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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (21 page)

BOOK: Fuego Errante
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-¡Owein, despierta! Tienes que cabalgar en la noche. ¿No te despertarás para cazar entre las estrellas?

Todos cerraron los ojos ante el latido rojo que desencadenaron esas palabras. Oyeron ruidos como de cadenas que cayeran y luego el silencio.

-Está bien -dijo Kim-. Ven, Dave. Te ha llegado el turno.

Abrieron los ojos y vieron la entrada de una cueva en el lugar donde había estado la roca de Connla, y la luz de la luna iluminaba la yerba ante la cueva. El Baelrath había enmudecido. Todavía brillaba un poco; su color rojo destacaba en la nieve, pero ya no llameaba.

A la luz de la luna, plateada y familiar, vieron que Dave avanzaba a grandes zancadas, con más gracia de la que él mismo podía suponer, hasta Kim; luego, mientras ella retrocedía unos pasos, se detuvo solo junto a la horcadura del árbol.

-El fuego los despierta -le oyeron decir a Kim-. El cuerno los llama, Dave. Debes liberarlos.

Sin decir palabra el hombretón echó hacia atrás la cabeza y abrió las piernas para guardar el equilibrio sobre la nieve. Luego, levantando el Cuerno de Owein de modo que brillara bajo la luna, lo llevó a sus labios y, soplando con toda la fuerza de sus pulmones, emitió largamente el sonido de la Luz.

Ninguno de los hombres que allí estaban, ni tampoco la mujer, olvidaron en toda su vida aquel sonido. Era de noche, y por tanto el sonido que oyeron fue el de la luz que caía desde las estrellas y la luna sobre la nieve junto al lindero del bosque. Se expandía por todas partes, mientras Dave lanzaba las notas para que cielo y tierra desafiaran a la Oscuridad. Sopló una y otra vez, hasta el punto de que parecía que sus pulmones iban a estallar, sus piernas a doblarse y su corazón a romperse por obra de la enorme fragilidad de la belleza que le había sido otorgada.

Cuando el sonido cesó, el mundo era un lugar diferente, todos los mundos lo eran, y las manos del Tejedor se movieron para utilizar de nuevo una trama largo tiempo abandonada en el tejido del Tapiz.

Ante la caverna aparecieron entre sombras siete figuras, cada una de las cuales llevaba una corona y montaba un fantasmal caballo; su contorno era borroso, como sí las ocultara el humo.

Entonces los siete reyes le abrieron paso al octavo y en La cueva de los Durmientes apareció Owein, que había permanecido dormido tanto tiempo. Y en tanto que los reyes y sus fantasmales caballos eran de color gris oscuro, Owein era de un luminoso color gris, casi plata, y su caballo era negro; era más alto que los demás y su corona más brillante. Había piedras rojas, del color del Baelrath, en su corona y en la empuñadura de su espada.

Avanzó delante de los siete reyes, y su caballo al caminar no rozaba la tierra, como tampoco los grises caballos de los reyes. Y Owein levantó la espada en señal de saludo ante Dave y luego ante Kim que llevaba el fuego. Luego alzó la vista por encima de ellos y examinó escrutadoramente a todo el grupo. Poco después vieron que su frente se oscurecía y el enorme caballo negro se alzó sobre las patas traseras mientras Owein gritaba con una voz que era la voz de los vientos de tempestad:

-¿Dónde está el niño?

Los caballos grises se alzaron también sobre las patas y los reyes levantaron sus voces y gritaron:

-¡El niño, el niño!

Sus voces eran como el gemido del viento; toda la compañía estaba aterrada.

Fue Kimberly quien se atrevió a hablar aunque en su interior se estaba llamando insensata: aquello, aquello era lo que había estado tratando de recordar durante toda la tarde y durante el camino hacia aquel lugar encantado.

-Owein -dijo-, hemos venido a liberarte. No sabíamos qué otra cosa necesitabas.

