—¡No estaba tratando de matarlo, señor! —exclamó Dono.
—¿Y qué querías hacer?
—Usted vino a matar a Lem. Yo quería… quería que usted se fuera. Asustarlo. No pensé que nadie pudiera salir lastimado… quiero decir, sólo era una tienda de campaña.
—Me doy cuenta de que nunca has visto un incendio. ¿Usted sí, señora Csurik?
La madre de Lem asintió, con los labios apretados, evidentemente dividida entre un deseo de proteger a su hijo de Miles y al mismo tiempo con ganas de azotarlo por su estupidez.
—Bueno, faltó muy poco para que mataras o hirieras horriblemente a tres de tus amigos. Piénsalo, por favor. Mientras tanto, en vista de tu juventud y tu… bueno, aparente falta de capacidad mental, no presentaré la acusación de traición. A cambio de eso, el portavoz Karal y tus padres serán responsables por tu comportamiento en el futuro y decidirán cómo castigarte.
La señora Csurik parecía derretirse de alivio y gratitud. Dono tenía el aspecto de alguien al que le han disparado. Su hermano lo empujó y murmuró:
—¡Sí que te falta capacidad mental! —La señora Csurik le dio un golpe en la cabeza para que se callara.
—¿Y su caballo, milord? —preguntó Pym.
—No… no sospecho de ellos en el asunto del caballo —replicó Miles lentamente—. Lo otro… lo otro fue parte de un plan completamente distinto.
Zed, que se había llevado el caballo de Pym, volvió con Harra en la grupa. Harra entró en la cabaña del portavoz Karal, vio a Lem y se detuvo con una mirada llena de amargura. Lem se quedó de pie frente a ella, con las manos abiertas y una mirada herida en los ojos.
—Ah, señor —dijo Harra—. Lo ha atrapado. —Tenía la mandíbula apretada en una mueca de triunfo sin alegría.
—No exactamente —dijo Miles—. Él vino a entregarse. Ya ha declarado bajo pentarrápida y es inocente. Lem no mató a Raina.
Harra se volvió a mirar a uno y otro.
—Pero yo sé que él estuvo allí. Dejó su chaqueta, y se llevó el serrucho bueno y el cepillo de madera. ¡Sabía que él iba a volver mientras yo iba a recoger bayas! ¡Su droga no debe de funcionar bien!
Miles negó con la cabeza.
—La droga funciona perfectamente. Y usted está en lo cierto, Harra: Lem fue a la cabaña mientras usted estaba fuera. Pero cuando él salió de nuevo, Raina estaba viva y lloraba con fuerza. No fue Lem.
Ella se tambaleó.
—¿Entonces, quién?
—Creo que usted lo sabe. Creo que ha estado tratando de negárselo a sí misma y que por eso se dedicó a pensar en Lem. Mientras estuviera segura de que Lem era el culpable, no tendría que pensar en otras posibilidades.
—Pero, ¿a quién más podría importarle? —exclamó Harra—. ¿Quién se molestaría en hacerlo?
—Eso mismo, ¿quién? —suspiró Miles. Caminó hasta la ventana exterior y miró hacia el patio. La niebla se aclaraba en la luz de la mañana. Los caballos se movían inquietos.
—Doctor Dea, ¿podría preparar una segunda dosis de pentarrápida? —Miles se puso de pie de espaldas al fuego. Todavía había brasas de la noche. El calorcito le resultaba agradable en la espalda.
Dea miraba a su alrededor, con el hipoespray en la mano: era evidente que no sabía a quién tenía que administrarlo.
—¿Milord? —preguntó con las cejas levantadas, como pidiendo una explicación.
—¿No le resulta obvio, doctor? —agregó Miles con voz indiferente.
—No, milord. —El tono del doctor tenía un leve rastro de indignación.
—¿Y a usted, Pym?
—No… no del todo, milord. —La mirada de Pym y la mira de su bloqueador se movieron sin mucha seguridad hacia Harra.
—Supongo que es porque ninguno de ustedes dos conoció a mi abuelo —decidió Miles—. Murió un año antes de que usted entrara al servicio de mi padre, Pym. Nació al final de la Era del Aislamiento, y vivió cada uno de los cambios que la suerte le deparó a Barrayar. Lo llamaron el último de los viejos Vor, pero en realidad era el primero de los nuevos. Cambió con los tiempos, de las tácticas de la caballería a las de los escuadrones aéreos, de la espada a las armas atómicas, y cambió con éxito. Nuestra liberación del yugo de la ocupación de los cetagandanos es una medida de la forma feroz en que mi abuelo era capaz de adaptarse y después arrojarlo todo por la borda y adaptarse de nuevo. Al final de su vida lo llamaron conservador sólo porque había una gran parte de Barrayar que había pasado a su lado a toda velocidad exactamente en la dirección que él les había marcado, exigido y señalado, pero un poco más rápido.
»Él cambió y se adaptó y se dobló con el viento de los tiempos. Después, a su edad… porque mi padre era su único hijo vivo, el más joven, y no se había casado hasta la madurez, aparecí yo. Y tuvo que cambiar de nuevo. Y no pudo.
»Le rogó a mi madre que abortara después de que se supo más o menos cuál iba a ser el daño fetal. Él y mis padres se distanciaron durante cinco años después de mi nacimiento. No se vieron ni se comunicaron. Todo el mundo pensó que la razón por la que mi padre nos había llevado a la residencia imperial cuando se transformó en regente era que quería el trono, pero en realidad era porque el conde, mi abuelo, le negaba el uso de la casa Vorkosigan. ¿No les parecen divertidas las discusiones de mi familia? Estamos llenos de heridas que nos infringimos unos a otros. —Miles volvió a la ventana y miró hacia fuera. Ah, sí. Ahí llegaba.
»La reconciliación fue gradual, desde el momento en que fue evidente que no habría otro hijo —continuó Miles—. No hubo un momento especial, dramático. Cuando los médicos lograron que yo caminara, ayudó un poco. Fue esencial que yo demostrara que era brillante. Y sobre todo, nunca dejé que viera que me daba por vencido en algo.
Nadie se había atrevido a interrumpir ese monólogo señorial, pero era evidente, por la mirada de muchos, que no entendían a qué venía todo eso. Como en parte hablaba para perder tiempo, Miles no se preocupó por eso. Pym se movió en silencio para cubrir la puerta con un ángulo de fuego claro.
—Doctor Dea —dijo Miles, mirando por la ventana—, ¿sería tan amable de administrar la droga a la primera persona que pase por esa puerta apenas entre?
—¿No está esperando un voluntario, mi señor?
—No esta vez.
La puerta se abrió de golpe y Dea se acercó de un salto, levantando la mano. El hipoespray silbó en el aire. La señora Mattulich giró en redondo para enfrentarse a Dea, y las faldas de su vestido giraron alrededor de sus tobillos varicosos, siseando a su vez…
—¡No se atreva!
Alzó el brazo como si fuera a pegarle pero dudó a mitad del movimiento y no alcanzó a Dea, que se agachó para evitarla. Eso perturbó el equilibrio de la mujer, que se tambaleó. El portavoz Karal, que venía detrás, la asió por el brazo y la detuvo.
—¡No se atreva! —se quejó ella de nuevo y después giró y miró no sólo a Dea sino también a todos los otros testigos: la señora Csurik, la señora Karal, Lem, Harra, Pym. Se le cayeron los hombros y después la droga entró en su sistema nervioso y se quedó así, de pie, con una sonrisa tonta que peleaba con la angustia por la posesión de su rostro rudo y marcado.
La sonrisa le dio asco a Miles, pero era la que necesitaba.
—Siéntela, doctor. Portavoz Karal.
Los dos la llevaron a la silla que había ocupado Lem Csurik. Ella peleaba desesperadamente contra la droga y los fogonazos de resistencia se fundían en una docilidad fláccida. Poco a poco, la docilidad se hizo cada vez más frecuente y, al final, se sentó tranquila en la silla, sonriendo de oreja a oreja. Miles echó una mirada a Harra sin que ella se diera cuenta: estaba pálida y silenciosa, completamente absorta.
Aun después de la reconciliación, sus padres nunca habían dejado a Miles con su abuelo sin su guardaespaldas personal. Pasaron los años. El sargento Bothari usaba la librea del conde, pero era leal sólo a Miles, el único hombre lo bastante peligroso —algunos decían lo bastante loco— como para oponerse al mismo general. No había necesidad, decidió Miles, de describir con lujo de detalles a esa gente fascinada que lo escuchaba qué incidente en particular había hecho que sus padres creyeran que el sargento Bothari era una precaución necesaria. Que la reputación impoluta del general Piotr le sirviera por una vez a… Miles. Tal como él quería. Los ojos de Miles brillaron.
Lem bajó la cabeza.
—Si lo hubiera sabido… si me hubiera dado cuenta… no las habría dejado solas, milord. Pensé… pensé que la madre de Harra cuidaría de ella. No podía… no sabía cómo…
Harra no lo miraba. Harra no estaba mirando nada.
—Terminemos con esto —suspiró Miles. Otra vez, exigió la presencia de testigos formales y volvió a pedir que no lo interrumpieran porque las interrupciones confundían siempre a un sujeto drogado. Se humedeció los labios y se volvió hacia la señora Mattulich.
Y otra vez empezó con las preguntas neutrales, nombre, fecha de nacimiento, nombre de los padres, hechos biográficos controlables. La señora Mattulich era más difícil de dominar que Lem, siempre tan dócil, y sus respuestas eran breves y muy cortadas. Miles controló su impaciencia. A pesar de que cualquiera que los estuviera observando las hubiera calificado de muy fáciles, los interrogatorios con pentarrápida requerían mucha habilidad, destreza y paciencia. Miles había llegado demasiado lejos ahora como para poder permitirse un tropezón. Fue avanzando paso a paso con sus preguntas hasta llegar a las verdaderamente críticas.
—¿Dónde estaba usted cuando nació Raina?
La voz de la mujer era baja y variada, como en un sueño.
—El nacimiento fue de noche. Lem fue a buscar a Jean, la comadrona. El hijo de la comadrona iba a venir a buscarme, pero se quedó dormido de nuevo. No llegué hasta la mañana y entonces era demasiado tarde. Todos lo habían visto.
—¿Ver qué?
—La boca de gato, la mutación sucia. Monstruos entre nosotros. Hay que eliminarlos. Hombrecito horrendo. —Eso último era un aparte contra él, resultaba evidente. Su atención se había fijado en él con una firmeza hipnótica—. Los mutantes hacen más mutantes y se reproducen más rápido, nos ganan… Lo vi observando a las chicas. Quiere que las mujeres limpias tengan bebés mutantes, envenenarnos a todos…
Era hora de hacer que volviera al tema principal.
—Después de eso, ¿estuvo usted alguna vez sola con el bebé?
—No, se quedó Jean. Jean me conoce, ella sabía lo que yo quería. No era asunto suyo, maldición. Y Harra siempre estaba allí. Harra no tenía que saberlo. Harra no tiene que… ¿Por qué me salió tan blanda? Tiene que haber algo del veneno en ella. Debe de venir de su padre, yo sólo me acosté con su padre y todos salieron mal menos ella.
Miles parpadeó.
—¿Qué cosa salió mal? —Al otro lado de la habitación, Miles vio que el portavoz Karal se ponía tenso. El portavoz se dio cuenta de que Miles lo observaba y se miró los pies, como para ausentarse de los procedimientos. Los muchachos y Lem escuchaban con profunda atención y con una sensación de alarma. Harra no se había movido.
—Todos mis bebés —dijo la señora Mattulich.
Harra la miró de pronto, los ojos cada vez más abiertos.
—¿Harra no fue su única hija? —preguntó Miles. Hacía un gran esfuerzo por mantener la voz fría, tranquila; en realidad, tenía ganas de gritar. Quería volver a casa, escapar de allí…
—No, claro que no. Ella fue mi única hija limpia, o eso creí. Lo creí, pero el veneno debe de haber estado en ella, escondido. Me arrodillé y le di gracias a Dios cuando ella nació limpia, una limpia por fin, después de tantos, después de tanto dolor… Pensé que el castigo había terminado por fin. Era un bebé tan precioso… Pensé que por fin todo se había acabado. Pero debe de haber sido una mutante ella también… en el fondo era un truco, un truco…
—¿Cuántos —dijo Miles con la voz ahogada—, cuántos niños tuvo usted?
—Cuatro, además de Harra, la última.
—¿Y mató a los cuatro? —El portavoz Karal, Miles lo vio, asintió en silencio, mirándose los pies.
—¡No! —dijo mamá Mattulich. La indignación rompió brevemente el hechizo de la pentarrápida—. Dos nacieron muertos, el primero y el que estaba todo torcido. El que tenía demasiados dedos y el de la cabeza grande, a ésos los maté. Mi madre me vigiló para que lo hiciera bien. A Harra se lo simplifiqué. La reemplacé.
—¿Así que en realidad usted no mató a un solo niño sino a tres? —preguntó Miles.
Los testigos más jóvenes de la habitación, los hijos de los Karal y los hermanos Csurik, lo observaban todo horrorizados. Los mayores, los coetáneos de la señora Mattulich, que seguramente habían vivido lo que ella relataba, parecían mortificados, como si compartieran su vergüenza. Sí, todos ellos debían de haberlo sabido todo el tiempo.
—¿Asesinar? —dijo mamá Mattulich—. ¡No! Los corté. Tenía que hacerlo. Era lo correcto. —Levantó el mentón con orgullo, después lo dejó caer—. Maté a mis bebés por… por… No sé por quién. ¿Y ahora usted me llama asesina? ¡Hijo de perra! ¿De qué me sirve su justicia
ahora
? La necesitaba entonces… ¿dónde estaba usted entonces? —De pronto, así como así, rompió a llorar y las lágrimas se convirtieron casi inmediatamente en rabia—. Si los míos tenían que morir, entonces los de ella también… ¿Por qué va a salirle todo bien, tan fácil? la malcrié… hice lo que pude, hice lo que pude, no es justo…
La pentarrápida no la estaba dominando bien… no, sí estaba funcionando, decidió Miles, pero las emociones de ella eran demasiado poderosas. Si aumentaba la dosis, tal vez eso calmaría un poco los estallidos emocionales, pero no les daría una confesión más completa. Miles tenía el estómago revuelto, una reacción que esperaba estar disimulando bien. Tenía que terminar pronto.
—¿Por qué le rompió el cuello a Raina en lugar de cortárselo?
—Harra no tenía que saberlo —contestó la señora Mattulich—. Pobre bebé. Tenía que parecer que se había muerto sola…
Miles miró a Lem, al portavoz Karal.
—Parece que hay muchos otros que estaban de acuerdo con usted en que Harra no debía saberlo.
—No quería que fuera por mi boca —repitió Lem con empecinamiento.
—Quería que no sufriera dos veces, milord —dijo Karal—. Ya había sufrido tanto…
Miles miró a Harra a los ojos.
—Creo que todos ustedes la subestiman. Esa ternura excesiva insulta tanto su inteligencia como su voluntad. Harra viene de una línea dura, sí, señor.
Harra aspiró hondo, tratando de controlar el temblor. Asintió mirando a Miles como para decirle
Gracias, hombrecito
. Él le devolvió el gesto con una inclinación de cabeza,
Sí, entiendo
.