Fortunata y Jacinta (51 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Después de esta reticencia, que por lo terminante parecía hija de una convicción profunda, siguió contemplando y admirando su belleza. Estaba orgullosa de sus ojos negros, tan bonitos que, según dictamen de ella misma,
le daban la puñalada al Espiritui Santo
. La tez era una preciosidad por su pureza mate y su transparencia y tono de marfil recién labrado; la boca, un poco grande, pero fresca y tan mona en la risa como en el enojo... ¡Y luego unos dientes! «Tengo los dientes —decía ella mostrándoselos—, como pedacitos de leche cuajada». La nariz era perfecta. «Narices como la mía, pocas se ven»... Y por fin, componiéndose la cabellera negra y abundante como los malos pensamientos, decía: «¡Vaya un pelito que me ha dado Dios!». Cuando estaba concluyendo, se le vino a las mientes una observación, que no hacía entonces por primera vez. Hacíala todos los días, y era esta: «¡Cuánto más guapa estoy ahora que... antes! He ganado mucho».

Y después se puso muy triste. Los pedacitos de leche cuajada desaparecieron bajo los labios fruncidos, y se le armó en el entrecejo como una densa nube. El rayo que por dentro pasaba decía así: «¡Si me viera ahora...!». Bajo el peso de esta consideración estuvo un largo rato quieta y muda, la vista independiente a fuerza de estar fija. Despertó al fin de aquello que parecía letargo, y volviendo a mirarse, animose con la reflexión de su buen palmito en el espejo. «Digan lo que quieran, lo mejor que tengo es el entrecejo... Hasta cuando me enfado es bonito... ¿A ver cómo me pongo cuando me enfado? Así, así... ¡Ah, llaman!».

El campanillazo de la puerta la obligó a dejar el tocador. Salió a abrir con la peineta en una mano y la toalla por los hombros. Era el redentor, que entró muy contento y le dijo que acabara de peinarse. Como faltaba tan poco, pronto quedó todo hecho. Maximiliano la elogió por su resolución de no tomar peinadoras. ¿Por qué las mujeres no se han de peinar solas? La que no sabe que aprenda. Eso mismo decía Fortunata. El pobre chico no dejaba de expresar su admiración por el buen arreglo y economía de su futura, haciendo por sus propias manos la tarea que desempeñan mal esas bergantas ladronas que llaman criadas de servir. Fortunata aseguraba que aquella costumbre suya no tenía mérito porque el trabajo le gustaba.

—Eres una alhajita —le decía su amante con orgullo—. En cuanto a las peinadoras, todas son unas grandes alcahuetas, y en la casa donde entran no puede haber paz.

Más adelante tomarían alguna criada, porque no convenía tampoco que ella se matase a trabajar. Estarían seguramente en buena posición, y puede que algunos días tuvieran convidados a su mesa. La servidumbre es necesaria, y llegaría un día seguramente en que no se podrían pasar sin una niñera. Al oír esto, por poco suelta la risa Fortunata; pero se contuvo, concretándose a decir en su interior: «¡Para qué querrá niñeras este desventurado...!».

A renglón seguido, sacó el joven a relucir el tema del casorio, y dijo tales cosas que Fortunata no pudo menos de rendir el espíritu a tanta generosidad y nobleza de alma.

—Tu comportamiento decidirá de su suerte —afirmó él—, y como tu comportamiento ha de ser bueno, porque tu alma tiene todos los resortes del bien, estamos al cabo de la calle. Yo pongo sobre tu cabeza la corona de mujer honrada; tú harás porque no se te caiga y por llevarla dignamente. Lo pasado, pasado está, y el arrepentimiento no deja ni rastro de mancha, pero ni rastro. Lo que diga el mundo no nos importe. ¿Qué es el mundo? Fíjate bien y verás que no es nada, cuando no es la conciencia.