Él espoleó el caballo y con un grito lo hizo encabritarse por encima de ella; el caballo enseñó los dientes y sacudió sus pezuñas junto a su cabeza. Ella cayó al suelo. El se inclinó sobre ella, colérico y enloquecido, y gritó de nuevo:

-¿Dónde está el niño?

Y de nuevo el mundo comenzó a girar. Giraba a una velocidad que ninguno de ellos, ni los mortales, ni los poderes del bosque, ni los dioses que observaban la escena, habían podido predecir.

Desde el margen del bosque, no muy lejos, una figura avanzaba con lentitud.

-No la asustes. Aquí estoy -dijo Finn.

Y así comenzó a recorrer el Camino Más Largo.

Desde que se había levantado por la mañana después de la tormenta había estado inquieto. El corazón le había empezado a latir aceleradamente y tenía las palmas de las manos húmedas. Se preguntaba si estaría enfermo.

Intranquilo, le puso a Dan las botas, el abrigo y el gorro que su madre había tejido con lana azul del mismo color que sus ojos. Luego llevó a su hermano a dar un paseo por el bosque en torno al lago.

Había nieve por todas partes, blanda y limpia, colgando de las ramas de los árboles y apilada en los senderos. A Dan le gustaba mucho. Finn lo cogió en brazos y el pequeño sacudía la nieve de las ramas que podía alcanzar. Reía con alegría y Finn lo levantaba una y otra vez para que lo repitiera. Por lo general la risa de Dan le alegraba el ánimo, pero no aquella mañana. Estaba demasiado inquieto. Quizás era por el recuerdo de la pasada noche: Dan parecía haber olvidado las voces que lo llamaban, pero Finn no podía. Ocurría cada vez más a menudo. La primera vez se lo había dicho a su madre. Ella se había puesto a temblar, había empalidecido y se había pasado toda la noche llorando. No le había vuelto a contar nunca más, las otras muchas veces que Dan había acudido a su cama y le había susurrado:

-Oigo voces.

A grandes zancadas se internó con Dan en el bosquecillo, más lejos de donde solían ir, cerca del lugar donde los árboles empezaban a espesarse y se confundían con los del bosque de Mórnir. Comenzaba a sentir frío y sabía que se estaba alejando del valle. Se preguntaba si las voces de Dan serían más sonoras y tentadoras lejos del lago.

Dieron la vuelta. Comenzó a juguetear con su hermano, empujándolo por los montones de nieve y enterrándolo en ella. Dan ya no era tan ligero como antes. Pero sus gritos de alegría eran todavía los de un niño y se contagiaban; a pesar de todo, Finn comenzó a sentírse contento.

Había caído rodando a una buena distancia del sendero y se encontraron en un lugar desconocido. Entre la espesa capa de nieve que cubría el suelo del bosque, Finn distinguió una llamarada de color; cogió a Dan de la mano y avanzaron entre la nieve.

En un pequeño pedazo de increíble yerba verde crecían una veintena de flores. Mirando hacia arriba, Finn vio un claro por donde se colaba el sol entre los árboles. Al observar las flores vio que todas eran de especies conocidas -narcisos y corandieles-, excepto una. Dan y él habían encontrado en otras ocasiones flores parecidas y las habían cogido para llevárselas a Vae, pero nunca habían encontrado tantas. Y Dan se dispuso a cogerlas porque sabía cuánto le gustaban a su madre los regalos.

-No cojas aquélla -le dijo Finn-. Déjala.

No sabia muy bien por qué, pero algo le decía que no la debían coger, y Dan siempre le obedecía. Cogieron un ramillete de corandieles con algunos narcisos y volvieron a casa. Vae puso las flores en un jarrón y acostó a Dan para que durmiera la siesta.

En el bosque, en aquel lugar desconocido, habían dejado sin coger una flor de color azul verdoso y en el centro roja como la sangre.

Todavía se sentía intranquilo, cada vez más. Por la tarde volvió a salir de paseo, esta vez hacia el lago. Las grises aguas chocaban contra la lisa roca en que siempre se sentaban. Las aguas del lago estaban frías, pero no heladas. Sabía que los otros lagos si estaban helados. Pero éste era un lago protegido. Le gustaba pensar que la historia que le había contado a Dan era cierta: la madre de Dan los protegía. Recordaba que le había parecido una reina, incluso en medio del dolor. Después de que Dan hubiera nacido y hubieran venido a llevársela, les había ordenado que la pusieran un momento en tierra junto a Finn. Nunca lo olvidaría. Le había acariciado el pelo con sus largos dedos y luego, acercando su cabeza a la de él para que nadie pudiera oírla, le había susurrado:

-Cuidalo en mi nombre. Tanto tiempo como puedas.

Tanto tiempo como puedas. Y en ese instante, como si hubiera estado esperando el momento más inoportuno, Leila apareció en sus pensamientos.

«¿Qué quieres?», le transmitió él, mostrándole que estaba irritado. Al principio, después del último ta’kiena, cuando se dieron cuenta de que podían comunicarse así, lo habían considerado un verdadero placer que les permitía ponerse en contacto sin palabras a cualquier distancia. Pero después Leila había cambiado. Tenía que ser así, Finn lo sabía, pues se había convertido de niña en mujer; pero a pesar de comprenderlo no se encontraba cómodo con las imágenes que ella le enviaba desde el templo. Le quitaban el sueño; y parecía casi que Leila se divirtiera al hacerlo. Era más joven que él, más de un año, pero jamás se había sentido él mayor que Leila.

Lo único que podía hacer era mostrarle que estaba de mal humor, y no responderle si comenzaba a enviarle mensajes de una intimidad mayor a la que él podía soportar. Cuando él reaccionaba así, al poco rato ella se marchaba. Y entonces él se arrepentía.

Aquel día estaba de pésimo humor, por tanto cuando se dio cuenta de su presencia le envió una pregunta áspera y poco amable.

«¿Lo sientes?», preguntó Leila, y él sintió que su corazón daba un brinco porque por primera vez la notaba asustada.

El miedo en los demás lo hacía sentirse más fuerte para así tranquilizarlos. Le transmitió: «Estoy un poco desasosegado. ¿Qué ocurre?»

Y en ese momento su vida empezó a acabar. Leila, en efecto, le transmitió: «Oh, Finn, Finn, Finn»; y con el mensaje una imagen.

La del ta’kiena sobre el césped, cuando ella lo había escogido a él.

Así pues, se trataba de eso. Por un momento se acobardó y no pudo impedir que ella lo notara, pero el momento pasó. Al contemplar el lago, exhaló un profundo suspiro y se dio cuenta de que el desasosiego había desaparecido. Se sentía muy tranquilo. Había dispuesto de mucho tiempo para aceptar su destino y lo había estado aguardando durante mucho tiempo.

«Está bien», le transmitió a Leila, sorprendido al comprobar que ella estaba llorando. «Sabíamos que tenía que ocurrir tarde o temprano.»

«No estoy preparada», le dijo mentalmente Leila.

Tenía cierta gracia: a ella no se le exigía que hiciera nada. Y siguió diciendo: «No estoy preparada para decirte adiós, Finn. Me sentiré muy sola cuando te marches.»

«Encontrarás compañía en el santuario.»

No hubo respuesta alguna. Supuso que no le había llegado el mensaje o que no lo había entendido. No podía ayudarla. Además había alguien que lo iba a echar mucho más en falta.

«Leila», le transmitió, «cuida de Darien».

«Cómo», le susurró ella.

«No lo sé. Pero va a sentirse muy asustado cuando me haya marchado, y… oye voces durante las tormentas, Leila.»

