Fortunata y Jacinta (89 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Moreno ayudará —díjole su amiguita, llevándola a otra pieza para hablar con más libertad.

—No sé... está incomodado conmigo... Esta mañana hemos reñido... La verdad... me enfadé, me tuve que enfadar. Figúrate que esta vez viene más hereje que nunca. Cada uno es dueño de condenarse; ¿pero a qué viene decirme a mí cosas contra la religión?

—¡Qué malo!

—Y tantas fueron sus burlas y sacrilegios que... Dios me lo perdone... me incomodé. Le dije que no me hacía falta su dinero para nada, y que tendría miedo de tomarlo en mis manos, por ser dinero de Satanás. Pero esto es un dicho, ¿sabes?

—Claro.

—¿Y aquí no ha hablado de religión?

—No, ni jota. Mamá no se lo toleraría. Ha hablado de que en España hay más pulgas que en Francia.

—¡Dale! ¡Qué importará que haya pulgas con tal que haya cristiandad! Las cosas que dicen estos herejotes nos indignarían si no las tomáramos a risa. Tú no sabes bien lo protestante y calvinista que viene ahora. Me horripilé oyéndole. Pero en fin, allá se entenderá con Dios; y entre tanto, lo que importa es que afloje los cuartos para mi obra. Y que le ha de valer para su alma, aunque él no quiera... Con que a ver si me le catequizas.

—Haré lo que pueda... Veremos, le diré algo...

—No vayas a olvidarte... Adiós, hija de mi alma. Me voy; esta noche me contarás lo que te diga. Creo que no nos dejará mal, porque en el fondo es un buenazo. A poco que se le raspe la corteza de hereje, sale aquella pasta de ángel de otros tiempos. Quédate con Dios.

Volvió Jacinta al comedor. Si cumplió o no el encargo de Guillermina, lo veremos a su tiempo. Más que reunir dinero para el asilo, preocupaba a la dama el ver resuelto según su deseo lo que ella y su marido habían tratado la noche anterior. Movida de este afán, así que se marcharon Moreno y Villalonga, cogió por su cuenta al Delfín, y otra vez trataron ambos la cuestión de la ruptura. De acuerdo estaban en lo principal, discrepando sólo en el procedimiento más adecuado, pues ella opinaba por una carta y él por una entrevista de despedida. Al fin, tras laboriosa discusión, prevaleció este criterio, como verá el que siga leyendo.

—III—

La revolución vencida

—1—

Q
uien supiera o pudiera apartar el ramaje vistoso de ideas más o menos contrahechas y de palabras relumbrantes, que el señorito de Santa Cruz puso ante los ojos de su mujer en la noche aquella, encontraría la seca desnudez de su pensamiento y de su deseo, los cuales no eran otra cosa que un profundísimo hastío de Fortunata y las ganas de perderla de vista lo más pronto posible. ¿Por qué lo que no se tiene se desea, y lo que se tiene se desprecia? Cuando ella salió del convento con corona de honrada para casarse; cuando llevaba mezcladas en su pecho las azucenas de la purificación religiosa y los azahares de la boda, parecíale al Delfín digna y lucida hazaña arrancarla de aquella vida. Hízolo así con éxito superior a sus esperanzas, pero su conquista le imponía la obligación de sostener indefinidamente a la víctima, y esto, pasado cierto tiempo, se iba haciendo aburrido, soso y caro. Sin variedad era él hombre perdido; lo tenía en su naturaleza y no lo podía remediar. Había que cambiar de forma de Gobierno cada poco tiempo, y cuando estaba en república, ¡le parecía la monarquía tan seductora...! Al salir de su casa aquella tarde, iba pensando en esto. Su mujer le estaba gustando más, mucho más que aquella situación revolucionaria que había implantado, pisoteando los derechos de dos matrimonios.

«¿Quién duda —seguía pensando—, que es prudente evitar el escándalo? Yo no puedo parecerme a este y el otro y el de más allá, que viven en la anarquía, señalados de todo el mundo. Hay otra razón, y es que se me está volviendo antipática, lo mismo que la otra vez. La pobrecilla no aprende, no adelanta un solo paso en el arte de agradar; no tiene instintos de seducción, desconoce las gaterías que embelesan. Nació para hacer la felicidad de un apreciable albañil, y no ve nada más allá de su nariz bonita. ¿Pues no le ha dado ahora por hacerme camisas? ¡Buenas estarían!... Habla con sinceridad; pero sin gracia ni
esprit
. ¡Qué diferente de Sofía la Ferrolana, que, cuando Pepito Trastamara la trajo del primer viaje a París, era una verdadera Dubarry españolizada! Para todas las artes se necesitan facultades de asimilación, y esta marmotona que me ha caído a mí es siempre igual a sí misma. Con decir que hace días le dio por estar rezando toda la tarde... ¿Y para qué?... para pedirle a Dios chiquillos... ¡Al Demonio se le ocurre...! En fin, que no puedo ya más, y hoy mismo se acaba esta irregularidad. ¡Abajo la república!».

Pensando de este modo, había llegado a la casa de su querida, y en el momento de poner la mano en el llamador, un hecho extraño cortó bruscamente el hilo de sus ideas. Antes de que llamara, se abrió la puerta, dando paso a un señor mayor, de muy buena presencia, el cual salió, saludando a Santa Cruz con una cortés inclinación de cabeza. La misma Fortunata le había abierto la puerta y le despedía.

Juan entró. La salida de aquel señor le produjo en un instante dos sentimientos distintos que se sucedieron con brevedad. El primero fue algo de enojo, el segundo satisfacción de que el acaso le proporcionase un buen apoyo para el rompimiento que deseaba... «Me parece que yo conozco a este señor tan terne. Le he visto, le he visto en alguna parte —pensaba entrando hacia la sala—. ¡Si tendremos gatuperio...! Estaría bueno. Pero más vale así».

Y en alta voz y de mal modo, preguntó a Fortunata:

—¿Quién es ese viejo?

—Yo creí que le conocías. Don Evaristo Feijoo, coronel o no sé qué de milicia... Es grande amigo de Juan Pablo.

—¿Y quién es Juan Pablo? ¡Vaya unos conocimientos que me quieres colgar...!

—Mi cuñado.

—¿Y cuándo he conocido yo a tu cuñado, ni qué me importa?... Estamos bien. ¿Y a qué venía aquí ese señor... Feijoo, dices? Me parece que es amigo de Villalonga.

—Ha venido a visitarme, y esta es la tercera vez... Es un señor muy bueno y muy fino. ¿Qué te crees, que viene a hacerme el amor? ¡Qué tontito! Pero en resumidas cuentas, si te parece que no debo recibirle, no lo haré más. Y aquí paz...

—No, no; recíbele todo lo que quieras —dijo él variando de táctica con la rapidez del genio—. Si, como dices, es una persona formal, podría ser que te conviniera cultivar su amistad.

Fortunata no comprendió bien, y él se envalentonó con el silencio de ella.

—Porque, hija mía, yo debo decirte que no podemos seguir así.

Pensaba el muy tuno que lo mejor era cortar por lo sano, planteando la cuestión desde el primer momento con limpieza y claridad.

La salita en que estaba tenía ese lujo allegadizo que sustituye al verdadero allí donde el concubinato elegante vive aún en condiciones de timidez y más bien como ensayo. Había muebles forrados de seda y cortinas hermosas; pero aquellos eran feotes, de amaranto combinado con verde—limón; las cortinas estaban torcidas, las guardamalletas mal colocadas, la alfombra mal casada; y las jardineras de bazar, con begonias de trapo, cojeaban. El reloj de la consola no había sabido nunca lo que es dar la hora. Era dorado, con figuras como de pastores, haciendo juego con candelabros encerrados en guardabrisas. Había laminitas compradas en baratillos, con marcos de cruceta, y otras mil porquerías con pretensiones de lujo y riqueza, todo ello anterior a la transformación del gusto que se ha verificado de diez años a esta parte. Santa Cruz miraba esta sala con cierto orgullo, viendo en ella como un testimonio de su esplendidez; pero al mismo tiempo solía ridiculizar a Fortunata por su mal gusto. Ciertamente que para vestirse tenía instintos de elegancia; pero en muebles y decoración de casa desbarraba. En suma, que ella tendría todas las cualidades que quisiera; pero lo que es
chic
no tenía.

Sentado en el sofá y con el sombrero puesto, Juan contempló aquel día todo lo que allí había, gozándose en la idea de que lo miraba por última vez. Fortunata estaba en pie, delante de él, y luego se sentó en una banqueta, fijando los ojos en su amante, como en expectativa de algo muy grave que de él esperaba oír.

«Si esta pavisosa —pensó Santa Cruz mirándola también—, viera con qué donaire se sienta en un
puff
Sofía la Ferrolana, tendría mucho que aprender. Lo que es esta, ni a palos aprenderá nunca esas blanduras de la gata, esos arqueos de un cuerpo pegadizo y sutil que acaricia el asiento ¡Ah! ¡Qué bestias nos hizo Dios!...».

Y en alta voz:

—Dime, ¿por qué no te has puesto la bata de seda, como te he mandado?

—¡Qué cosas tienes!... No la quiero estropear.

—Eso es... —dijo el otro riendo sin delicadeza—, guárdala para los días de fiesta. Así me gusta a mí la gente, arregladita... Y cuando yo vengo aquí te pones la batita de lana, que unos días apesta a canela y otros a petróleo...

—Mentira —replicó Fortunata, oliendo su propio vestido—. Está bien limpia. ¿Para qué dices lo que no es?

—No, lo que es dentro de casa, tú estás por aquello de
ya engañé
. Eso; ponte bien ordinaria y todo lo cursi que puedas.

—¡Ay, qué gracia!... pues hoy no me he puesto la bata de seda, porque he estado toda la mañana en la cocina.

—¿Haciendo qué?

—Escabeche de besugo.

—Bien; me gusta.
Jormiguita
para cuando vengan los malos tiempos —dijo el Delfín con benévola ironía—. Pues hija, yo tengo que hablarte hoy con claridad. Te quiero demasiado para andar en misterios contigo. Tú eres razonable, te haces cargo de las cosas y comprenderás que tengo razón en lo que te voy a decir.

Este lenguaje desconcertó a Fortunata, porque le recordaba el otra vez usado para licenciarla. Pero él creyó oportuno mostrarse cariñoso, y la hizo sentar a su lado para pasarle la mano por la cara y hacerle algunas zalamerías de las que se emplean con los niños cuando se les quiere hacer tomar una medicina.

—Ven acá, y no te asustes. Yo no quiero más que tu bien. No dirás que no he hecho por ti cuanto estaba en mi mano. Por mi parte, bien lo sabes tú, seguiríamos lo mismo; pero mi mujer se ha enterado... anoche hemos tenido una bronca espantosa, pero espantosa, chica; no puedes figurarte cómo se puso. Se desmayó; tuvimos que llamar al médico. La más negra fue que mis papás se enteraron también del motivo, y... una chilla por aquí, otra por allá; mi padre furioso... entre todos me querían comer.

Fortunata estaba tan absorta y aterrada, que no podía pronunciar palabra alguna.

—Ya te he dicho que lo paso todo, menos dar un disgusto a mis padres. Así es que anoche me planté conmigo mismo, y dije: «Aunque me muera de pena, esto se tiene que acabar». Sé que me costará una enfermedad. El golpe será rudo. No se arranca fibra tan sensible sin que duela mucho. Pero es preciso, y para estos casos son los caracteres...

Mientras ella empezaba a lloriquear, Juan se decía: «Ahora viene la lagrimita. Es infalible. Preparémonos».

—Tonta, no llores, no te aflijas —añadió besándola—. Mira que yo estoy con el alma en un hilo, y si te veo flaquear, soy hombre perdido.

