Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—Yo —declaraba Doña Lupe—, reconozco que no tengo valor ni estómago para practicar la caridad en ese grado. Admiro mucho a
la amiga
Guillermina; pero no la puedo imitar.
Feijoo expuso sobre aquel tema de la filantropía algunas consideraciones muy sesudas, y despidiose, dando a cada una de las señoras un fuerte apretón de manos.
Aquella noche notó Fortunata en su marido algo que la puso en cuidado. Durante la comida no había dicho una palabra; tenía el color arrebatado, estaba muy inquieto, dando a cada instante suspiros hondísimos. Cuando subió a acostarse no tenía ya el rostro encendido, sino de color de cola.
—¿Tienes jaqueca? —le preguntó su mujer, viéndole desplomarse en una silla y apoyar la cabeza en las manos.
Contestó Maxi que no, que la cabeza no le dolía nada, y que lo que le aterraba era sentir el cráneo vacío,
desalquilado
, como una casa
con papeles
.
—Hace poco —dijo con desaliento amargo—, perdí la memoria de tal modo... que... no sabía cómo te llamas tú. Venía subiendo la escalera, y me entró tal rabia, que me pregunté a gritos: «¿Pero cómo se llama, cómo se llama?...». Me acordé al entrar en la casa. Hoy estaba haciendo una medicina para un enfermo de los ojos, y en vez del sulfato de
atropina
puse el de
eserina
, que es la indicación contraria. Si no lo advierte Ballester... ¡Qué atrocidad!, dejo ciego al enfermo... No puedo trabajar. Esta cabeza se me ha trastornado. Figúrate que a ratos...
Diciendo esto la miraba de hito en hito, y Fortunata no sabía disimular bien el terror que aquellos ojos le causaban.
—Figúrate que a ratos me siento tan estúpido, pero tan estúpido, que creo tener por cabeza un pedazo de granito. No salta aquí una idea aunque me dé con un martillo. Y otros ratos parece que me vuelvo el hombre de más seso del mundo, ¡y se me ocurren unas cosas...! De tan sublimes que son no las puedo expresar; me tiembla la lengua, me la muerdo y escupo sangre... Después me quedo como el que sale de un desmayo.
—Acuéstate y descansa —le propuso su mujer compadecida y asustada—. Eso no es más que cansancio de tanto discurrir.
Maximiliano empezó a desnudarse, deteniéndose a cada momento.
—En cuanto muevo un brazo —decía con terror—, me aumentan de tal modo las palpitaciones que no puedo respirar. Ballester dice que es nervioso, una hiperquinesia del corazón, producida por la dispepsia... gases... Pero yo digo que no, que no, que esto es más grave. Es la aorta... Yo tengo una aneurisma, y el mejor día, plaf... revienta...
—No seas aprensivo... Si no leyeras librotes de Medicina no se te ocurrirían esos disparates —opinó ella sacándole los pantalones.
Quedose con las piernas tiesas, en calzoncillos, esperando a que su mujer le quitara también las botas.
—Dios te lo pague, hija de mi vida. Ayúdame, que bien lo necesita tu pobre marido. Estoy lucido, como hay Dios.
Fortunata le cogió gallardamente en brazos y le metió en la cama. Aún podía ella más. Ambos se reían; pero después de la risa, Maximiliano dio un suspiro, diciendo con la tristeza mayor del mundo:
—¡Qué fuerza tienes!... ¡Y yo qué débil! ¡Y a este llaman sexo fuerte! ¡Valiente sexo el mío!
—Duérmete y no pienses en tonterías —indicó ella que, movida de piedad, creyó oportuno y caritativo hacerle algunas caricias.
—Si no fuera por ti —dijo él, como un niño mimoso—, no se me importaría que la vida se me acabara... El mundo no vale nada sino por el amor. Es lo único efectivo y real; lo demás es figurado.
