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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (25 page)

BOOK: Fuego Errante
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Bajo la arcada de entrada del templo, había una sacerdotisa con una daga curvada y reluciente, y a su lado una acólita vestida de marrón que sostenía en sus manos una jofaina.

Kim vio que Loren dudaba, incluso a pesar de que hasta el mismo Gereint alargaba el brazo para sufrir la incisión. Sabía qué duro debía de ser para el mago. Para cualquier seguidor de la ciencia de los cielos, ese ofrecimiento de sangre debía de estar teñido de tenebrosos matices. Pero Ysanne le había dicho algo una vez, en la cabaña junto al lago; por eso puso la mano sobre el hombro del mago y le dijo:

-Raederth pasó una noche aquí; creo que lo sabes.

Incluso ahora, sus palabras estaban preñadas de tristeza. Raederth, como primer mago, había sido el único que había visto a Ysanne entre las mormae en este lugar. Había reconocido que era una vidente y se la había llevado; luego ambos se habían amado hasta que él murió, asesinado por un rey traidor.

La expresión del rostro de Loren se suavizó.

-Es cierto -dijo-. Y supongo que por eso yo debería ser también capaz. ¿Crees que podría dar un paseo esta noche y encontrar una acólita para compartir mi lecho?

Ella lo miró fijamente y captó la tensión que le había pasado por alto.

-Maidaladan -murmuró-. ¿Te está resultando muy duro?

-Bastante -contestó él, antes de avanzar tras Gereint para ofrecer a Dana su sangre de mago, como un hombre cualquiera.

Profundamente sumida en sus pensamientos, Kim pasó de largo junto a la sacerdotisa de la daga y entró en la subterránea sala abovedada. Había allí un hacha, de doble filo, instalada sobre una base de madera tras el altar. Permaneció un momento junto a la entrada, mirándola, hasta que una mujer se acercó a ella para mostrarle su habitación.

Viejos amigos, pensó Ivor. Si había algún hilo brillante en el tejido de la guerra era ése: a veces se entrecruzaban en la urdimbre senderos que no se habían cruzado durante muchos años y que no lo habrían hecho a no ser en tiempos de oscuridad. Era agradable, incluso en días como aquéllos, estar sentado junto a Loren Manto de Plata y escuchar la reflexiva voz de Teyrnon, la risa de Barak y las prudentes sentencias de Matt Soren. También era agradable conocer a hombres y mujeres de los que había oído hablar pero a los que nunca había visto: Shalhassan de Cathal y su hija, tan bella como contaban los rumores; Jaelle, la suma sacerdotisa, tan hermosa y tan orgullosa como la propia Sharra;

Aileron, el nuevo soberano rey, que sólo era un niño cuando Loren lo había llevado a pasar quince días entre los dalreis. Ivor recordaba que era un niño callado y muy hábil en todas las cosas. Ahora, según parecía, era un rey taciturno, pero se decía que seguía siendo hábil en todo.

Había además ahora un elemento nuevo, otro producto de la guerra: entre todos esos hombres, él, Ivor de los dalreis, se movía ahora como un igual. No era simplemente uno de los nueve jefes de la Llanura, sino un señor, el primer aven desde los tiempos del mismísimo Revor. Era muy difícil acostumbrarse a eso. Leith se había aficionado a llamarlo aven en casa, e Ivor sabia que sólo lo hacia medio en broma. Era evidente que se sentía orgullosa, aunque la Llanura podía ser inundada por el mar antes de que su mujer lo confesase.

Al pensar en Leith lo asaltó otro pensamiento. Al cabalgar hacia el sur, camino de Gwen Ystrat, y sentir el súbito golpe del deseo en su cuerpo, había empezado a comprender lo que significaba el Maidaladan y a dar gracias a Gereint, una vez más, por haberle aconsejado que llevara consigo a su esposa. La próxima noche en Morvran sería una noche salvaje, y no se sentía del todo contento de que Liane también hubiera venido con

ellos al sur. Las mujeres solteras de los dalreis no soportaban la autoridad de los hombres en esos temas. Y Liane, se lamentó Ivor, en muy pocas circunstancias soportaba tal autoridad. Leith decía que él tenía la culpa; y probablemente así era.

