sus hijas, dos jóvenes muy bien educadas o que se lo creían ellas. La mamá pertenecía a la familia de los Morenos, que en el primer tercio del siglo se dividieron en dos grandes ramas, los
Morenos ricos
y los
Morenos pobres
; pero habiendo nacido en la primera de estas ramas, vino a parar a la segunda. Casó con Samaniego, hombre de bien y muy entendido en Farmacia, pero que no supo hacerse rico. Por los Trujillos, tenía Doña Casta parentesco remoto con Barbarita; pero habiendo sido muy amigas en la niñez, apenas se trataban ya, porque la fortuna y las vicisitudes de la vida las habían alejado considerablemente una de otra. Sus relaciones eran intermitentes. A veces se veían y se saludaban; a veces no. Les pasaba lo que a muchas personas que se han tratado en la infancia y que después están años y más años sin verse. Resulta que cuando se encuentran dudan si hablarse o no, y al fin no se hablan, porque ninguna se decide a ser la primera.
Más cercano y claro era el parentesco de Casta con Moreno—Isla, el cual, a pesar de ser
Moreno rico
, mantenía cierta comunicación de familia con aquella
Moreno pobre
, visitándola alguna vez. Se tuteaban por resabio de la niñez; pero sus relaciones eran frías, lo absolutamente preciso para salvar el principio del linaje. La rama de los Moreno—Isla establecía además un enlace remoto entre Doña Casta y Guillermina Pacheco; pero este parentesco era ya de los que no coge un galgo. Guillermina y la viuda de Samaniego no se habían tratado nunca.
Jactábase Doña Casta de haber educado muy bien a sus dos hijas. La mayor, Aurora, guapetona, viuda de un francés, era mujer de mucha disposición para el trabajo. Había vivido algún tiempo en Francia, dirigiendo un gran establecimiento de ropa blanca, y tenía hábitos independientes y mucho tino mercantil. La segunda, Olimpia, había estado asistiendo al Conservatorio siete años seguidos, y obtenido muchos premios de piano. Su mamá quería que fuese profesora consumada, y para demostrarlo en los exámenes y obtener buena nota, la hacía estudiar una pieza, con la cual mortificaba a la vecindad día y noche, durante meses y aun años. Contaba esta niña la serie de sus novios por los dedos de las manos; pero lo que es a casarse no habían tocado todavía.
Fortunata simpatizaba mucho con Aurora y muy poco con la mamá y con Olimpia. Temía que se burlasen de ella, por su falta de educación, y que la estimaran en poco, sabedoras de su pasado. Reconociendo que le eran las tres muy superiores por la crianza y el acertado empleo de palabras finas, a veces quedábase a oscuras de lo que hablaban, y sólo asentía con movimientos de cabeza. Siempre era de la opinión de ellas, pues aunque pensara de distinta manera, no se atrevía a expresar su disentimiento. Aquella tarde, por causa de su situación de espíritu, estaba la de Rubín más cohibida que nunca y deseando que se marchasen. Pero desgraciadamente nunca estuvo Doña Casta más habladora. Sentía mucho no encontrar a Lupe, pues deseaba comunicarle noticias de la mayor trascendencia. Aurora iba a ponerse al frente de un establecimiento de ropa blanca, montado a estilo de los mejores que hay en París y Londres. ¿Qué tal?
Esforzábase la mujer de Maxi en disimular el aburrimiento que esto le causaba, y a la hipérbole de Doña Casta respondía con exclamaciones de pasmo y asentimiento.
—Mi hija —añadió la viuda de Samaniego—, estará encargada de la dirección de los
trousseaux
, canastillas de bautizo y demás género elegante, y tendrá sueldo y participación en los beneficios. El dueño de este gran establecimiento, que tanto ha de llamar la atención, es Pepe Samaniego, a quien ha facilitado el dinero para montarlo mi
primo
Don Manuel Moreno—Isla, el hombre más bueno y más generoso del mundo, y con un capital... ¡Qué capital! Y vea usted, es soltero... y se pasa la vida en Londres aburriéndose... Lo que yo digo; podría haber hecho feliz a una joven, de las muchas que hay en la familia... Siempre que viene a verme, le largo un
espich
como él dice, él se ríe, se ríe...
—¡Pero qué me importarán a mí todas estas cosas! —pensaba Fortunata, que ya no podía sostener más tiempo el papel, ni sabía de dónde sacar los monosílabos y las sonrisas.
Por fin quiso Dios misericordioso que
las Samaniegas
se marcharan; pero no habían pasado diez minutos cuando entró Don Evaristo, con su criado, que le sostenía por el brazo derecho, y Fortunata le condujo hasta la sala en una de cuyas butacas se sentó el anciano pesadamente.
—¿Doña Lupe...?
—No hay nadie —dijo ella, lo que significaba: estoy sola, puede usted hablar con libertad.
—¡Ah! Sola... ¿Y qué tal...? Me dijeron que estabas... que estaba usted algo mala...
Después de decirle que su enfermedad no había sido nada, la chulita se sentó junto a él, haciendo propósito de contarle la verdadera dolencia que sufría, que era puramente moral, y con los más graves caracteres. Pensaba preguntar a su sabio amigo y maestro, por qué todo aquel desorden se había manifestado a consecuencia de las breves palabras que cruzó con Jacinta. ¿Qué relación tenía aquella mujer con su conducta y con sus sentimientos? Sobre esto le diría algo sustancioso aquel sagaz conocedor del corazón humano y del mundo, porque ella se devanaba los sesos y no podía dar con la razón de que
la mona
le trastornase su espíritu. Si era ángel, ¿por qué la hacía mala? ¿Por qué era con ella lo que es el demonio con las criaturas, que las tienta y les inspira el mal? Luego no era ángel. Otro punto oscuro quería consultarle, y era que sentía deseos vivísimos de parecerse a aquella mujer, y ser, si no mejor, lo mismo que ella. Luego Jacinta no era demonio.
Lo difícil era explicar esto de modo que el amigo Feijoo lo entendiese, porque ya se sabe que no se daba buena mano para encontrar las palabras que en el lenguaje corriente expresan las cosas espirituales y enrevesadas.
L
o peor del caso fue que aún no había empezado la consulta cuando entró Doña Lupe, quien invitó al señor de Feijoo a tomar chocolate. No se hizo de rogar el buen caballero, y la misma viuda de Jáuregui se lo sirvió. Mientras lo tomaba, hablaron de las visitas que tía y sobrina hacían a la calle de Mira el Río.