Acostose también ella, y estuvo dándole conversación hasta que le entró sueño. ¡Pobre chico! La lástima que Fortunata sentía, apagaba en su espíritu la aversión, o al menos la escondía, como en un repliegue, no permitiéndole manifestarse. Y la compasión hacía que brotaran en su voluntad aquellos deseos de virtud sublime que a ratos surgían como flor de un minuto, criada por la emulación. La emulación o la manía imitativa eran lo que determinaba la idea de que si su marido se ponía muy malo, muy malo, ella sería la maravilla del mundo por el esmero en asistirle y cuidarle. Mas para que el triunfo fuese completo era menester que a Maxi le entrase una enfermedad asquerosa, repugnante y pestífera, de esas que ahuyentan hasta a los más allegados. Ella, entonces, daría pruebas de ser tan ángel como otra cualquiera, y tendría alma, paciencia, valor y estómago para todo. «Y entonces vería
esa
si aquí hay perfecciones o no hay perfecciones, y que cada una es cada una... Lo malo sería que no lo viese, porque acá no ha de venir...».
Maximiliano la distrajo de esta meditación, dando quejidos profundos. Ya conocía aquello su mujer y sabía el remedio, que era volverlo suavemente del otro lado...
—¡Qué sueño! —murmuró Maxi medio despierto—. Soñaba que te habías marchado... y yo te había cogido de un pie, y tú tirabas, y yo tiraba más, y tirando se me rompía la bolsa del aneurisma, y todo el cuarto se llenaba de sangre, todo el cuarto, hasta el techo...
Le arrulló para que se durmiera, y ella se durmió también. Levantose temprano porque tenía que trabajar. Después de las nueve, cuando entró en la alcoba a ver si a su marido se le ofrecía alguna cosa, este se estaba vistiendo, y en una disposición de ánimo muy distinta de la que tuviera la noche anterior. No sólo parecía recobrado de su debilidad, sino que estaba inquieto, ágil y como si acabara de tomar un excitante muy enérgico. En cuanto entró su mujer, se fue derecho a ella, abotonándose el cuello de la camisa, y en tono de acritud le dijo:
—Oye... estaba deseando que vinieras para decirte que esas visitas del señor de Feijoo me cargan. Anoche te lo iba a decir y se me olvidó... Ya lo sabes... Sé que ayer tarde estuvo aquí otra vez y le dieron chocolate con mojicón. Me lo contó mi hermano Juan, que pasaba por la calle cuando él salía, y hablaron.
Fortunata estaba pasmada de aquel exabrupto, y más aún del tono. Por las mañanas, solía estar Maximiliano algo regañón y displicente; pero nunca como aquel día. Volviéndose hacia el espejo para ponerse la corbata, prosiguió diciendo:
—Es que parece que hacen las cosas a propósito para molestarme, para que rabie... Y no eres tú sola... mi tía también. Se han propuesto sin duda hacerme perder la salud.
En el espejo pudo ver Fortunata la cara pálida y contraída de Maxi, cuya susceptibilidad nerviosa se manifestaba en un movimiento vibratorio de cabeza, la cual parecía querer arrancarse por sí misma del tronco. Disculpose ella como pudo; pero él, en vez de calmarse, siguió quejándose de que le mortificaban adrede, de que se proponían acabar con él. La esposa callaba, sospechando que su marido no tenía la cabeza buena, y que sería peor llevarle la contraria. Desde entonces pudo observar que por las mañanas se repetía en Maxi la misma excitación, y la terquedad de que todas las personas de la familia se confabulaban contra él para atormentarle. Unas veces tomaba pie de alguna falta advertida en la ropa, botón caído, ojal roto, o cosa semejante. Otras, era que le ponían un chocolate muy malo para que reventara... ¡Como que le querían envenenar...!, o bien que dejaban los balcones y las puertas abiertas para que entrase un aire colado y le partiese. Estas manías iban de mal en peor, poniendo a Doña Lupe de un humor acerbísimo y haciéndole presagiar alguna desgracia. Llegó día en que Maxi se expresaba con una violencia muy opuesta a su carácter pacífico, y cuando no le contradecían, se contestaba él, echando leña por sí propio en la hoguera de su ira; y por fin se iba refunfuñando, cerraba con golpe formidable la puerta, y bajaba la escalera de cuatro en cuatro peldaños.