A Fortunata se le humedecieron los ojos, porque era muy accesible a la emoción, y siempre que se le hablaba con solemnidad y con un sentido generoso, se conmovía aunque no entendiera bien ciertos conceptos. La enternecían el tono, el estilo y la expresión de los ojos. Creyó entonces caso de conciencia hacer una observación a su amigo.

—Piensa bien lo que haces —le dijo—, y no comprometas por mí tu...

Quería decir dignidad; pero no dio con la palabra por el poco uso que en su vida había hecho de vocablos de esta naturaleza. Pero se dio sus mañas para expresar toscamente la idea, diciendo:

—Calcula que los que me conozcan te van a llamar
el marido de la Fortunata
, en vez de llamarte por tu nombre de pila. Yo te agradezco mucho lo que haces por mí; pero como te estimo no quiero verte con...

Quería decir con un estigma en la frente; pero ni conocía la palabra ni aunque la conociera la habría podido decir correctamente. «No quiero que te tomen el pelo por mí», fue lo que dijo, y se quedó tan fresca, esperando convencerle. Pero Maximiliano, fuerte en su idea y en su conciencia, como dentro de un doble baluarte inexpugnable, se echó a reír. Semejantes argumentos eran para él como sería para los poseedores de Gibraltar ver que les quisiera asaltar un enemigo armado con una caña. ¡Valiente caso hacía él de las estupideces del vulgo!... Cuando su conciencia le decía: «mira, hijo, este es el camino del bien; vete por él», ya podía venir todo el género humano a detenerle; ya podían apuntarle con un cañón rayado. Porque él iba sacando un carácter de que aún no se había enterado la gente, un carácter de acero, y todo lo que se decía de su timidez era conversación.

—Que tú seas buena, honrada y leal es lo que importa: lo demás corre de mi cuenta, déjame a mí, tú déjame a mí.

Poco después almorzaba Fortunata, y Maximiliano estudiaba, cambiando de vez en cuando algunas palabras. Toda aquella tarde dominaron en el espíritu de la joven las ideas optimistas, porque él se dejó decir algo de su herencia, de tierras e hipotecas en Molina de Aragón, asegurando que
sus viñas podían darle tanto más cuanto
. Por la noche avisaron para que les trajeran café, y vino el mozo de
la Paz
con él. Olmedo y Feliciana entraron de tertulia. Estaban de monos y apenas se hablaban, señal inequívoca de pelotera doméstica. Y es que si los estados más sólidos se quebrantan cuando la hacienda no marcha con perfecta regularidad, aquella casa, hogar, familia o lo que fuera, no podía menos de resentirse de las anomalías de un presupuesto cuyo carácter permanente era el déficit. Feliciana tenía ya pignorado lo mejorcito de su ropa, y Olmedo había perdido el crédito de una manera absoluta. Por la falta de crédito se pierden las repúblicas lo mismo que las monarquías. Y no se hacía ya ilusiones el bueno de Olmedo acerca de la catástrofe próxima. Sus amigos, que le conocían bien, descubrían en él menos entereza para desempeñar el papel de libertino, y a menudo se le clareaba la buena índole al través de la máscara. A Maximiliano le contaron que habían sorprendido a Olmedo en el Retiro estudiando a hurtadillas. Cuando le vieron sus amigos, escondió los libros entre el follaje, porque le sabía mal que le descubrieran aquella flaqueza. Daba mucha importancia a la consecuencia en los actos humanos, y tenía por deshonra el soltar de improviso la casaca e insignias de perdulario. ¿Qué diría la gente, qué los amigos, qué los mocosos, más jóvenes que él, que le tomaban por modelo? Hallábase en la situación de uno de esos chiquillos que para darse aires de hombres encienden un cigarro muy fuerte y se lo empiezan a fumar y se marean con él; pero tratan de dominar las náuseas para que no se diga que se han emborrachado. Olmedo no podía aguantar más la horrible desazón, el asco y el vértigo que sentía; pero continuaba con el cigarro en la boca haciendo que tiraba de él, pero sin chupar cosa mayor.