Ella permaneció en silencio. El sol se escondió tras una nube y el viento arreció. Había llegado la hora de marcharse. No sabia cómo lo sabia ni tampoco adónde tenía que ir, pero había llegado la hora y debía marchar hacia su destino.

«Adiós», le transmitió.

«Que el Tejedor proteja tu luz», oyó que le decía ella mentalmente.

Y desapareció. Al regresar a la cabaña, tenía una ligera intuición de adónde debía ir, pues sabía que era difícil que se cumpliera el deseo que ella le había expresado.

Hacía tiempo que había decidido no decirle nada a su madre cuando llegara la hora. Seria para ella un golpe terrible, y no había ninguna necesidad de que ambos tuvieran que pasar por semejante trance. Al llegar a casa la besó en la mejilla mientras ella tejía junto al fuego.

Ella le sonrió.

-Estoy tejiendo otra chaqueta para ti, que no dejas de crecer, hijo. Es de color marrón para que haga juégo con tus cabellos.

-Gracias -le dijo él.

Tenía un nudo en la garganta. Ella era muy frágil y se iba a encontrar muy sola, con el padre lejos, en la guerra. Pero, ¿qué podía hacer él?; ¿quién era él para negarse a cargar con lo que el destino le había deparado? Eran tiempos tenebrosos, quizá los más tenebrosos de todos. Había sido elegido. Sus piernas caminarían solas si el corazón y el coraje le fallaban. Sabia que era mejor tener el corazón y el alma dispuestos, así el sacrificio tendría más valor. Estaba empezando a conocer un montón de cosas insospechadas. Estaba listo para el viaje.

-¿Dónde está Dan? -preguntó, aunque era una pregunta bien tonta-. ¿Puedo despertarlo?

Vae sonrió con indulgencia.

-¿Es que quieres jugar con él? Hazlo, supongo que ya ha dormido bastante.

-No estoy dormido -se oyó la voz somnolienta de Dan detrás de las cortinas-. Te he oído llegar.

Finn sabia que ahora venía lo más difícil. No podía llorar. Tenía que dejarle a Dan una imagen clara e imborrable de fortaleza de ánimo.

Corrió las cortinas y se encontró ante los ojos adormecidos de su hermano.

-Ven -le dijo-. Vístete deprisa y ven a dibujar sobre la nieve.

-¿Una flor? -preguntó Dan-. ¿Como la que vimos?

-Como la que vimos.

Estuvieron fuera un buen rato. Una parte de él le gritaba en su interior que no era bastante, que necesitaba más. Dan necesitaba más. Pero ya estaban allí los jinetes, ocho, y la parte de él que ya había emprendido el viaje supo que aquello era el principio y que incluso el número era el adecuado.

Mientras los miraba, con Dan cogido con fuerza a su mano, uno de los jinetes levantó la mano y lo saludó. Muy despacio, Finn alzó su mano libre en señal de respuesta. Dan lo miraba con la incertidumbre reflejada en su rostro. Finn se arrodilló junto a él.

-Saluda, pequeño. Son hombres del soberano rey y nos están saludando.

Con timidez, Dan levantó la enguantada mano en un intento de saludo. Por un momento, Finn tuvo que desviar la vista.

Luego pausadamente le dijo a su hermano, que era toda su alegría:

-Quiero correr tras ellos y alcanzarlos, pequeño. Tengo que preguntarles algo. Espera aquí e intenta dibujar la flor tú solito.

Se levantó y se alejó de su hermano para que no pudiera ver las lágrimas que le corrían por el rostro. Ni siquiera pudo decirle te quiero, pues Dan era lo bastante mayor para notar que algo no marchaba bien. Sin embargo, se lo había dicho muy a menudo, pues el

amor había sido de suma importancia. Seguramente se lo había dicho las veces suficientes, dado el corto tiempo de que había dispuesto. ¿Se lo habría dicho las veces

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