Por las noches el lobo se trocaba en cordero. Creeríase que la fuerte inervación de la mañana se iba gastando con los actos y movimientos de la persona en el curso del día, y que esta llegaba a la noche en el estado contrario, exhausta como el que ha trabajado mucho. Ya Fortunata se había acostumbrado a este tira y afloja, y ninguna de las extravagancias de su marido la cogía por sorpresa. Por las mañanas lo mejor era no hacerle caso, aparentando sumisión a sus exigencias; por las noches no había más remedio que halagarle y mimarle un poco; que otra cosa habría sido cruel.
Diferentes veces, en las intimidades con su cara mitad, Maximiliano había expresado esas tristezas tan comunes en los matrimonios que no tienen hijos. Fortunata no gustaba de este tópico; pero no tenía más remedio que aceptarlo. Una noche lo acogió con verdadero entusiasmo, porque llevaba a él una felicísima idea que aquel día había tenido.
—Mira tú —dijo a su esposo—; si Dios no quiere darnos una criatura, él se sabrá por qué lo hace. Pero podemos adoptar uno, buscar un huerfanito y traérnosle a casa. A mí me gustaría mucho, y a los dos nos distraería. ¿Por qué no he de hacer yo, aunque soy pobre, lo que hacen las señoras ricas, que no tienen hijos? Es muy soso un matrimonio sin chiquitín.
A Maximiliano le pareció bien la idea; pero Doña Lupe, aunque no la contradijo abiertamente, no pareció entusiasmarse con ella. Los chiquillos ensucian la casa, todo lo revuelven y enredan, y dan enormes disgustos con sus enfermedades y travesuras. Aunque expuso estas ideas con mucha discreción, Fortunata se entristeció, porque se le había metido en la cabeza desde la noche antes aquel tema de recoger un niño huérfano, y encariñada con ella, le costaba mucho trabajo desecharla. ¡Manía de imitación!
D
oña Lupe la invitó, dos días después de la tarde del choque con Jacinta, a volver a visitar a Mauricia. ¡Qué diría Doña Guillermina si no volvían! Negose Fortunata no sé con qué pretexto, a ir allá, y fue sola Doña Lupe. Era el día de San Isidro y no había ventas en el Monte de Piedad. A eso de las diez regresó muy afectada, y entrando en el gabinete donde su sobrina estaba cosiendo, le dijo:
—Hija, rézale un Padre nuestro a la pobre Mauricia.
—¡Se ha muerto! —exclamó Fortunata sintiendo una fuerte sacudida en su alma.