Feliciana, por su parte, había empezado a campar por sus respetos. Lo dicho, la honradez y el amor eran cosas muy buenas; pero no daban de comer. El calavera de oficio no se permitió aquella noche ninguna barrabasada. Sólo al entrar, y cuando los cuatro se sentaron a tomar café dijo con su habitual desenfado:

—Narices, ya está reunido aquí toíto el
Demi—Monde
.

Fortunata y Feliciana no comprendieron; pero Rubín se puso encarnado y se incomodó mucho; porque aplicar tales vocablos a personas dispuestas a unirse en santo vínculo le parecía una falta de respeto, una grosería y una cochinada, sí señor, una cochinada... Mas se calló por no armar camorra ni quitar a la reunión sus tonos de circunspección y formalidad. Acordose de que nada había dicho a su amigo del casorio proyectado, siendo evidente que Olmedo habló en términos tan
liberales
por ignorancia. Determinó, pues, revelarle su pensamiento en la primera ocasión, para que en lo sucesivo midiera y pesara mejor sus palabras.

—8—

A
quella noche fue también mala para Fortunata, pues se la pasó casi toda cavilando, discurriendo sobre si
el otro
se acordaría o no de ella. Era muy particular que no le hubiese encontrado nunca en la calle. Y por falta de mirar bien a todos lados no era ciertamente. ¿Estaría malo, estaría fuera de Madrid? Más adelante, cuando supo que en Febrero y Marzo había estado Juanito Santa Cruz enfermo de pulmonía, acordose de que aquella noche lo había soñado ella. Y fue verdad que lo soñó a la madrugada, cuando su caldeado cerebro se adormeció, cediendo a una como borrachera de cavilaciones. Al despertar ya de día, el reposo profundo aunque breve había vuelto del revés las imágenes y los pensamientos en su mente. «A mi boticarito me atengo —dijo después que echó el Padre Nuestro por las ánimas, de que no se olvidaba nunca—. Viviremos tan apañaditos». Levantose, encendió su lumbre, bajó a la compra, y de tienda en tienda pensaba que Maximiliano podía dar un estirón, echar más pecho y más carnes, ser más hombre, en una palabra, y curarse de aquel maldito romadizo crónico que le obligaba a estarse sonando constantemente. De la bondad de su corazón no había nada que decir, porque era un santo, y como se casara de verdad, su mujer había de hacer de él lo que quisiera. Con cuatro palabritas de miel, ya estaba él contento y achantado. Lo que importaba era no llevarle la contraria en todo aquello de la conciencia y de las misiones... aquí un adjetivo que Fortunata no recordaba. Era
sublimes
; pero lo mismo daba; ya se sabía que era una cosa muy buena.

Aquel día la compra duró algo más, pues habiéndole anunciado Maximiliano que almorzaría con ella, pensaba hacerle un plato que a entrambos les gustaba mucho, y que era la especialidad culinaria de Fortunata, el arroz con menudillos. Lo hacía tan ricamente, que era para chuparse los dedos. Lástima que no fuera tiempo de alcachofas, porque las hubiera traído para el arroz. Pero trajo un poco de cordero que le daba mucho aquel. Compró chuletas de ternera, dos reales de menudillos y unas sardinas escabechadas para segundo plato.

De vuelta a su casa armó los tres pucheros con el minucioso cuidado que la cocina española exige, y empezó a hacer su arroz en la cacerola. Aquel día no hubo en la cocina cacharro que no funcionara. Después de freír la cebolla y de machacar el ajo y de picar el menudillo, cuando ninguna cosa importante quedaba olvidada, lavose la pecadora las manos y se fue a peinar, poniendo más cuidado en ello que otros días. Pasó el tiempo; la cocina despedía múltiples y confundidos olores. ¡Dios, con la faena que en ella había! Cuando llegó Rubín, a las doce, salió a abrirle su amiga con semblante risueño. Ya estaba la mesa puesta, porque la mujer aquella multiplicaba el tiempo, y como quisiera, todo lo hacia con facilidad y prontitud. Dijo el enamorado que tenía mucha hambre, y ella le recomendó una chispita de paciencia. Se le había olvidado una cosa muy importante, el vino, y bajaría a buscarlo. Pero Maximiliano se prestó a desempeñar aquel servicio doméstico, y bajó más pronto que la vista.

