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Authors: Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta (85 page)

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Al pianista ciego le daba el cafetero siete reales y la cena. Por el día se dedicaba a afinar. Era casado y con ocho de familia. Tocaba piezas de ópera y de zarzuelas francesas como una máquina, con ejecución fácil, aunque incorrecta, sin gusto ni sentimiento. A pesar de esto, en ciertos pasajes muy naturalistas en que imitaba una tempestad o
las campanadas de incendios
que da cada parroquia, le aplaudía mucho el público, y a última hora le pedían siempre habaneras.

La verdad es que todo esto, Doña Nieves y las placeras sus amigas, las mujeres de equívoca decencia que iban allí acompañadas de madres postizas, el mozo y sus familiaridades, el pianista y sus habaneras, aburrían a Juan Pablo soberanamente. Para colmo de hastío, Feijoo no era puntual y faltaba muchas noches. En cambio, Feliciana y Olmedo iban con más frecuencia, llevando ella una amiguita que acababa de salir de San Juan de Dios.

En las últimas semanas del 74, Rubín volvió a sentir comezón de lecturas. Quería instruirse a todo trance, labor inmensa y difícil por carecer de base, pues su padre, con la idea de que al comerciante le estorba el latín, no le permitió aprender más que las cuatro reglas y un poco de francés. No tenía biblioteca, y un amigo le proporcionaba libros. Fue a verle, escogió los que más despertaron su curiosidad por los títulos, y consagró a la lectura todo el tiempo que le dejaban libre el café y el sueño. Tantas ideas adquirió que se sentía con vivas ansias de devolverlas por medio de la propaganda. O predicaba o reventaba. Lástima grande no volver a la tertulia de Pedernero para ponerle verde, porque ya sabía lo bastante para pasarse a todos los teólogos por la nariz.

Las lecturas de Rubín fueron como un descubrimiento. Ya sospechaba él aquello; pero no se atrevía a expresarlo. El hallazgo era negativo, es decir, había descubierto que la mejor organización de los estados es la desorganización; la mejor de las leyes la que las anula todas, y el único gobierno
serio
el que tiene por misión no gobernar nada, dejando que las energías sociales se manifiesten como les da la gana. La anarquía absoluta produce el orden verdadero, el orden racional y propiamente humano. Las sociedades, claro, tienen sus edades como las personas: hay sociedades que están mamando, sociedades que andan a gatas, sociedades pollas, sociedades jóvenes, y por fin, las maduras y dueñas de sí; sociedades con barbas, en una palabra, y también con algunas canas. Tocante a religiones y prácticas sociales que de ellas se derivan, Juan Pablo iba muy lejos, pero muy lejos; como que no le costaba nada el billete para tan largo viaje. Sólo en la edad pueril, cuando a la sociedad se le cae la baba y vive bajo la férula del dómine, se comprende que exista y tenga prosélitos la institución llamada matrimonio, unión perpetua de los sexos, contraviniendo la ley de Naturaleza... ¿Y a santo de qué?, vamos a ver... Eso sí, por encima de todo la Naturaleza. Estudiando bien la vida total, el entendimiento se limpia de las telarañas que en él han tejido los siglos. La Naturaleza es la verdadera luz de las almas, el Verbo, el legítimo Mesías, no el que ha de venir sino el que está siempre viniendo. Ella se hizo a sí propia, y en sus devoluciones eternas, concibiendo y naciendo sin cesar, es siempre hija y madre de sí misma. ¿Qué tal? Toma canela fina.

