Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Poco después apareció Estupiñá, de capa verde, trayendo bajo los pliegues de ella una cosa que abultaba mucho y que guardaba con respeto. Era el crucifijo de bronce de Guillermina, hermosa escultura de bastante peso, y que Plácido no quiso entregar a nadie sino a la misma dueña de él. Esta salió al pasillo, recibió de manos de Rossini la sagrada imagen, y quitándole el pañuelo de seda que la envolvía, entró con ella en la sala, pareciéndose mucho, en tal momento, a una verdadera santa escapada del Año Cristiano para recibir culto en el pintoresco altar, que simbolizaba la ingenua sencillez y firmeza de las creencias del pueblo. Puso el Cristo en su sitio, regocijándose mucho con la admiración que producía el bronce en los circunstantes, y después salió a dar órdenes a Estupiñá.
—Vaya usted a la parroquia para que acompañe al Santísimo, y diga que traigan pronto las velas que se han de repartir aquí.
En esto, ya habían entrado Fortunata y su tía, ambas de negro, muy decentes, y mientras la de Jáuregui metía su cucharada en el corro de Guillermina, la otra pasó a ver a Mauricia. Encontrola como aturdida, sin saber lo que le pasaba. A las preguntas que le hizo, respondía con la mayor concisión, porque el temor de decir alguna palabra fea enfrenaba sus labios. Estaba reducida a usar tan sólo la tercera parte de los vocablos que emplear solía, y aún no se le quitaban los escrúpulos, sospechando que tuviese en algún eco infernal las voces más comunes. Lo que Fortunata le oyó claramente fue esto: «¡Ay, qué gusto salvarse!»... Pero al punto frunció Mauricia el ceño. Le había entrado la sospecha de que la palabra
gusto
fuese mala. Comunicó estos temores a su amiga, quien la tranquilizó sonriendo, y por fin le dijo que siendo su intención limpia, no importaba que se le saliese de la boca sin querer algún término sucio. Creyolo así la enferma; pero no las tenía todas consigo y estaba como bajo la presión de un gran temor. En un momento que cogió a Fortunata sola, le dijo temblorosa:
—Arrepiéntete de todo, chica, pero de todo... Somos muy malas... Tú no sabes bien lo malas que somos.
S
e acercaba la hora, y en el patio sonaba el rumor de emoción teatral que acompaña a las grandes solemnidades. El pueblo ocupaba el sitio infalible que la curiosidad dispone. En el portal no se cabía, y todos los chicos del barrio se habían dado cita allí, cual si creyeran que sin ellos no podía tener lucimiento alguno la ceremonia. Guillermina recorría toda la
carrera
, desde la puerta del cuarto de Severiana hasta la de la calle, dando órdenes, inspeccionando el público y mandando que se pusieran en última fila las individualidades de uno y otro sexo que no tenían buen ver. Había venido de la parroquia un hombre asacristanado, y estaba repartiendo la carga de velas que trajo.
En la parte del corredor que había de recorrer el Viático, mandó que se pusieran las niñas que lucían pañuelo de talle, y como no tuvieran velas, ordenó que se les diesen. Abocose a ella la comandanta, como un edecán de parada, para decirle que en la calle, frente al mismo portal, se había puesto un condenado pianito, tocando jotas, polkas, y
la canción de la Lola
; que esto era una irreverencia y no se podía consentir. A lo que replicó la santa que no debían ocuparse de lo que pasase fuera; pero observando al punto que el profano instrumento molestaba mucho y estorbaba la edificación del vecindario, por el apetito que algunos sentían de ponerse a bailar, bajó al portal y habló con el de Orden Público que allí estaba. Todos los individuos de este cuerpo que conocían a Guillermina, la obedecían como al mismo gobernador. Total, que el piano tuvo que salir pitando, y sus arpegios y trinos se oían después perdidos y revueltos, como si alguien estuviera barriendo sus notas por la calle de Toledo abajo.
Llegó el momento hermoso y solemne. Oíase desde arriba el rumor popular; y luego, en el seno de aquel silencio que cayó súbitamente sobre la casa como una nube, la campanilla vibrante marcó el paso de la comitiva del Sacramento. El altar estaba hecho un ascua de oro con tantísima luz, que reflejaba en el talco de las flores. Había sido entornada la ventana, y todos de rodillas esperaban. El
tilín
sonaba cada vez más cerca; se le sentía subir la escalera entre un traqueteo de pasos; después llegaba a la puerta; vibraba más fuerte en el pasillo entre el muge—muge de los latines que venía murmurando el acólito. Apareció por fin el Padre Nones, tan alto que parecía llegaba al techo, un poco encorvado, la cabeza blanca como el vellón del Cordero Pascual, llevando agasajado el porta—formas entre los pliegues de la capa blanca. Arrodillose ante el altar y allí estuvo rezando un ratito. Mauricia estaba en aquel instante blanca, diáfana, y sus ojos entornados y como sin vida miraban al sacerdote y lo que entre manos traía. Guillermina se le puso al lado y acercó su rostro al de ella. Cuando el sacerdote se aproximaba, la santa susurró al oído de la enferma, como secreto de ángeles, estas palabras: «Abre la boca». El cura dijo: «
Corpus Domini Nostri
, etc.» y todo quedó en silencio, y los párpados de Mauricia se abatieron, proyectando sobre las ojeras la sombra de sus largas pestañas.