Media hora después estaban sentados a la mesa en amor y compaña; pero en aquel instante se vio Fortunata acometida bruscamente de unos pensamientos tan extraños, que no sabía lo que le pasaba. Ella misma comparó su alma en aquellos días a una veleta. Tan pronto marcaba para un lado como para otro. De improviso, como si se levantara un fuerte viento, la veleta daba la vuelta grande y ponía la punta donde antes tenía la cola. De estos cambiazos había sentido ella muchos; pero ninguno como el de aquel momento, el momento en que metió la cuchara dentro del arroz para servir a su futuro esposo. No sabría ella decir cómo fue ni cómo vino aquel sentimiento a su alma, ocupándola toda; no supo más sino que le miró y sintió una antipatía tan horrible hacia el pobre muchacho, que hubo de violentarse para disimularla. Sin advertir nada, Maximiliano elogiaba el perfecto condimento del arroz; pero ella se calló, echando para adentro, con las primeras cucharadas, aquel fárrago amargo que se le quería salir del corazón. Muy
para entre sí
, dijo: «Primero me hacen a mí en pedacitos como estos, que casarme con semejante hombre... ¿Pero no le ven, no le ven que ni siquiera parece un hombre?... Hasta huele mal... Yo no quiero decir lo que me da cuando calculo que toda la vida voy a estar mirando delante de mí esa nariz de rabadilla».

—Parece que estás triste, moñuca —le dijo Rubín, que solía darle este cariñoso mote.

Contestó ella que el arroz no había quedado tan bien como deseara. Cuando comían las chuletas, Maximiliano le dijo con cierta pedantería de dómine:

—Una de las cosas que tengo que enseñarte es a comer con tenedor y cuchillo, no con tenedor sólo. Pero tiempo tengo de instruirte en esa y en otras cosas más.

También le cargaba a ella tanta corrección. Deseaba hablar bien y ser persona fina y decente; pero ¡cuánto más aprovechadas las lecciones si el maestro fuera otro, sin aquella destiladera de nariz, sin aquella cara deslucida y muerta, sin aquel cuerpo que no parecía de carne, sino de cordilla!

Esta antipatía de Fortunata no estorbaba en ella la estimación, y con la estimación mezclábase una lástima profunda de aquel desgraciado, caballero del honor y de la virtud, tan superior moralmente a ella. El aprecio que le tenía, la gratitud, y aquella conmiseración inexplicable, porque no se compadece a los superiores, eran causa de que refrenase su repugnancia. No era ella muy fuerte en disimular, y otro menos alucinado que Rubín habría conocido que el lindísimo entrecejo ocultaba algo. Pero veía las cosas por el lente de sus ideas propias, y para él todo era como debía ser y no como era. Alegrose mucho Fortunata de que el almuerzo concluyese, porque eso de estar sosteniendo una conversación seria y oyendo advertencias y correcciones no la divertía mucho. Gustábale más el trajín de recoger la loza y levantar la mesa, operación en que puso la mano no bien tomaron el café. Y para estar más tiempo en la cocina que en la sala, revisó los pucheros, y se puso a picar la ensalada cuando aún no hacía falta. De rato en rato daba una vuelta por la sala, donde Maximiliano se había puesto a estudiar. No le era fácil aquel día fijar su atención en los libros. Estaba muy distraído, y cada vez que su amiga entraba, toda la ciencia farmacéutica se desvanecía de su mente. A pesar de esto quería que estuviese allí, y aun se enojó algo por lo mucho que prolongaba los ratos de cocina.

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