—Sí, a las diez y media. Parecía que estaba esperando a que llegara yo para morirse... ¡Pobrecilla! Vengo horrorizada. Si yo lo sé, no parezco por allá. Estos cuadros no son para mí. Cuando llegué estaba en su sano juicio. ¡Preguntome por ti con un interés...! Dijo que te quería más que a nadie, y que en cuantito que entrara en el Cielo, le iba a pedir al Señor que te hiciera feliz. Yo, francamente, al oír esto, vi que estaba fatal, y Severiana me dijo que anoche creyeron por dos o tres veces que se les quedaba en las manos. Le dieron congojas tan fuertes, que se le acababa la respiración... Noté también que su voz parecía salir del hueco de un cántaro muy hondo, y sonaba como lejos... La cara la tenía muy arrebatada, y los ojos hundidos, pero muy brillantes. Guillermina estaba sentada a su cabecera, y a cada rato le daba abrazos y besos, diciéndole que pensara en Dios, que padeció tanto por salvarnos a nosotros... De repente, se descompuso, hija; ¡pero de qué manera... se quedó amoratada, empezó a dar manotazos y a echar por aquella boca unas flores, ¡unas berzas...! Era un horror. En esto llegó el Padre Nones, a quien Guillermina había mandado llamar para que la auxiliase; pero todo inútil. Ni la pobre enferma podía oír lo que le decían, ni estaba su cabeza para cosas de religión. La santa tuvo una idea feliz. Le dio a beber una copa de Jerez, llena hasta los bordes. Mauricia apretaba los dientes; pero al fin, debió darle en la nariz el olorcillo, porque abriendo la bocaza, se lo atizó de un trago. ¡Cómo se relamía la infeliz! Se calmó y ¡pum!, la cabeza en la almohada. Entonces Guillermina, poniéndole una cruz entre las manos, le preguntaba si creía en Dios, si se encomendaba a Dios y a la Santísima Virgen, y a tales y cuales santos del Cielo, y contestaba ella que sí moviendo la cabeza... El Padre Nones estaba de rodillas, reza que te reza. Encendieron una vela, y te aseguro que el tufillo de la cera, los rezos y aquel espectáculo me levantaron el estómago y me han puesto los nervios como cuerdas de guitarra. Yo no quería mirar; pero la curiosidad... eso es lo que tiene... me hacía mirar. Los ojos de Mauricia se le habían hundido hasta ponérsele en la nunca, y la nariz, aquella nariz tan bonita, se le afiló como un cuchillo. Guillermina, alzando la voz, decíale que se abrazara a la cruz, que Dios la perdonaba, que ella la envidiaba por irse derechita a la gloria, y otras muchas cosas que la hacían a una llorar. La cabeza de Mauricia se iba quedando quieta, quieta... Luego la vimos mover los labios, y sacar la punta de la lengua como si quisiera relamerse... Dejó oír una voz que parecía venir, por un tubo, del sótano de la casa. A mí me pareció que dijo
más, más
... Otras personas que allí había aseguran que dijo
ya
. Como quien dice: «Ya veo la gloria y los ángeles». Bobería; no dijo sino
más
... a saber,
más Jerez
. Guillermina y Severiana le acercaron un espejo a la cara y lo tuvieron un ratito... Después todos empezaron a hablar en alta voz. Ya estaba Mauricia en el otro mundo; se había quedado de un color violado tirando a azul. A los diez minutos su fisonomía estaba tan variada, que si la ves no la conoces. Pero Guillermina... ¡Qué mujer esa! —prosiguió la de Jáuregui, después de una triste pausa, poniendo los ojos en blanco—. ¿Creerás que la amortajó con sus propias manos? No haría más si fuera su hija. Ella la lavó... ella la vistió... ella le puso el hábito... y tan tranquila. Yo habría querido ayudar; pero, francamente, no sirvo para esas cosas. Me parecía natural el ofrecerme. Bien sabía yo que la santa no había de ceder a nadie el llevar la batuta en aquella operación: lo ha tomado por oficio. Pero me ofrecí, me ofrecí. Hay que estar en todo y quedar siempre en buen lugar. Y créete que lo poco que hice tiene mérito, porque en mí es un sacrificio cualquier niñería de este género, mientras que en esa señora no lo es, por estar muy acostumbrada a revolverse entre enfermos y difuntos, como las hermanas de la caridad. Habías de verla. Y siempre con su carita tan sonrosada, y aquel pasito ligero y vivaracho. Cuando concluyó, echamos las dos un largo párrafo en la salita; hablamos de Mauricia, de la mucha miseria que hay en este Madrid, y de que gracias a las buenas almas «como usted» me dijo, se remediaban muchos males. «¿Y la sobrinita, no ha venido? —me preguntó—. El otro día me prometió unos pantalones de su marido».
—¡Ah!, sí —recordó Fortunata—. No crea usted que lo he olvidado. Ya los aparté. Son para un hombre que toca la corneta, el trombón o qué sé yo qué. Se los mandaremos a Severiana.