Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—¡Estarse una matando toda la vida —prosiguió ella—, para sacar adelante al dichoso sobrinito, sortearle las enfermedades a fuerza de mimos y cuidados, darle una carrera quitándome yo el pan de la boca, hacer por él lo que no todas las madres hacen por sus hijos para que al fin!... ¡Buen pago, bueno!... No, no me expliques nada, si estoy perfectamente informada. Sé quién es esa... dama ilustre con quien te quieres casar. Vamos, que buena doncella te canta... ¿Y creerás que vamos a consentir tal deshonra en la familia? Dime que todo es una chiquillada y no se hable más del asunto.
Maximiliano no podía decir tal cosa; pero tampoco podía decir otra, porque si en el fondo de su ánimo empezaban a levantarse olas de entereza, esas olas reventaban y se descomponían antes de llegar a la orilla, o sea a los labios. Estaba tan cortado, que sintiendo dentro de sí la energía no la podía mostrar por aquella pícara emoción nerviosa que le embargaba. Dejó esparcir sus miradas por la pared testera, como buscando por allí un apoyo. En ciertas situaciones apuradas y en los grandes estupores del alma, las miradas suelen fijarse en algo insignificante y que nada tiene que ver con la situación. Maximiliano contempló un rato el grupo fotográfico de las chicas de Samaniego, Aurora y Olimpia, con mantilla blanca, enlazados los brazos, la una muy adusta, la otra sentimental. ¿Por qué miraba aquello? Su turbación le llevaba a colgar las miradas aquí y allí, prendiendo el espíritu en cualquier objeto, aunque fueran las cabezas de los clavos que sostenían los retratos.
—Explícate, hombre —añadió Doña Lupe, que era viva de genio—. ¿Es una niñería?
—No, señora —respondió el acusado, y esta negación, que era afirmación, empezó a darle ánimos, aligerándole un poco la angustia aquella de la boca del estómago.
—¿Estás seguro de que no es chiquillada? ¡Valiente idea tienes tú del mundo y de las mujeres, inocente!... Yo no puedo consentir que una pindonga de esas te coja y te engañé para timarte tu nombre honrado, como otros timan el reloj. A ti hay que tratarte siempre como a los niños atrasaditos que están a medio desarrollar. Hay que recordar que hace cinco años todavía iba yo por la mañana a abrocharte los calzones, y que tenías miedo de dormir solo en tu cuarto.
Idea tan desfavorable de su personalidad exasperaba al joven. Sentía crecer dentro la bravura; pero le faltaban palabras. ¿Dónde demonios estaban aquellas condenadas palabras que no se le ocurrían en trance semejante? El maldito hábito de la timidez era la causa de aquel silencio estúpido. Porque la mirada de Doña Lupe ejercía sobre él fascinación singularísima, y teniendo mucho que decir, no lograba decirlo. «¿Pero qué diría yo?... ¿Cómo empezaría yo?» pensaba fijando la vista en el retrato de Torquemada y su esposa, de bracete.
—Todo se arreglará —indicó Doña Lupe en tono conciliador—, si consigo quitarte de la cabeza esas humaredas. Porque tú tienes sentimientos honrados, tienes buen juicio... Pero siéntate. Me da fatiga de verte en pie.
—Es menester que usted se entere bien —dijo Maximiliano al sentarse en el sillón, creyendo haber encontrado un buen cabo de discurso para empezar—; se entere bien de las cosas... Yo... pensaba hablar a usted...
—¿Y por qué no lo hiciste? ¡Qué tal sería ello!... ¡Vaya, que un chico delicadito como tú, meterse con esas viciosonas...! Y no te quepa duda... Así, pronto entregarás la pelleja. Si caes enfermo, no vengas a que te cuide tu tía, que para eso sí sirvo yo, ¿eh?, para eso sí sirvo, ingrato, tunante... ¿Y te parece bien que cuando me miro en ti, cuando te saco adelante con tanto trabajo y soy para ti más que una madre; te parece bien que me des este pago, infame, y que te me cases con una mujer de mala vida?