Encontrábase mi hombre con fuerza dialéctica y entusiasmo bastantes para predicar y extender por todo el mundo aquellas verdades. Pero como no tenía más público que la tertulia del café, con ese inocente auditorio tuvo que contentarse. ¿Y qué? ¡Cuánto mejor no era sembrar la nueva doctrina en entendimientos sencillos y absolutamente incultivados! Pues el mismo Jesucristo ¿no escogió por discípulos a unos infelices pescadores, hombres rudos que no conocían ninguna letra, y a mujeres de mala vida? Ved aquí por dónde Doña Nieves y las placeras sus amigas, Feliciana y la parroquiana de San Juan de Dios, el camarero, el pianista fueron escogidos para que Juan Pablo sembrara en ellos la primera simiente de aquel Evangelio al natural. Por espacio de muchas noches hizo propaganda acalorada. A veces se tenía que incomodar, porque le hacían observaciones estúpidas o socarronas. Como se expresaba muy bien, oíanle todos con gran atención, y las chicas del partido le ponían buenos ojos. El mozo era el más entusiasmado y decía:

—¡Qué pico tiene este señor de Rubín!

Pasaba lo de la anarquía y aun lo del matrimonio; pero en llegando a que todo es Naturaleza, reinaba gran confusión en el auditorio, y Doña Nieves, tomando el caso a broma, pedía mayor claridad.

—Pero a ver, Don Juan Pablo, explíquese mejor... porque eso de que todos seamos todo no lo calo yo bien...

—Lo primero, hijas mías —decía con unción el expositor—, es limpiar el
intellectus
de errores adquiridos en la infancia, de prejuicios y muletillas; lo primero es
querer entender
. No admito argumentos que no sean racionales.

—Y cuando nos morimos —preguntó una de las samaritanas—, ¿qué pasa?

—Hija, cuando nos morimos, pasamos a fundirnos en el grandioso conjunto universal...


Mia
ésta... ¿Pues qué querías tú, seguir gozando y divirtiéndote por allá?

—¿Y Dios?

—¡Dios!... Francamente, no me gusta, por consideraciones que se deben a toda gran idea histórica, no me gusta, digo, hablar mal de Él... Me concreto, pues, a negarle... respetuosamente.

—¡Otra! ¡Qué cosas se le ocurren! De modo que la misa no es nada tampoco...

—¡María Santísima, con lo que sale usted ahora! La misa... es un rito, uno de tantos ritos.

—¿Y lo mismo da oírla que no? ¿Y para qué son los funerales?

—Otro rito... La que no pueda o no sepa dar a la Naturaleza lo que es de la Naturaleza y a la historia lo que es de la historia, que se calle... No hay tal muerte, hijas mías: la que tenga oídos, oiga... Esta es la verdad; morirse es cumplir una ley de armonía.

—Como que se va una a la sustancia de la tierra y se mezcla con ella —apuntó Doña Nieves.

—Tú lo has dicho... Digo, usted lo ha dicho.

—Y así viene a resultar que con nuestra defunción lo que hacemos es darle jugo a las plantas. De modo que muchas verduras, ¿qué son sino gente que se ha convertido, pongo por caso, en brecolera?

—¡Quite allá, por Dios! —exclamó santiguándose una de las placeras—. ¡Qué risa con usted!

—Pero el alma se echa a volar y va para arriba, qué sé yo dónde. A correrla por ahí; porque, lo que es Infierno, no lo hay. En eso sí que estoy conforme con el señor de Rubín.

—En verdad os digo que no hay Infierno ni Cielo, ni tampoco alma —afirmó Rubín con acento apostólico—, ni nada más que la naturaleza que nos rodea, inmensa, eterna, animada por la fuerza.

—¡Por la fuerza!... Sí —aseveró el mozo del café—, por la fuerza... claro...

Y hacía gestos como de quien va a levantar un gran peso o a echarse a cuestas un sillar.

—Llámelo usted
hache
—repuso Doña Nieves—. La fuerza, el alma... la... como quien dice, la idea.

—Doña Nieves, por amor de Dios... —dijo Rubín con desesperación de maestro—. Que se me está usted volviendo muy
hegeliana
.

—Lo que yo no comprendo es una cosa —indicó con la mayor candidez una de las mozas del partido—: y es que si no hay nada por allá, ¿dónde están las ánimas?

—¿Qué ánimas?