Poco después salió la comitiva, precedida de la campanilla, entre la calle formada por mujeres arrodilladas, con velas o sin ellas. Se sintió que bajaba, que salía y se alejaba por la calle. Cuando ya no se oía más el
tilín
, Guillermina, cesando de rezar, acercó su cara a la de Mauricia y empezó a darle besos. Todas las demás, lloriqueando, la felicitaban con ruidosos aspavientos, y por fin la misma santa hubo de mandar que cesaran aquellas manifestaciones de regocijo, porque la enferma se afectaba mucho, y podría resultarle algún retroceso peligroso. Mas por efecto de la excitación, Mauricia no sentía dolor ni molestia alguna; estaba como bajo la acción de fortísimo anestésico, de los que producen efectos infalibles aunque pasajeros. Desde la edad de doce años, en que la llevaron a comulgar por primera vez, no había vuelto a verse en otra como aquella, y con la impresión recibida retrogradaba su pensamiento a la infancia, llegando hasta adormecerse por breves momentos en la ilusión de que era niña inocente y pura, y de que, como entonces, ignoraba lo que son pecados gordos.
También mandó Guillermina despejar la habitación y que se apagaran las luces. Entre la mucha gente que había entrado, veíanse dos mujeres muy bien vestidas a la chulesca, con mantón color café con leche, delantal azul, falda de tartán, pañuelos de color chillón a la cabeza, el peinado rematado en
quiquiriquí
con peina de bolas, el calzado de la más perfecta hechura y ajuste. Parecían deseosas de hablar a Mauricia; pero no se atrevían a adelantarse hasta la cama. Guillermina, concluida la ceremonia, no les quitaba ojo, y por fin resolvió darles el quién vive.
—Señoras mías —les dijo—, ¿qué bueno traen ustedes por aquí? Si han venido por devoción, me parece muy bien. Pero si vienen a curiosear, siento tener que decirles que tomen la puerta y que aquí no hacen falta para nada.
Salieron las tales muy corridas, echando de sus bocas, por la escalera abajo, palabras absolutamente contrarias a los latines que pocos momentos antes se habían oído en el propio sitio. Todas las que presenciaron la
indirecta
que les echó la señora, la celebraron mucho, diciéndole Doña Lupe al pasar a la sala:
—Vaya unas despachaderas que tiene usted, amiga mía. Eso se llama carácter.
—Una de ellas —dijo Severiana—, es
Pepa la Lagarta
... mujer de historia, ¿sabe?... la que dicen mató a su marido con una aguja de coser serones... muy amigota de Mauricia, a quien debe quinientos reales... Y no se los puede sacar... ¿Pero creen ustedes que no tiene dinero? Ya quisiera yo... Gasta como una marquesa, y el mes pasado costeó, en San Cayetano, una novena a la Virgen de las Angustias, que era lo que había que ver...
—¿Novena?
—Sí, porque sanara el
Clavelero
, un chulito que tiene muy guapín, el cual recibió un achuchón en la plaza de Leganés... como que le entró el pitón por salva la parte... Pues el
Clavelero
sanó. ¿Y eso...? Vea usted, señora, ¡qué cosas hace la Virgen!
—Ella se sabrá lo que le conviene, tonta.
Poco después se retiró Guillermina. La casa volvió a tomar su aspecto ordinario. La comandanta y Doña Lupe estaban en la sala hablando de la rifa de la maravillosa colcha que decoraba el altar. Fortunata y Severiana acompañaban a Mauricia, que se aletargaba lentamente, pues no había dormido nada la noche anterior. Doña Fuensanta, deseosa de mostrar a la señora de Jáuregui sus habilidades, la invitó a pasar a la casa inmediata. Hay que decir de paso que Doña Lupe estaba algo desilusionada, pues había creído que Guillermina iba siempre a sus visitas benéficas con un regimiento de señoras. «¿Pero dónde están esas
damas distinguidas
de que hablan los periódicos? Por lo que voy viendo, aquí no viene más
dama
que yo».
Viendo Fortunata que Mauricia se dormía profundamente, salió a la sala. No había nadie. Acercose a la ventana, mirando a la calle por entre los cristales, y allí estuvo un largo rato con la atención vagabunda y el pensamiento adormilado, cuando un rumor en el pasillo la sacó de su abstracción. Al volverse, se quedó atónita, viendo a Jacinta que, detenida en la puerta, alargaba la cabeza para ver quién estaba allí. Traía de la mano una niña, vestida a la moda, pero con sencillez y sin pizca de afectación de elegancia. Avanzó hacia Fortunata; interrogándola con aquella sonrisa angelical que vista una vez no se podía olvidar. Sentía la de Rubín una gran turbación, mezcla increíble de cortedad de genio y de temor ante la superioridad, y se puso muy colorada, después como la cera. Debió Jacinta preguntarle algo; sin duda la otra no acertó a responderle. La señora de Santa Cruz se acercó a la puerta que comunicaba con la otra sala. Entonces Fortunata, que se hallaba detrás, dijo:
—Se ha quedado dormida.