Rubín se puso verde y le salió un amargor intensísimo del corazón a los labios.
—No es eso, tía, no es eso —sostuvo, entrando en posesión de sí mismo—. No es mujer de mala vida. La han engañado a usted.
—El que me ha engañado eres tú con tus encogimientos y tus timideces... Pero ahora lo veremos. No creas que vas a jugar conmigo; no creas que te voy a dejar hacer tu gusto. ¿Por quién me tomas, bobalicón?... ¡Ah, si yo no hubiera tenido tanta confianza...! ¡Pero si he sido una tonta; si me creí que tú no eras capaz de mirar a una mujer! Buena me la has dado, buena. Eres un apunte... en toda la extensión de la palabra.
Maximiliano, al oír esto, estaba profundamente embebecido, mirando el retrato de Rufinita Torquernada. La veía y no la veía, y sólo confusamente y con vaguedades de pesadilla, se hacía cargo de la actitud de la señorita aquella, retratada sobre un fondo marino y figurando que estaba en una barca. Vuelto en sí, pensó en defenderse; pero no podía encontrar las armas, es decir, las palabras. Con todo, ni por un instante se le ocurría ceder. Flaqueaba su máquina nerviosa; pero la voluntad permanecía firme.
—A usted la han informado mal —insinuó con torpeza—, respecto a la persona... que... Ni hay tal vida airada ni ese es el camino... Yo pensaba decirle a usted: «Tía, pues yo... quiero a esta persona, y... mi conciencia...»
—Cállate, cállate y no me saques la cólera, que al oírte decir que quieres a una tiota chubasca, me dan ganas de ahogarte, más por tonto que por malo... y al oírte hablar de conciencia en este tratado, me dan ganas de... Dios me perdone... ¿Sabes lo que te digo? —añadió alzando la voz—, ¿sabes lo que te digo? Que desde este momento vuelvo a tratarte como cuando tenías doce años. Hoy no me sales de casa. Ea, ya estoy yo en funciones con mis disciplinas... Y desde mañana me vuelves a tomar el aceite de hígado de bacalao. Vete a tu cuarto y quítate las botas. Hoy no me pisas la calle.
Dios sabe lo que iba a contestar el acusado. Quedó suelta en el aire la primera palabra, porque llegó una visita. Era el señor de Torquemada, persona de confianza en la casa, que al entrar iba derecho al gabinete, a la cocina, al comedor o a donde quiera que la señora estuviese. La fisonomía de aquel hombre era difícil de entender. Sólo Doña Lupe, en virtud de una larga práctica, sabía encontrar algunos jeroglíficos en aquella cara ordinaria y enjuta, que tenía ciertos rasgos de tipo militar con visos clericales. Torquemada había sido alabardero en su mocedad, y conservando el bigote y perilla, que eran ya entrecanos, tenía un no sé qué de eclesiástico, debido sin duda a la mansedumbre afectada y dulzona, y a un cierto subir y bajar de párpados con que adulteraba su grosería innata. La cabeza se le inclinaba siempre al lado derecho. Su estatura era alta, mas no arrogante; su cabeza calva, crasa y escamosa, con un enrejado de pelos mal extendidos para cubrirla. Por ser aquel día domingo, llevaba casi limpio el cuello de la camisa, pero la capa era el número dos, con las vueltas aceitosas y los ribetes deshilachados. Los pantalones, mermados por el crecimiento de las rodilleras, se le subían tanto que parecía haber montado a caballo sin trabillas. Sus botas, por ser domingo, estaban aquel día embetunadas y eran tan chillonas que se oían desde una legua.
—¿Y cómo está la familia? —preguntó al tomar asiento, después de dar su mano siempre sudorosa a Doña Lupe y al sobrino.
—Perfectamente bien —dijo la señora observando con ansiedad el semblante de Torquernada—. ¿Y en casa?