—¡Otra! Las ánimas benditas.

Juan Pablo soltó la risa.

—Nada adelantaremos si no os fijáis bien en que el hombre no puede reconocer como real nada que no esté en la Naturaleza sensible. El que tenga ojos, que vea...

—Eso, eso... Y lo uno no quita lo otro —observó Doña Nieves con aplomo, empezando a tomar su chocolate—. Porque habrá toda la Naturaleza que usted quiera, pero eso no quita que
haiga
también Santísima Trinidad.

—Señora, por los clavos de Cristo —dijo el filósofo, ya sin saber pordónde tirar—. Fijemos ante todo el concepto de Naturaleza, ¿Qué es la Naturaleza?

—¡Otra! El campo —indicó con presteza la de San Juan de Dios.

—Y los animales —murmuró el ciego, que era el que menos hablaba.

—No digáis tonterías —manifestó Doña Nieves—, La Naturaleza somos nosotros los pecadores, todos frágiles. ¿Verdad, Don Juan Pablo?

—Los pecados son Naturaleza —apuntó otra—; por eso a los hijos de pecado les llaman
naturales
... claro.

—¡Vaya un lío que me arman ustedes!

Una de las placeras que presentes estaban tenía muy abultado el seno. En cierta ocasión, estando confesándose, le dijo el cura: «Sea usted modesta en el vestir y no haga ostentación de esas
naturalezas
...». «¿Qué, señor?». «Eso, la delantera». Por esto, al oír hablar de Naturaleza y de pecado, creyó que se referían a aquellas partes que debe cubrir el recato, y dijo escandalizada:

—¡Vaya unas conversaciones indecentes que sacan ustedes!

—Indecentes no, hija.

—Lo que yo dijo y sostengo —manifestó una de las samaritanas, tirando por la calle de en medio—, es que este Don Juan Pablo está
guillado
.

Loco, tal vez no; pero fatigado sí de sus inútiles esfuerzos. Ni abriendo con martillo un boquete en aquellas cabezas de piedra, lograría meter la luz de la verdad. Corriéndose al velador inmediato, donde estaba cenando el ciego, mandó al mozo que le pusiese allí su chocolate. El ciego volvió hacia él sus ojos vacíos y muertos, su cara que parecía un quinqué sin encender, y le dijo con profundísima tristeza:

—¿Pero es verdad, Don Juan Pablo, lo que usted nos cuenta? ¿Lo cree usted así, o es que quiere entretenerse y divertirse con nosotros, ignorantes? Me ha llenado usted de dudas. ¿Será verdad que cuando uno se muere se convierte en escarola?

Juan Pablo miró al ciego, y se helaron en sus labios las palabras con que iba a espetarle nuevamente su cruel filosofía. Era Rubín hombre de buen corazón, y le pareció poco humano aumentar las tinieblas de aquella triste y miserable vida. Pero al propio tiempo su conciencia no le permitía desmentir lo que acababa de sostener. La dignidad por delante. Estuvo luchando un rato entre la piedad y el deber, y como el ciego volviese a preguntarle con insistente afán:

—¿Pero es cierto que al morir nos convertimos en berzas...?

Le replicó el apóstol:

—Le diré a usted... hay opiniones... No haga caso. Si no fuera por estas bromas, ¿cómo se pasaba el rato?

No siguieron estas conversaciones filosóficas, porque sobrevino lo de Sagunto, y este suceso absorbió la atención general en todos los cafés, desde el más grande al más chico. Rubín estaba furioso, y sostenía que el Gobierno no tenía vergüenza si no fusilaba en el acto... pero en el acto... a Martínez Campos, a Jovellar y todos los demás que habían andado en aquel lío. Cuando sus amigos no le querían oír sobre este particular, hablaba solo. Desmentía categóricamente cuantas noticias llegaban al café. Todo era falso. Antes que el Príncipe viniera, habría un levantamiento general, y los carlistas harían el último esfuerzo. Negaba que Don Alfonso hubiera llegado a Marsella, que se embarcase para Barcelona en la
Navas de Tolosa
, y viéndolo entrar en Madrid habría de negar que estaba entre nosotros. Pero una noche, después de largas ausencias, llegó Feijoo al café, y sentándose los dos aparte, le dijo:

—Hombre, he visto a Jacinto Villalonga; he hablado largamente con él. Ya sabe usted que es de la situación y muy amigo mío. Por supuesto, no acepta la Dirección que se le ha ofrecido, porque prefiere andar suelto. Es uña y carne de Romero Robledo. Y voy a lo que iba... Le he hablado de usted...

—¡De mí!

—Sí; es preciso colocarse. Usted no puede continuar así.

—Mire usted, amigo Feijoo —dijo Rubín masticando las palabras para salir de aquel atolladero—. Yo no puedo admitir... ¿Y el decoro de los hombres? ¡Yo he profesado toda mi vida...!

—Música, música.

—Yo no soy de esos que hablan mal de una situación, y luego van a quitarles motas al que antes desollaron.

—Música, música.

—En fin, que yo agradezco... pero no puede ser... Me ofendería, sí señor, me ofendería.

—De modo —exclamó Feijoo en voz alta, abriendo los brazos y tomando un tono que no se podría decir si era de indignación o de burla—, de modo que ya no hay patriotismo.

—¡Otra!... Patriotismo sí hay, pero yo...

—Usted hará lo que yo le mande, y tendremos credencial.

Rubín siguió toda la noche afectando mal humor, una severidad torva, el malestar de la persona a quien ponen un puñal al pecho para que consume un acto contrario a sus convicciones. Al retirarse a casa, se comparaba con Wamba y decía para su sayo: «Cómo ha de ser... paciencia. Tengo que ser alfonsino... a la fuerza. ¡Vaya un compromiso... Redios, qué compromiso...!».

—II—

La restauración vencedora

—1—

M
e ha contado Jacinta que una noche llegó a tal grado su irritación por causa de los celos, de la curiosidad no satisfecha y de la forzada reserva, que a punto estuvo de estallar y descubrirse, haciendo pedazos la máscara de tranquilidad que ante sus suegros se ponía. Porque la peor de sus mortificaciones era tener que desempeñar el papel de mujer venturosa, y verse obligada a contribuir con sus risitas a la felicidad de Don Baldomero y Doña Bárbara, tragándose en silencio su amargura. Ya no le quedaba duda de que su marido
entretenía
, como se dice ahora, a una mujer, y de estos entretenimientos no tenían ni siquiera sospechas los bienaventurados papás. Sabía que la tarasca que le robaba su marido era la misma con quien tuvo amores antes de casarse, la madre del
Pituso
muerto, la condenada Fortunata que le había dado tantas jaquecas. Deseaba verla... pero no; más valía que no la viera jamás, porque si la veía, de fijo se le iba el santo al Cielo.

La noche a que Jacinta se refería, contando estas cosas, noche tristísima para ella por haber adquirido recientemente noticias fidedignas de la infidelidad de su marido, hubo en la casa gran regocijo. Aquel día había entrado en Madrid el Rey Alfonso XII, y Don Baldomero estaba con la Restauración como chiquillo con zapatos nuevos. Barbarita también reventaba de gozo y decía: «¡Pero qué chico más salado y más simpático!». Jacinta tenía que entusiasmarse también, a pesar de aquella procesión que por dentro le andaba, y poner cara de pascua a todos los que entraron felicitándose del suceso. El marqués de Casa—Muñoz oficiaba de chambelán palatino. Había tenido la dicha inmensa de estar en Palacio formando parte de una de las comisiones, y el Rey habló con él... Contaba el caso el marqués, haciendo notar bien el tono familiar con que se había expresado S. M. «Hola, marqués, ¿cómo va?». Nada, lo mismo que si me hubiera tratado toda la vida.

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