Su mujer debía de estar esperándolo en las habitaciones que les habían asignado en el templo. De eso se ocuparía más tarde. Por ahora tenía una única tarea que hacer, bajo la cúpula, entre el olor del incienso quemado.

En aquel lugar estaban reunidos los dos magos que quedaban en Brennin con sus fuentes, el más anciano de los chamanes de la Llanura -y con mucho el más poderoso-, la vidente de blancos cabellos del Soberano Reino y la suma sacerdotisa de Dana en Fionavar. Los siete iban a sondear las sombras del espacio y del tiempo para tratar de abrir una puerta: la puerta tras la que se escondía el secreto de los vientos invernales y de la helada en pleno solsticio de verano.

Los siete iban a intentar el viaje y cuatro más iban a servir de testimonio: los reyes de Brennin y Cathal, el aven de los dalreis y Arturo Pendragon, el Guerrero, que era el único de los hombres que no había tenido que ofrecer su sangre en aquel lugar.

«¡Alto!», le había dicho Jaelle a la sacerdotisa de la entrada, e Ivor se estremeció al simple recuerdo de su voz. «Este no. Ha caminado junto a Dana en Avalon»

Y la sacerdotisa de túnica gris había inclinado la daga y había dejado pasar a Arturo.

Luego había entrado, junto a Ivor y los demás, en la abovedada sala subterránea. Había llegado la hora de Gereint, pensó Ivor, sintiendo a la vez orgullo y recelo. En efecto, se encontraban allí reunidos a instancias del chamán, y fue él el primero en tomar la palabra, aunque no de la forma en que Ivor había supuesto.

-Vidente de Brennin -dijo Gereint-, estamos reunidos aquí para obedecer tus órdenes.

De nuevo recaía todo el peso sobre ella. Incluso en aquel lugar, como tantas otras veces había ocurrido. En otro tiempo, y no demasiado lejano, se habría sentido vacilar, sorprendida de que así ocurriera. Si habría preguntado en su interior, o quizás en voz alta, quién era ella para que todos aquellos poderes allí reunidos se pusieran a su órdenes; ¿quién era ella -habría preguntado la voz interior- para que así ocurriera?

Pero las vacilaciones habían quedado atrás. Lainentando débilmente, en lo más recóndito del corazón, la pérdida de su inocencia, Kim aceptó la deferencia de Gereint como correspondía a su condición de única vidente presente en la habitación. Si Gereint no le hubiera ofrecido tal responsabilidad, habría tenido que arrogársela. Estaban en Gwen Ystrat, en el territorio de la diosa, y también de Jaelle, pero el viaje que iban a emprender era competencia de Kim y de nadie más, y, sí había algún peligro, a ella le correspondería hacerle frente en nombre de todos.

Con plena conciencia de Ysanne y de sus propios cabellos blancos, dijo:

-En otra ocasión, con la ayuda de Loren y de Jaelle, pude sacar a Jennifer de Starkadh. -Le pareció que las velas del altar vacilaban con la mención de ese nombre-. Haremos lo mismo de nuevo, con la ayuda además de Teyrnon y Gereint. Voy a encerrar una imagen del invierno y trataré de seguirla para internarme en la mente del Desenmarañador, con ayuda, espero, de la piedra vellin. Necesitaré vuestra ayuda cuando lo haga.

-¿Y qué pasará con el Baelrath? -preguntó Jaelle, nerviosa y concentrada, pero sin el menor rastro de amargura en su voz.

Kim contestó:

-Se trata simplemente de una habilidad de vidente. No creo que la piedra se encienda.

Jaelle asintió con la cabeza. Teyrnon preguntó a su vez:

-¿Qué ocurrirá cuando consigas ir tras la imagen?

-¿Podréis ayudarme? -preguntó ella a los dos magos.

Loren asintió:

-Creo que si. ¿Te refieres a que debemos hacer un truco?

-Si. Como el del castillo que nos mostraste la primera vez que vinimos.

Luego se dirigió a los reyes. Eran tres, y además un cuarto que lo había sido y lo sería siempre; pero le habló a Aileron:

-Señor mio y soberano rey, te resultará muy duro lo que vas a ver, pero quizá todos nosotros quedemos cegados por obra del poder. Por eso, si los magos logran dibujar algo, tú debes observar con atención de qué se trata.

-Así lo haré -dijo con voz firme e inexpresiva.

Luego ella miró al chamán.

-¿Algo más, Gereint?

-Siempre hay algo más -contestó él-. Pero no sé qué es. Quizá necesitemos el anillo, después de todo.

-Quizá. No puedo evitarlo -replicó ella secamente, pues el simple recuerdo de su color le hacía daño.

-Desde luego no puedes -le dijo el chamán-. Condúcenos. No estaré muy lejos de ti.

Se dio a sí misma ánimos y echó una ojeada a todos los demás que habían formado un círculo en torno a ella. Matt y Barack mantenían sus piernas muy abiertas. Jaelle había cerrado los ojos; vio que Teyrnon hacía lo mismo. Se encontró con la mirada de Loren Manto de Plata.

-Estaremos perdidos si esto falla -le dijo-. Condúcenos, vidente.

-¡Adelante, pues! -gritó ella cerrando los ojos y empezando a descender más y más a través de los estratos de la conciencia. Sintió que, uno tras otro, todos penetraban en su interior: Jaelle golpeando el avarlirh, Loren impetuoso y apasionado, Teyrnon prudente e ingenioso, y luego Gereint que llevaba consigo su tótem, la keia que de noche vuela en la Llanura; era un regalo que le ofrecía a ella y a los demás: el regalo de su nombre secreto.

Gracias, le transmitió ella; luego todos, acompasados, siguieron adelante, como en una prolongada zambullida, y se sumergieron en el sueño revelador.

La oscuridad era total y hacia mucho frío. Kim se debatía contra el miedo. Podía perderse; podría muy bien suceder. Pero si ella fallaba todos los demás estarían perdidos. Loren había dado en el clavo. En el corazón se le encendía una irreprimible cólera, un odio tan luminoso por la Oscuridad que podía utilizarlo para esbozar una imagen en el abismo, aquel lugar silencioso al que habían accedido, el fondo de la piscina.

No había preparado nada de antemano, pues había preferido dejar que el sueño reprodujese su más auténtica forma. Y así sucedió. Sintió que los otros lo registraban, en todas sus sombras de aflicción y amor doliente ante la destrucción, y que veían aquella clara imagen de Daniloth que ardía desafiante, desprotegida e indefensa en medio de un extraño paisaje de hielo y nieve.

Se adentró aún más. No hacia la luz, aunque la anhelaba con todo su corazón, sino directamente hacia el crudo invierno que la rodeaba. Armada de todo su poder, buscó la fuerza de los otros y se convirtió a si misma en una flecha disparada por un arco de luz que caía como un rayo en el dibujo del invierno. Y se abrió camino.

La oscuridad. La imagen desapareció. Entraba en barrena. No controlaba su vuelo; se precipitaba a toda velocidad y no había nada que la detuviera, nada a lo que agarrarse, nada…

«Aquí estoy» Era la voz de Loren.

«Yo también» Era Jaelle.

«Siempre a tu lado» Era el valiente Teyrnon.

Pero reinaba la oscuridad e iba en aumento. Ninguna sensación de espacio, de muros, nada a lo que asirse, a pesar de que los otros estaban allí. No eran ayuda suficiente. No en aquel lugar adonde había llegado, adentrándose en los dominios de Maugrim. La Oscuridad era demasiado poderosa. Ya la había visto antes, cuando entró en ella y logró sacar a Jennifer… Pero ahora había llegado demasiado lejos para poder salir.

Entonces oyó que hablaba una quinta persona.

«El anillo» Oyó la voz de Gereint como si fuera la keia quien hablara, aquella criatura de la noche, guardiana de camino que lleva al mundo de los muertos.

«¡No puedo!», contestó, pero en el preciso instante en que tal pensamiento tomaba forma, Kim sintió el terrible fuego y un rojo resplandor en su mente.

También dolor. No se dio cuenta de que estaba gritando en voz alta en el templo. Tampoco se dio cuenta de que la luz estaba brillando salvajemente bajo la cúpula.

Se sentía arder. Estaba tan cerca… Había llegado tan lejos en la red de la Oscuridad, tan cerca del corazón del poder… La llama ardía en rededor y el fuego hacía algo más que iluminar: quemaba, y ella estaba en su interior. Ella estaba…

De pronto un bálsamo, un aliento refrescante como la brisa de la noche otoñal en las praderas de la Llanura. Gereint, y algo más: la luna llena rielando sobre Calor Diman, el lago de Cristal. Era Loren, a través de Matt.

Y entonces una voz de ánimo: «¡Vamos!» Gritaba Jaelle. «Estamos muy cerca.»

Y la fuerza de Teyrnon, tan reconfortante: «Creo que un poco lejos, pero aquí me tienes.»

Así pudo reanudar su camino. Hacia adelante y hacia abajo, ahora, casi perdida en la distancia que tenía que recorrer. Ardía el fuego, pero ellos la estaban protegiendo. Podría soportarlo, lo haría; era un poder salvaje, pero no era la Oscuridad, que estaba al final de todo.

Ya no era una flecha, sino una piedra y seguía cayendo. Conducida por la necesidad, por un apasionado deseo de Luz, se adentraba en la Oscuridad; era una piedra roja que caía en lo más recóndito del corazón, en las cavernas infestadas de gusanos de los designios de Maugrim. Cayó en aquel vacío, habiendo soltado todas las amarras excepto una, mediante la cual podría transmitir, antes de morir y perderse para siempre, una única y clara imagen para que los magos la esbozaran en la habitación abovedada que estaba infinitamente lejana.

Demasiado lejana. La profundidad era insondable y ella se precipitaba cada vez más deprisa. Su propia esencia era una impresión imprecisa, una sombra; ellos no podían sostenerla. Sintió que uno tras otro iban quedando atrás. Dando un grito de desesperación, Loren, que era el último, sintió que ella se alejaba.

Sólo quedaban, pues, el fuego y Rakoth, nadie más, ni tan sólo uno de ellos. Estaba sola y perdida.

O debería haberlo estado. Pero cuando caía a plomo, ardiendo, otra mente la alcanzó allí tan abajo en la Oscuridad que ella a duras penas podía creer que la había alcanzado.

Las llamas menguaron otra vez. Podía existir, podía resistir el dolor, y, como si fuera el recuerdo de un apacible lugar, oyó una profunda voz que cantaba.

La rodeaban las tinieblas, como una criatura de alas negras que ocultara aquella voz. Casi estaba perdida. Casi, pero no del todo. Había sido una flecha roja, luego una piedra. Ahora se convirtió en una espada, también roja. Se dio la vuelta. En aquel mundo sin dirección, de alguna forma se volvió y, con el último resplandor de su corazón, rasgó la cortina que le ocultaba la otra voz y logró trazar una imagen para transmitirla. Lo tuvo que hacer ella sola, porque los magos habían desaparecido. Con los postreros resortes de su poder, y usando el fuego como si fuera amor, envió la visión, a una distancia inimaginable, hasta el santuario de Gwen Ystrat. Luego la invadieron las tinieblas.

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