Volviéndose hacia ella, otra vez le echó Jacinta aquella mirada y aquella sonrisa que la asesinaban.
—En ese caso, esperaremos un poco —indicó en voz casi imperceptible, sentándose en una de las sillas de paja.
Fortunata no sabía qué hacer. No tuvo valor para marcharse, y se sentó en el sofá. Casi en el mismo instante la Delfina sintiose vacilar en su asiento, porque la silla estaba inválida, y se pasó al sofá. Halláronse las dos juntas, tocando falda con falda. Fortunata, por no mirar a su rival, miraba a la niña, a quien aquella tenía en pie delante de sí, cogiéndola de las manos. Observó la de Rubín el trajecito azul de Adoración, sus botas, todo su decente atavío, y en aquella inspección fisgona que hizo, sus miradas y las de Jacinta se encontraron alguna vez. «¡Oh, si tú supieras al lado de quién estás!» pensaba Fortunata, y aquí su temor se desvanecía un tanto, para dejar revivir la ira. «Si yo te dijera ahora quién soy, padecerías quizás más de lo que yo padezco». Adoración quería decir algo; pero Jacinta le tapaba la boca, y mirando a la de Rubín se sonreía con esa ingenuidad que indica ganas de trabar conversación. Comprendiolo la otra, diciendo para sí: «No, pues yo no he de buscarte la lengua». La niña, aquel dato vivo de la bondad de la Delfina, no podía menos de determinar en Fortunata un pensamiento distinto de los anteriores. Pero sus renovados odios trataban de envenenar la admiración: «¡Oh!, sí, señora —pensaba—. Ya sabemos que tiene usted un sin fin de perfecciones. ¿A qué cacarearlo tanto
...
? Poco falta para que lo canten los ciegos. Si estuviéramos como usted, entre personas decentes, y bien casaditas con el hombre que nos gusta, y teniendo todas las necesidades satisfechas, seríamos lo mismo. Sí, señora; yo sería lo que es usted si estuviera donde usted está... Vaya, que el mérito no es tan del otro jueves, ni hay motivo para tanto bombo y platillo. Y si no, venga usted a mi puesto, al puesto que tuve desde que me engañó
aquel
, y entonces veríamos las perfecciones que nos sacaba la mona esta».
Y las miradas de la de Santa Cruz volvieron a flecharla. Eran un comentario que con los ojos ponía a la tontería o pueril gracia que Adoración acababa de decirle. Sin saber cómo, aquel nuevo flechazo trajo a la mente de Fortunata un pensamiento que en cierto modo se eslabonaba con la presencia de la niña. Acordose de que Jacinta había querido recoger a otro niño, creyéndolo hijo de su marido... «¡Y mío...! ¡Creyéndolo el mío!». Desde la altura de esta idea, se despeñó en un verdadero abismo de confusiones y contradicciones... ¿Habría hecho ella lo mismo? «Vamos, que no... que sí... que no, y otra vez que sí...». ¡Y si el
Pituso
no hubiera sido una falsificación de Izquierdo; si en aquel instante, en vez de mirar allí a la niña de Mauricia, viera a su pobre Juanín...! Le entraron tan fuertes ganas de echarse a llorar, que para contenerse evocó su coraje, tocando el registro de los agravios, segura de que le sacarían del laberinto en que estaba. «Porque tú me quitaste lo que era mío... y si Dios hiciera justicia, ahora mismo te pondrías donde yo estoy, y yo donde tú estás, grandísima ladrona...». No siguió, porque Jacinta, no pudiendo resistir más las ganas de entablar conversación, la miró otra vez y le hizo esta preguntita:
—¿Qué tal estuvo la Comunión? Y Mauricia, ¿qué tal?...
He aquí a la prójima otra vez turbada y sin saber lo que le pasaba.
—Muy bien... pero muy bien... Mauricia contenta...
Agradeció mucho Fortunata que en aquel momento se abriese suavemente la puerta de la alcoba y apareciera la cabeza de Severiana. Hacia ella fue corriendo Adoración.
—Chitito —le dijo su tía, entrando pasito a paso—. No hagas ruido, que tu mamá está dormida. Tiempo hace que no ha cogido un sueño tan largo. ¡Ay, señorita, lo que se perdió usted! Ha estado todo tan bien, que daba gusto.
Mientras la Delfina y Severiana hablaban, Fortunata, que continuaba sentada, examinó con curiosidad a la esposa de
aquel
, fijándose detenidamente en el traje, en el abrigo, en el sombrero... No le parecía propio venir de sombrero; pero por lo demás, no había nada que criticar. El abrigo era perfecto. La de Rubín hizo propósito de encargarse el suyo exactamente igual. Y la falda, ¡qué elegante! ¿Dónde se encontraría aquella tela? Seguramente era de París.
Oyose la voz ronca de Mauricia. Su hermana entró corriendo, y Jacinta miraba por el hueco de la puerta entornada. Cuando Severiana volvió a la sala, la señorita dijo: