Fortunata y Jacinta (90 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Levantose la joven disparada, y se metió en su gabinete. Estaba como una loca. Juan la siguió, temiendo que le acometiese un acceso de desesperación. Ambos se encontraron en la puerta de la alcoba. Él entraba, ella salía.

—¿Sabes lo que te digo?... —gritó Fortunata con la voz ronca de despecho y dolor—. Que ya estás demás aquí.

—Pero no te irrites...

—¡Fuera, fuera! —gritaba ella empujándole con ruda energía.

Santa Cruz reconoció aquella fuerza casi superior a la suya, y no tenía gran empeño en oponerse a ella. Por punto, hizo como que sus brazos intentaban someter a los de su querida. Esta pudo más y cerró violentamente la puerta de la alcoba. El Delfín tocó en los cristales, diciendo:

—Si no hay motivo para tanta bulla... Nena, nena negra, abre... Ten calma y no te sofoques... ¡Bah!, siempre eres así...

Pero de dentro de la alcoba no venía ninguna respuesta, ni una voz siquiera. Juan aplicó el oído, creyendo sentir sollozos... gemidos sofocados. Pronto comprendió que no podía apetecer mejor coyuntura para plantarse rápidamente en la calle y dar por terminado el enojoso trámite de la ruptura.

«Pero aún me falta la última parte —pensó echando mano a su cartera—. No puedo abandonarla así... —Después de meditar un rato, volvió a guardar la cartera y se dijo—: Mejor será que me vaya... Se lo mandaré en una carta... Adiós. No dirá Jacinta que...».

Salió de puntillas, como se sale de la casa en que hay un enfermo grave.

—2—

E
n el resto de aquel aciago día, dicho se está que la pobre señora de Rubín se entregó a las mayores extravagancias, pues tal nombre merecen sin duda actos como no querer comer, estar llorando a moco y baba tres horas seguidas, encender la luz cuando aún era día claro, apagarla después que fue noche por gusto de la oscuridad, y decir mil disparates en alta voz, lo mismo que si delirara. La criada intentó tranquilizarla; pero los consuelos verbales la irritaban más. A eso de las nueve, la dolorida se levantó con resolución del sofá en que se había echado, y a tientas, porque el gabinete estaba oscurísimo, buscó su mantón. «Ya verán, ya verán» murmuraba en su agitación epiléptica; y a tientas buscó también las botas y se las puso. Pañuelo a la cabeza, mantón bien recogido sobre los hombros, y a la calle... Salió con rapidez y determinación, como quien sabe a dónde va y obedece a uno de esos formidables impulsos en línea recta que conducen a toda acción terminante. Ni tiempo dio a que Dorotea pudiera detenerla, porque cuando esta la vio, ya estaba abriendo la puerta y salía como una saeta.

Eran las nueve de la noche. Fortunata atravesó con paso ligero la calle de Hortaleza, la Red de San Luis. No debía de estar muy trastornada cuando en vez de tomar por la calle de la Montera, en la cual el gentío estorbaba el tránsito, fue a buscar la de la Salud y bajó por ella, considerando que por tal camino ganaba diez minutos. De la calle del Carmen pasó a la de Preciados, sin perder ni un momento el instinto de la viabilidad. Atravesó la Puerta del Sol por frente a la casa de Cordero, y ya la tenéis subiendo por la calle de Correos hacia la plazuela de Pontejos. Ya llegaba, y a medida que veía más cerca el objeto de su viaje, parecía como que se le iba acabando la cuerda epiléptica que la impulsaba a la febril marcha. Vio el portal de la casa de Santa Cruz, y sus miradas se internaron con recelo por aquella cavidad ancha, de estucadas paredes, y alumbrada por mecheros de gas. Ver esto y pararse en firme, con cierta frialdad en el alma, sintiendo el choque interior de toda velocidad bruscamente enfrenada, fue todo uno.

Ver el portal fue para la prójima, como para el pájaro, que ciego y disparado vuela, topar violentamente contra un muro. Los que obran bajo la acción de impulsos cerebrales, irresistibles y mecánicos, como los instintos que atañen a la conservación, van muy bien en su carrera mientras no ven el fin más que en la representación falsa que de él les da su deseo; pero cuando la realidad de aquel fin se les pone delante, ofreciéndoseles como acción sometida a las leyes generales, no hay velocidad que no tenga su rechazo. ¿Cuál era el intento de Fortunata y qué iba a hacer allí? ¡Friolera!... Pues nada más que entrar en la casa sin pedir permiso a nadie, llamar, colarse de rondón, dando gritos y atropellando a todo el que encontrara, llegarse a Jacinta, cogerla por el moño y... Esto de cogerla por el moño no se determinó bien en su voluntad; pero sí que le diría mil cosas amargas y violentas. Tal pensaba cuando le entró aquel desatino de salir de su casa y correr hacia la plazuela de Pontejos. Y cuando bajaba por la calle de la Salud, iba pensando así: «No se me quedará en el cuerpo nada, nada. Ella es la que me hace desgraciada, robándome a mi marido... Porque es mi marido: yo he tenido un hijo suyo y ella no... Vamos a ver, ¿quién tiene más derecho? Entrañas por entrañas, ¿cuáles valen más?». Estos enormes disparates, nacidos del trastorno que en su cerebro reinara, persistieron cuando estaba parada y atónita delante del portal de los de Santa Cruz.

«Pues no sé por qué no entro y armo la escandalera que debo armar...».

Pero la contenía un cierto respeto que no acertaba a explicarse. Se alejó, y desde la acera de enfrente miró hacia la casa, diciendo para sí: «Habrá luz en el gabinete de Jacinta, donde estarán de tertulia». Pero no vio nada. Todo cerrado; todo a oscuras... «¡Si habrán salido...! No, estarán ahí burlándose de mí, riéndose de la trastada que me han hecho... Buenos son todos: ¡Tales hijos, tales padres!». Volvió a sentir el insensato anhelo de entrar en la casa, y dio tres o cuatro pasos hacia ella; pero retrocedió por segunda vez. «¿A ver quién sale?». Era un viejo que se detenía en el portal y echaba un párrafo con Deogracias. La joven reconoció a Estupiñá, que había sido vecino suyo cuando ella vivía en la Cava, donde tuvieron principio sus interminables desgracias. Plácido se embozó en su capa tomando hacia la calle del Vicario Viejo. Siguiole Fortunata con la vista hasta verle desaparecer, y poco después volvió a su acecho. ¿Quién salía? Un caballero con botines blancos que parecía extranjero. El tal pasó junto a ella, la miró, casi casi se detuvo un instante para verla mejor; después siguió su camino. Otras personas salían o entraban. Aunque en el pensamiento de Fortunata iba condensándose la imposibilidad de entrar, continuaba allí clavada sin saber por qué. No se podía marchar, aunque iba comprendiendo que la idea que a tal sitio la llevó era una locura, como las que se hacen en sueños. Uno de los muchos desvaríos que se sucedieron en su mente fue imaginar que tal o cual hombre de los que vio salir era amante de Jacinta. «Porque a mí no me digan que es virtuosa... Vaya unos embustes que corre la gente. No se puede creer nada. ¿Virtuosa?,
tié
gracia... Ninguna de estas casadas ricas lo es ni lo puede ser. Nosotras las del pueblo somos las únicas que tenemos virtud, cuando no nos engañan. Yo, por ejemplo... verbigracia, yo». Entrole una risa convulsiva. «¿Y de qué te ríes, pánfila? —se dijo a sí misma—. Más honrada eres tú que el sol, porque no has querido ni quieres más que a uno. ¿Pero estas... estas?... Ja ja ja. Cada trimestre hombre nuevo, y virtuosa me soy. ¿Por qué? Pues porque no dan escándalos, y todo se lo tapan unas con otras. ¡Ah!, señora Doña Jacinta, guárdese el mérito para quien lo crea; usted caerá... tiene usted que caer, si no ha caído ya».

De pronto vio que al portal se acercaba un coche. ¿Traería gente o venía a tomarla? A tomarla porque no salió nadie; el lacayo entró en la casa, y Deogracias se puso a hablar con el cochero. «Van a salir —se dijo la infeliz, sintiendo otra vez los ardientes impulsos que la sacaron de su casa—. Ahora sí que no se me escapan... Me voy encima, y a las dos las afrento... tal suegra para tal nuera... ¡Buen par de cuñas están!... ¡Cuánto tardan! La cabeza se me abrasa, y parece que me vuelvo toda uñas...».

Salieron las señoras. Fortunata vio primero a una de pelo blanco, después a Jacinta, después a una pollita que debía de ser su hermana...; vio terciopelo, pieles blancas, sedas, joyas, todo rápidamente y como por magia. Las tres entraron en el coche, y el lacayo cerró la portezuela. ¡Pero qué cosas! Lo mismo fue ver a las tres damas, que a Fortunata le entró un fuerte miedo. ¡Y ella que pensaba clavarles las puntas de sus dedos como garfios de acero! Lo que sintió era más bien terror, como el que infunde un súbito y horrendo peligro, y tan impotente se vio su voluntad ante aquel pánico, que echó a correr y alejose a escape, sin atreverse ni siquiera a mirar hacia atrás. Oyó el ruido del coche que rodaba por la calle abajo, y aún lo vio pasar por delante con tan rápida vuelta que por poco la arrolla.

—¡Eh!... —gritó el cochero.

Y la señora de Rubín dio un grito, saltando hacia atrás... ¡Qué susto, pero qué susto, Señor!... Siguió hacia la Puerta del Sol, dándose cuenta de aquel miedo intensísimo que había sentido y preguntándose si en él había también algo de vergüenza. Pero no le era difícil discernir si su espanto era como el del exaltado cristiano que ve al demonio, o como el de este cuando le presentan una cruz.

Dejándose llevar de sus propios pasos, se encontró sin saber cómo en el centro de la Puerta del Sol. Inconscientemente se sentó en el brocal de la fuente y estuvo mirando los espumarajos del agua. Un individuo de Orden Público la miró con aire suspicaz; pero ella no hizo caso y continuó allí largo rato, viendo pasar tranvías y coches en derredor suyo como si estuviera en el eje de un Tío Vivo. El frío y la impresión de humedad la obligaron a ausentarse y se alejó envolviéndose bien en su mantón y tapándose la boca. Casi no se le veían más que los ojos, y como estos eran tan bonitos, muchos se le ponían al lado y le pedían permiso para acompañarla, diciéndole mil cuchufletas. Recordó entonces otros tiempos infelices, y la idea de tener que volver a ellos le produjo dolor muy vivo, despejándole la cabeza de las quimeras que se le habían metido en ella. El sentimiento de la realidad iba poco a poco recobrando su imperio. Mas la realidad érale odiosa y trataba de mantenerse en aquel estado delirante. Un individuo de los que la siguieron se aventuró a detenerla en toda regla, llamándola por su nombre.

—¡Pero qué tapadita va usted!... Fortunata.

Detúvose ella ante el que esto dijo. Pensando en quién podría ser, estuvo un ratito como lela mirando a la persona que enfrente tenía.

—Yo quiero conocer esta cara —se dijo—. ¡Ah! Es Don Evaristo.

—Hija, muy distraidita va usted...

—Voy a mi casa.

—¡Por aquí! —exclamó Feijoo con asombro—. Pues el camino que lleva usted es el del Teatro Real.

—Es que... —replicó ella mirando las casas— me había equivocado... No sé lo que me pasa...

—Vamos por aquí; la acompañaré a usted —dijo Don Evaristo con bondad—. Capellanes, Rompelanzas, Olivo, Ballesta, San Onofre, Hortaleza, Arco.

—Ese es el camino; pero no dude usted lo que le digo...

—¿Qué? Hija mía.

—Que yo soy honrada, que siempre lo he sido.

Feijoo miró a su amiga. Francamente, aquellos ojos tan bonitos le habían hecho siempre muchísima gracia; pero no le hacía maldita la exaltación que en ellos notaba aquella noche.

La abandonada se volvió a tapar la boca con el mantón, y su acompañante no chistaba. Mas como ella se detuviera de nuevo para repetir aquel concepto de la honradez, Feijoo, que era hombre muy franco, no pudo menos de decirle:

—Amiguita, usted no está buena, quiero decir, a usted le ha pasado algo muy gordo. Confiese usted a mí, que soy un amigo leal, y le daré buenos consejos.

—¿Pero duda usted —dijo Fortunata, apoyándose en la pared—, que yo haya sido siempre...?

—¿Honrada? ¿Cómo he de dudar eso, hija mía?, pues no faltaba más. Lo que dudo es que usted tenga buena salud. Está usted fatigada, y me parece que debemos tomar un coche... ¡Eh! Cochero...

La de Rubín se dejó llevar, y maquinalmente entró en el simón. Alguna vez había hecho lo mismo con un cualquiera encontrado en la calle.

Feijoo le habló dentro del coche con paternal cariño; pero ella no contestaba de una manera completamente acorde. De pronto le miró en la oscuridad del vehículo, diciéndole:

—¿Y tú, quién eres?... ¿A dónde me llevas? ¿Por quién me has tomado? ¿No sabes que soy honrada?

—¡Ay, Dios mío! —murmuró el buen Don Evaristo con hondísimo disgusto—. Esa cabeza no está buena, ni medio buena...

Por fin llegaron, y los dos subieron. La criada les abrió.

—Ahora —dijo el simpático coronel retirado—, a acostarse. ¿Quiere usted que le traiga un médico?

Sin contestar, metiose ella en su alcoba. Feijoo la siguió, afligidísimo de verla en tan lastimoso estado. Después, él y la criada, cuchichearon.

—Rompimiento... Le ha dado otra vez el canuto ese bergante —decía Don Evaristo—. Si no es más que eso, la trinquetada pasará.

Despidiose hasta el día siguiente, y la dolorida se acostó diciendo a la criada mientras la ayudaba a desnudarse:

—Honrada soy, y lo he sido siempre. ¿Qué?... ¿Lo dudas tú?

—Yo... no señorita; ¿qué he de dudarlo? —replicó la criada, volviendo la cara para disimular una sonrisa.

Durmiose pronto la infeliz señora de Rubín; pero a la media hora ya estaba despierta y muy excitada. Dorotea, que se quedó junto a ella, la oyó cantando, a media voz y con las manos cruzadas, las coplas místicas de las Micaelas.

—IV—

Un curso de filosofía práctica

—1—

D
os o tres veces fue Don Evaristo al siguiente día a enterarse de la salud de Fortunata; pero no la pudo ver. Dorotea le dijo que la señorita no quería ver a nadie, y que de tanto pensar que era honrada, le dolía horriblemente la cabeza, Al otro día la señorita estaba un poco mejor, se había levantado y apetecido un sopicaldo.

—Pero sigue con la misma idea —añadió no sin malicia la chica, que era graciosa y avisada—. Se lo prevengo, señor, para que le lleve el genio y le diga que sí.

—Descuida, hija —replicó el caballero—, que por mí no ha de quedar. ¿Puedo verla? ¿No la molestaré mucho? ¿Sabe que estoy aquí?

—Ya lo sabe. Espérese un ratito y pasará.

Quedose solo en el comedor mi hombre, y después de quince minutos de espera, Dorotea le mandó pasar. Estaba Fortunata en su gabinete, tendida en el sofá, la cabeza reclinada sobre un almohadón de raso azul. Tenía puesta la bata de seda y un pañuelo blanco finísimo a la cabeza, tan ajustado, que no se le veía más que el óvalo del rostro. Estaba ojerosa, pálida y muy abatida. Como Don Evaristo se preciaba de saber algo de medicina, tomole el pulso.

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