Procuraba mostrarse a dos dedos de romper en llanto, y ponía una cara muy triste.

—No creas —balbució la prójima entre sollozos—. Te veía venir. Hace días que la estás tú tramando... Bueno, hemos concluido.

—No, si yo te querré siempre, nena negra. Sólo que no puedo visitarte más. Alguna vez... no digo que no... Pero así, con esta manera de vivir... imposible. Madrid, que parece grande, es muy chico, es una aldea. Aquí todo se hace público, y al fin no hay más remedio que bajar la cabeza. Yo soy casado, tú también; estamos pateando todas las leyes divinas y humanas. Si hubiera muchos como nosotros, pronto la sociedad sería peor que un presidio, un verdadero infierno suelto. ¿No has pensado tú alguna vez en esto?

Lo que Fortunata había pensado era que el amor salva todas las irregularidades, mejor dicho, que el amor lo hace todo regular, que rectifica las leyes, derogando las que se le oponen. Lo había dicho varias veces a su amante, expresándose de una manera ruda; pero en aquel lance, parecíale ridículo volver sobre aquella idea verdadera o falsa del amor, porque en su buen instinto comprendía que toda aquella hojarasca de leyes divinas, principios, conciencia y demás, servía para ocultar el hueco que dejaba el amor fugitivo. Pero ella no lo seguiría jamás al terreno de la controversia, porque no sabía desenvolverse con tanta palabra fina.

—Ya me lo decía el corazón —exclamaba, apretando el pañuelo contra sus ojos.

—No se puede uno sustraer a los principios —prosiguió él—. Las conveniencias sociales, nena mía, son más fuertes que nosotros, y no puede uno estar riéndose de ellas mucho tiempo, porque a lo mejor viene el garrotazo, y hay que bajar la cabeza. Yo quisiera que tú te penetraras bien de esto... Nunca te he dicho nada; pero a veces, aquí mismo he sentido mi conciencia tan alborotada, que...

Fortunata le miró de un modo que le hizo callar... «¡A buenas horas y con sol! —quería decir aquella mirada—. Después que hemos cometido todos los crímenes, ahora salimos con escrúpulos... Y yo pago la falta de los dos...

—Bien merecido me lo tengo —declaró en un arranque de dolor combinado con la rabia—, porque los dos hemos sido malos; pero yo he sido más mala que tú... yo dejo tamañitas a todas... ¡Dios, con la que yo hice! ¡Portarme como me porté con aquella familia! Tú me decías que no era nada, cuando yo me ponía triste... pensando en lo que había hecho, sí, y te reías... te reías.

—Sí... Pero...

—Repito que te reías... Pero ¡cómo! A carcajadas, llamándome simple y qué sé yo qué... Bien, bien; bastante hemos hablado... Te vas, pues muy santo y muy bueno. Lo sentiré; calcula si lo sentiré... pero ya me iré consolando. No hay mal que cien años dure. ¡Aire, aire!

Se limpiaba rápidamente las lágrimas, fingiendo una fortaleza que no tenía.

—Nos separaremos como amigos —dijo Santa Cruz tomándole una mano, que ella separó prontamente—, y me retiro dándote un buen consejo.

—¿Cuál? —preguntó ella más airada que dolorida.

—Que te unas... que procures unirte otra vez con tu marido.

—¡Yo...! —exclamó la señora de Rubín con indecible terror—. ¡Después de...!

—Ya te serenarás, hija. ¡El tiempo! ¿Sabes tú los milagros que ese señor hace? Tú lo has dicho: no hay mal que cien años dure, y cuando se tocan de cerca los grandes inconvenientes de vivir lejos de la ley, no hay más remedio que volver a ella. Ahora te parece imposible; pero volverás. Si es lo natural, es lo fácil, lo fácil... Solemos decir: «tal cosa no llega nunca—. Y sin embargo llega, y apenas nos sorprende por la suavidad con que ha venido.

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