—No hay novedad, a Dios gracias.
Doña Lupe esperaba aquel día noticia de un asunto que le interesaba mucho. Como siempre se ponía en lo peor para que las desgracias no la cogieran desprevenida, pensó, al ver entrar a su agente, que le traía malas nuevas. Temió preguntarle. La cara de militar adulterado no expresaba más que un interés decidido por la familia. Al fin Torquemada, que no gustaba de perder el tiempo, dijo a su amiga:
—Vamos, Doña Lupe, que hoy estamos de buena. ¿A que no me acierta usted la peripecia que le traigo?
La fisonomía de la señora se iluminó, pues sabía que su amigo llamaba peripecia a toda cobranza inesperada. Echose él a reír, y metió mano al bolsillo interior de su americana.
—¡Ay! No me lo diga usted, Don Francisco —exclamó Doña Lupe con incredulidad, cruzando las manos—. ¿Ha pagado...?
—Lo va usted a ver... Yo... tampoco lo esperaba. Como que fui anoche a decirle que el lunes se le embargaría. Hoy por la mañana, cuando me estaba vistiendo para ir a misa, me le veo entrar. Creí que venía a pedirme más prórrogas. Como siempre nos está engañando, que hoy, que mañana... Yo no le creo ni la Biblia. Es muy fabulista. Pero en fin, pedradas de estas nos den todos los días. «Señor de Torquemada —me dice muy serio—, vengo a pagarle a usted...». Me quedé lo que llaman atónito. Como que no esperaba la peripecia. Finalmente, que me dio el
guano
, o sean ocho mil reales, cogió su pagaré, y a vivir.
—Lo que yo le decía a usted —observó Doña Lupe casi sin poder hablar, con la alegría atravesada en la garganta—. El tal Joaquinito Pez es una persona decente. Él pasa sus apurillos como todos esos hijos de familia que se dan buena vida, y un día tienen, otro no. De fijo que será jugador...
Torquemada hizo una separación de billetes, dando la mayor parte a Doña Lupe.
—Los seis mil reales de usted... dos mil míos. Buen chiripón ha sido este. Yo los contaba, como quien dice, perdidos, porque el tal Joaquinito está, según oí, con el agua al cuello. ¿Quién será el desgraciado a quien ha dado el sablazo? A bien que a nosotros no nos importa.
—Como no le hemos de prestar más...
—Mire usted, Doña Lupe —dijo Torquemada, haciendo una perfecta
o
con los dedos pulgar e índice y enseñándosela a su interlocutora.
D
oña Lupe contempló la
o
con veneración y escuchó:
—Mire usted, señora, estos señoritos disolutos son buenos parroquianos, porque no reparan en el materialismo del premio y del plazo; pero al fin la dan, y la dan gorda. Hay que tener mucho ojo con ellos. Al principio, el embargo les asusta; pero como lleguen a perder el punto una vez, lo mismo les da
fu
que
fa
. Aunque usted les ponga en la publicidad de la
Gaceta
, se quedan tan frescos. Vea usted al marquesito de Casa—Bojío; le embargué el mes pasado; le vendí hasta la lámina en que tenía el árbol genealógico. Pues, finalmente, a los tres días me le vi en un faetón, como si tal cosa, y pasó por junto a mí y las ruedas me salpicaron el barro de la calle... No es que me importe el materialismo del barro; lo digo para que se vea lo que son... ¿Pues creerá usted que encontró después quien le prestara? Ello fue al cuatro mensual; pero aun al cinco sería, como quien dice, el todo por el todo. Verdad que no molestan, y si a mano viene, cuando piden prórroga, por tenerle a uno contento le dan un destinillo para un sobrino, como hizo el chico de Pez conmigo... pero el materialismo del destino no importa; a lo mejor la pegan y de canela fina, créame usted. Por eso, ya puede venir ahora a tocar a esta puerta, que le he de mandar a plantar cebollino.
Al llegar aquí Torquemada sacó su sebosa petaca. Como tenía tanta confianza, iba a echar un cigarro; ofreció a Maximiliano, y Doña Lupe respondió bruscamente por él diciendo con desdén:
—Este no fuma.
Las operaciones previas de la fumada duraban un buen rato, porque Torquemada le variaba el papel al cigarrillo. Después encendió el fósforo raspándolo en el muslo.
—Como seguro —prosiguió—, aunque da mucho que hacer, el
chico
de la tienda de ropas hechas, José María Vallejo. Allí me tiene todos los primeros de mes, como un perro de presa... Mil duros me tiene allí, y no le cobro más que veintiséis todos los meses. ¿Que se atrasa? «Hijo, yo tengo un gran compromiso y no te puedo aguardar». Cojo media docena de capas, y me las llevo, y tan fresco... Y no lo hago por el materialismo de las capas, sino para que mire bien el plazo. Si no hay más remedio, señora. Es menester tratarles así, porque no guardan consideración. Se figuran que tiene uno el dinero para que ellos se diviertan. ¿Se acuerda usted de aquellos estudiantes que nos dieron tanta guerra?, fue el primer dinero de usted que coloqué. ¡Aquel Cienfuegos, aquel Arias Ortiz! Vaya unos peines. Si no es por mí, no se les cobra... Y eran tan tunantes, que después que iban a casa llorándome tocante a la prórroga, me los encontraba en el café atizándose bisteques... y vengan copas de ron y marrasquino... Lo mismo que aquel tendero de la calle Mayor, aquel Rubio que tenía peletería, ¿se acuerda usted? Un día, finalmente, me trajo su reloj, los pendientes de su mujer, y doce cajas de pieles y manguitos, y aquella misma tarde, aquella mismísima tarde, señora, me le veo en la Puerta del Sol, encaramándose en un coche para ir a los Toros... Si son así... quieren el dinero, como quien dice, para el materialismo de tirarlo. Por eso estoy todo el santo día vigilando a José María Vallejo, que es un buen hombre, sin despreciar a nadie. Voy a la tienda y veo si hay gente, si hay movimiento; echo una guiñada al cajón; me entero de si el chico que va a cobrar las cuentas trae
guano
; sermoneo al principal, le doy consejos, le recomiendo que al que paga no le crucifique. ¡Si es la verdad, si no hay más camino...! Finalmente, el que se hace de manteca pronto se lo meriendan. Y no lo agradecen, no señora, no agradecen el interés que me tomo por ellos. Cuando me ven entrar, ¡si viera usted qué cara me ponen! No reparan que están trabajando con mi dinero. Y finalmente, ¿qué eran ellos? Unos pobres pelagatos. Les parece que porque me dan veintiséis duros al mes, ya han cumplido... Dicen que es mucho y yo digo que me lo tienen que agradecer, porque los tiempos están malos, pero muy malos.
En toda la parte del siglo XIX que duró la larguísima existencia usuraria de Don Francisco Torquemada, no se le oyó decir una sola vez siquiera que los tiempos fueran buenos. Siempre eran malos, pero muy malos. Aun así, el 68 ya tenía Torquemada dos casas en Madrid, y había empezado sus negocios con doce mil reales que heredó su mujer el 51. Los un día mezquinos capitales de Doña Lupe, él se los había centuplicado en un par de lustros, siendo esta la única persona que asociaba a sus oscuros negocios. Cobrábale una comisión insignificante, y se tomaba por los asuntos de ella tanto interés como por los propios, en razón a la gran amistad que había tenido con el difunto Jáuregui.
—Y con esta fecha y con esta facha me voy —dijo levantándose y colgándose la capa que se le caía del hombro izquierdo.
—¿Tan pronto?
—Señora, que no he oído misa. Lo que le decía a usted, estaba vistiéndome para salir a oírla, cuando entró Joaquinito a darme la gran peripecia.